miércoles, 26 de diciembre de 2007

"Biopolítica y filosofía" por Roberto Esposito



1. Mucho más que el miedo o la esperanza, la sensación que suscitan los acontecimientos políticos mundiales de los últimos años es quizás la sorpresa. Antes que positivos, negativos o hasta trágicos, ellos resultan ante todo inesperados. Más aún, se oponen a todo cálculo razonable de probabilidad. Del derrumbamiento repentino e incruento del sistema soviético en 1989 al ataque del 11 septiembre del 2001, con todo lo que se ha seguido de ello, lo menos que se puede decir es que no solamente nada nos los hacía imaginar, sino incluso que todo inducía a considerarlos inverosímiles.
Naturalmente, cierto grado de imprevisibilidad acompaña todo acontecimiento colectivo, como la historia lo demuestra desde siempre. Sin embargo aún en los casos de mayor discontinuidad, como las revoluciones o las guerras, siempre se puede decir que fueron preparados o, al menos, consentidos por una serie de condiciones que los hicieron, si no probables, ciertamente posibles. La misma consideración se puede hacer, en forma aún más clara, para las cuatro décadas que siguieron al final de la Segunda Guerra mundial, cuando el orden bipolar del planeta no dejó márgenes a lo imprevisto; al punto que lo que ocurrió, en cada uno de los dos bloques, apareció como el resultado casi automático de un juego conocido y previsible en todo sus movimientos.
Todo esto, este orden político que parecía que tenía que gobernar todavía por mucho tiempo las relaciones internacionales, salta en pedazos de repente. Primero en forma de implosión, el sistema soviético, y luego de explosión, el terrorismo. ¿Por qué? ¿Cómo se explica este inesperado cambio de fase? ¿Y dónde, exactamente, se origina? La respuesta que más a menudo afronta estos interrogantes lo hace refiriéndose a la finalización de la guerra fría y a la consiguiente llegada de la globalización. Pero, de este modo, se corre el riesgo de intercambiar la causa con el efecto, ofreciendo como explicación lo que debería ser explicado.
También la tesis, más reciente, que hace referencia al llamado choque de civilizaciones, si bien menciona, en términos más dramatizados, una emergencia o al menos un riesgo efectivamente presente; a pesar de ello, no ayuda a una adecuada interpretación. ¿Por qué las civilizaciones, si queremos usar esta palabra compleja, después de haber convivido pacíficamente por más de medio milenio, amenazan hoy con enfrentarse con resultados catastróficos? ¿Por qué se extiende el terrorismo internacional en su forma más virulenta? Y, de manera simétrica, ¿por qué las democracias occidentales no parecen capaces de enfrentarlo, a menos que utilicen instrumentos y estrategias que a la larga minan los valores sobre los que se fundan estas democracias?
También la respuesta que generalmente se da a esta última pregunta, acerca de la crisis creciente de las instituciones democráticas, acerca de la dificultad de conjugar derechos individuales y derechos colectivos, libertad y seguridad, queda encerrada en el círculo interpretativo que debería abrir. La impresión es que continuamos moviéndonos dentro de una semántica que ya no es capaz de devolver trozos significativos de realidad contemporánea; se queda, en todo caso, en la superficie o en los márgenes de un movimiento que es mucho más profundo.
La verdad es que mientras nos movamos dentro de este lenguaje marcadamente clásico (de los derechos, de la democracia, de la libertad) no se avanza realmente. No sólo respecto de una situación completamente inédita, sino también respecto de una situación cuya radical novedad enfoca también de otra manera la interpretación de la fase anterior. Lo que no funciona en estas respuestas, más que los conceptos tomados separadamente, es el marco general en el que estos conceptos están insertos.
¿Cómo entender, a través de este marco, la opción suicida de los terroristas kamikazes? ¿O también la antinomia de las llamadas guerras humanitarias que terminan desvastando las mismas poblaciones por las cuales se llevan a cabo? ¿Y cómo conciliar la idea de guerra preventiva con la opción por la paz compartida por todos los Estados democráticos o, simplemente, con el principio secular de no injerencia en la asuntos internos de los otros Estados soberanos? Más que ayudar a solucionar semejantes problemas, me parece que el entero plexo de las categorías políticas modernas, basado sobre la bipolaridad entre derechos individuales y soberanía estatal, contribuye a hacerlos cada vez más insolubles.
No se trata sólo de una inadecuación de léxico o de una perspectiva insuficiente, sino de un verdadero efecto de ocultamiento. Es como si este léxico terminara ocultando detrás de la propia cortina semántica otra cosa, otra escena, otra lógica que lleva sobre sus hombros desde hace tiempo, pero que sólo recientemente está saliendo a la luz de manera incontenible. ¿De qué se trata? ¿Cuál es esa otra escena, esa otra lógica, ese otro objeto que la filosofía política moderna no logra expresar y, más bien, tiende a ofuscar?

2. Creo que debemos referirnos a ese conjunto de acontecimientos que, al menos, a partir de los estudios de Michel Foucault, pero en verdad ya desde alguna década antes, ha asumido el nombre de biopolítica. Sin poder ahora detenerme en la genealogía del concepto (que he reconstruido en detalle en un libro reciente) y tampoco en los muchos sentidos que a lo largo del tiempo (y hasta dentro de la obra del mismo Foucault) ha adquirido, digamos que en su formulación más general este término se refiere a la implicación cada vez más intensa y directa que se establece, a partir de cierta fase que se puede situar en la segunda modernidad, entre las dinámicas políticas y la vida humana entendida en su dimensión específicamente biológica.
Naturalmente se podría observar que desde siempre la política ha tenido que ver con la vida; que la vida, también en sentido biológico, siempre ha constituido el marco material en el que ella está necesariamente inscrita. La política agraria de los imperios antiguos o aquella higiénico-sanitaria desarrollada en Roma, ¿no deberían ser incluidas, a pleno título, en la categoría de políticas de la vida? Y la relación de dominación sobre el cuerpo de los esclavos por parte de los regímenes antiguos o, más aún, el poder de vida o muerte ejercido sobre los prisioneros de guerra, ¿no implica una relación directa e inmediata entre poder y bíos? Por otra parte, ya Platón, en particular en la República, en El político y en Las leyes, aconseja prácticas eugenésicas que llegan al infanticidio de los niños con salud débil.
Sin embargo, esto no basta para situar estos acontecimientos y estos textos en una órbita efectivamente biopolítica. Desde el momento que no siempre, más bien nunca, en la época antigua y medieval, la conservación de la vida en cuanto tal ha constituido el objetivo prioritario del actuar político, como precisamente ocurre en la Edad moderna. Como Ana Arendt ha recordado, hasta cierto momento, la preocupación por el mantenimiento y la reproducción de la vida perteneció a una esfera que no era en sí misma política y pública, sino económica y privada. Al punto que la acción específicamente política tenía sentido y relieve precisamente en contraste con ella.
Es quizás con Hobbes, es decir, en la época de las guerras de religión, que la cuestión de la vida se instala en el corazón mismo de la teoría y de la praxis política. Para su defensa es instituido el Estado Leviatán, y, a cambio de protección, los súbditos le entregan aquellos poderes de los que están naturalmente dotados. Todas las categorías políticas empleadas por Hobbes y por los autores, autoritarios o liberales, que le siguen (soberanía, representación, individuo), en realidad, sólo son una modalidad lingüística y conceptual de nombrar o traducir en términos filosófico-políticos la cuestión biopolítica de la salvaguardia de la vida humana respecto de los peligros de extinción violenta que la amenazan.
En este sentido, se podría llegar a decir que no ha sido la modernidad la que planteó el problema de la autopreservación de la vida, sino que ha sido este problema el que dio realidad o, para decirlo de algún modo, el que inventó la modernidad como complejo de categorías capaz de solucionarlo. En su conjunto, lo que llamamos modernidad, a fin de cuentas, podría no ser nada más que el lenguaje que permitió dar la respuesta más eficaz a una serie de exigencias de autotutela que emanaron del fondo mismo de la sociedad.
La exigencia de relatos salvíficos (podemos pensar, por ejemplo, en el del contrato social), habría nacido de este modo, y se habría hecho cada vez más apremiante cuando empezaron a debilitarse las defensas que constituyeron la caparazón de protección simbólica de la experiencia humana hasta ese momento, esto es, a partir de la perspectiva trascendente de matriz teológica. Disminuidas estas defensas naturales de este tipo de primitiva envoltura inmunitaria, arraigadas en el sentido común, se hizo necesario, en definitiva, un aparato ulterior, esta vez artificial, destinado a proteger la vida humana de los riesgos cada vez más insostenibles como los causados por las guerras civiles o por las invasiones extranjeras.
Precisamente, porque proyectado hacia el exterior en una forma nunca antes experimentada, el hombre moderno necesita de una serie de aparatos inmunitarios destinados a proteger completamente una vida que, por la secularización de las referencias religiosas, está completamente entregada a sí misma. Es entonces que las categorías políticas tradicionales como la de orden y también la de libertad asumen un sentido que las empuja cada vez más hacia la exigencia de seguridad. La libertad, por ejemplo, deja de ser entendida como participación en la dirección política del pólis, para reconvertirse en términos de seguridad personal a lo largo de una deriva que llega hasta nosotros: es libre el que puede moverse sin temer por su vida y por sus bienes.
Ello no significa que estamos todavía hoy dentro del campo de problemas abierto por Hobbes. Y mucho menos que sus categorías sirvan para interpretar la situación actual. Si fuera así, no nos encontraríamos en la necesidad de construir un nuevo lenguaje político. En realidad, entre la fase que podemos definir genéricamente moderna y la nuestra, transcurre una neta discontinuidad que podemos situar justo en aquellas primeras décadas del siglo pasado en las que surge la reflexión, verdadera y propiamente, biopolítica.
¿Cuál es esta diferencia? Se trata del hecho que, mientras que en la primera modernidad la relación entre política y conservación de la vida, tal como ha sido establecida por Hobbes, todavía era indirecta, estaba filtrada por un paradigma de orden que precisamente se articuló a través de los conceptos de soberanía, de representación, de derechos individuales que mencionábamos antes; en la segunda fase, que llega hasta nosotros de diferentes maneras y a su vez discontinuas, la mediación va progresivamente desapareciendo a favor de una superposición mucho más inmediata entre política y bíos.
La importancia que ya al final del siglo XVIII adquieren, en la lógica del gobierno, las políticas sanitarias, demográficas y urbanas marca este cambio. Pero es sólo el primer paso hacia una caracterización biopolítica que penetra todas las relaciones en que está organizada la sociedad. Foucault analizó las diferentes etapas de este proceso de gubernamentalización de la vida, desde el llamado poder pastoral, vinculado a la práctica católica de la confesión, hasta la Razón de Estado, hasta los saberes de policía (término con el que, por ese entonces, se aludía a todas las prácticas referidas al bienestar material). A partir de este momento, por un lado, la vida (su mantenimiento, su desarrollo, su expansión) asume una relevancia política estratégica, se convierte en la apuesta decisiva de los conflictos políticos y, por otro, la misma política tiende a configurarse siguiendo modelos biológicos y, en particular, médicos.

3. Como sabemos, también esta mixtura entre lenguaje político y lenguaje biomédico tiene una larga historia. Baste pensar en la milenaria duración de la metáfora del cuerpo político o también en términos políticos de procedencia biológica como nación o constitución. Pero el doble proceso cruzado de politización de la vida y biologización de la política, que se despliega a partir de inicios del siglo pasado, tiene un alcance diferente. No sólo porque pone a la vida cada vez más en el centro del juego político, sino porque, en algunas condiciones, llega a invertir este vector biopolítico en su opuesto tanatopolítico, llega a vincular la batalla por la vida con una práctica de muerte. Es la cuestión planteada por Foucault en sus términos más crudos, cuando se pregunta, con un interrogante que continua todavía interpelándonos hoy, por qué una política de la vida amenaza continuamente con traducirse en una práctica de muerte.
Este resultado estaba de algún modo ya implícito en lo que yo mismo he definido el paradigma inmunitario de la política moderna. Entendiendo con ello la expresión y también la tendencia cada vez más fuerte a proteger la vida de los riesgos implícitos en la relación entre los hombres, en detrimento de la extinción de los vínculos comunitarios (es lo que, por ejemplo, prescribe Hobbes). Como para defenderse preventivamente del contagio, se inyecta una porción de mal en el cuerpo que se quiere salvaguardar, así también en la inmunización social, la vida es custodiada en una forma que le niega su sentido más intensamente común.
Pero un verdadero salto de cualidad, en dirección mortífera, se tiene cuando este pliegue inmunitario del recorrido biopolítico se entrecruza, primero, con la parábola del nacionalismo y, luego, del racismo. Entonces, la cuestión de la conservación de la vida pasa del plano individual, típico de la fase moderna, al del Estado nacional y de la población en cuanto cuerpo étnicamente definido en una modalidad que los contrapone, respectivamente, a otros Estados y a otras poblaciones. En el momento en que la vida de un pueblo, racialmente caracterizada, es asumida como el valor supremo que se debe conservar intacto en su constitución originaria o incluso como lo que hay que expandir más allá de sus confines, es obvio que la otra vida, la vida de los otros pueblos y de las otras razas, tiende a ser considerada un obstáculo para este proyecto y, por lo tanto, sacrificada a él. El bíos es artificialmente recortado, por una serie de umbrales, en zonas dotadas de diferente valor que someten una de sus partes al dominio violento y destructivo de otra. Nietzsche es el filósofo que aferra con mayor radicalidad este paso; en parte asumiéndolo como su propio punto de vista, en parte criticándolo en sus resultados nihilísticos. Cuando él habla de voluntad de potencia como del fondo mismo de la vida o cuando no pone en el centro de las dinámicas interhumanas a la conciencia, sino al cuerpo mismo de los individuos, entonces, hace de la vida el único sujeto y objeto de la política. Que la vida sea para Nietzsche voluntad de potencia, no quiere decir que la vida quiera la potencia o que la potencia determina desde el exterior a la vida, sino que la vida no conoce modos de ser diferentes de un continuo potenciamiento. Lo que condena las instituciones modernas (el Estado, el parlamento, los partidos) a la ineficacia y a la inefectividad es precisamente su incapacidad de situarse en este nivel del discurso.
Pero Nietzsche no se limita a esto. El extraordinario relieve, pero también el riesgo, de su perspectiva biopolítica consiste no solamente en el haber puesto la vida biológica, el cuerpo, al centro de las dinámicas políticas, sino también en la lucidez absoluta con que prevé que la definición de vida humana (la decisión sobre qué es, cuál es, una verdadera vida humana) constituirá el más relevante objeto de luchas en los siglos por venir. En un conocidopaso de los Fragmentos póstumos, cuando se pregunta “por qué no tenemos que realizar en el hombre lo que los chinos logran hacer con el árbol, de modo que por una parte produce rosas y por otra peras", nos encontramos de frente a un paso extremadamente delicado que va de una política de la administración de la vida biológica a una política que prevé la posibilidad de su transformación artificial.
De este modo, al menos potencialmente, la vida humana se convierte en un terreno de decisiones que conciernen no solamente a sus umbrales externos (por ejemplo lo que la distingue de la vida animal o vegetal), sino también a sus umbrales internos. Esto significa que será concedido a la política o, más bien, requerido el decidir cuál es la vida biológicamente mejor y también cómo potenciarla a través del uso, la explotación o, cuando hace falta, la muerte de la vida biológicamente considerada la peor.

4. El totalitarismo del siglo XX - sobre todo el nazi - señala el ápice de esta deriva tanatopolítica. La vida del pueblo alemán se convierte en el ídolo biopolitico al cual sacrificar la existencia de cualquier otro pueblo y en particular del pueblo judío que parece contaminarla y debilitarla desde adentro. Nunca como en este caso, el dispositivo inmunitario señala una absoluta coincidencia entre protección y negación de la vida. El potenciamiento supremo de la vida de una raza, que se pretende pura, es pagado con la producción de muerte a gran escala. En primer lugar, la de los otros y, al final, en el momento de la derrota, también de la propia, como testimonia el orden de autodestrucción transmitido por Hitler asediado en el búnker de Berlín. Como en las enfermedades llamadas autoinmunes, el sistema inmunitario se hace tan fuerte que ataca el mismo cuerpo que debería salvar, determinando su descomposición.
Yo creo que no es conveniente esfumar la absoluta especificidad de lo que ha ocurrido en Alemania en los años Treinta a Cuarenta del siglo pasado. La misma categoría de totalitarismo -que incluso ha tenido el mérito de llamar la atención sobre ciertas conexiones entre los sistemas antidemocráticos del tiempo- amenaza con borrar o, al menos, conempalidecer el carácter irreducible del nazismo, no sólo respecto de todas las categorías políticas modernas, de las que señala precisamente la quiebra, sino también respecto del comunismo stalinista.
Mientras que este último todavía puede ser considerado como una exacerbación paroxística de la filosofía de la historia moderna, el nazismo está completamente fuera, no sólo de la modernidad, también de su tradición filosófica. Ello no significa que no tenga una filosofía; pero se trata de una filosofía integralmente traducida en términos de biología. El nazismo no es, como, en cambio, quiso ser el comunismo, esto es, una filosofía realizada, porque ha sido más bien una biología realizada. Si lo trascendental del comunismo, es decir, la categoría constitutiva de la que todas las otras descienden, es la historia, la del nazismo es la vida, entendida desde el punto de vista de la biología comparada entre razas humanas y razas animales.
Esto no significa que el poder político pasó directamente a las manos de los biólogos, sino que los políticos alemanes del tiempo asumieron los parámetros de la biología comparada como criterio intrínseco de su acción. En este sentido no se trató tampoco de una simple instrumentalización; no es que los nazis se limitaron a emplear para sus objetivos la investigación biológica de la época. Ellos llegaron a identificar la misma política con la biología en una forma completamente inédita de biocracia.
Esto explica el papel absolutamente extraordinario que desempeñaron en el nazismo, por un lado, los antropólogos (en estrecha relación de contigüidad con los zoólogos) y, por otro, los médicos. En el primer caso, la centralidad inmediatamente política de la antropozoología debe ser referida al relieve que los nazis dieron a la categoría de humanitas (un célebre manual de política racial tuvo precisamente este nombre) entendida como objeto de continua reelaboración a través de la definición de umbrales biológicos entre zonas de vida provistas y otras desprovistas de valor, tal como lo expresó un tristemente célebre texto sobre la vida que “no es digna de ser vivida”.
En cuanto a los médicos, su participación directa en todas las etapas del genocidio (desde la selección en los andenes de los campos hasta la incineración final de los prisioneros) es conocida y está abundantemente documentada. Como se deduce de las declaraciones en los diferentes procesos en que fueron imputados, ellos interpretaron el propio trabajo de muerte como la misión propia del médico: curar el cuerpo de Alemania infectado por un grave morbo, eliminando la parte infectada y los gérmenes invasores en forma definitiva. Su obra tuvo a sus ojos el carácter de una gran desinfección, necesaria en un mundo ya invadido por los procesos de degeneración biológica, de los que la raza hebrea constituía el elemento más letal. No por nada, Hitler, llamado “el gran médico alemán”, consideraba “el descubrimiento del virus hebreo como una de las más grandes revoluciones de este mundo. La batalla en que estamos empeñados, continuaba, es igual a aquella combatida, en el siglo pasado, por Pasteur y Koch.”
Desde este punto de vista, el nazismo también constituye un punto de ruptura y, a la vez, de viraje decisivo dentro de la biopolítica. El nazismo, en efecto, condujo a la biopolítica a la máxima antinomia que puede contener el principio según el cual la vida se protege y se desarrolla solamente ampliando progresivamente el círculo de la muerte. También la lógica de la soberanía es radicalmente cambiada. Mientras en ella, al menos en su formulación clásica, sólo el soberano mantiene el derecho de vida de muerte sobre los súbditos, ahora, este derecho es concedido a todos los ciudadanos del Reich. Si se trata de la defensa racial delpueblo alemán, cualquiera está legitimado y, más bien, está obligado a procurar la muerte de cualquier otro y, al final, si la situación lo exige, como en el momento de la derrotada final, también a procurar su propia muerte.
Aquí, defensa de la vida y producción de muerte realmente tocan un nivel de absoluta indistinción. La enfermedad que los nazis quisieron eliminar fue precisamente la muerte de la propia raza. Fue esto lo que ellos quisieron matar en el cuerpo de los judíos y de todos los que parecían amenazarla desde el interior y desde el exterior. Por otra parte, esta vida infectada era considerada como ya muerta. Por lo tanto, los nazis no percibieron su propia acción como un verdadero asesinato. Ellos sólo restablecían los derechos de la vida, restituyendo a la muerte una vida ya fallecida, dando muerte a una vida habitada y corrompida, desde siempre, por la muerte. Asumieron la muerte como objeto y, al mismo tiempo, instrumento de cura en favor de la vida. Por esto, ellos siempre mantuvieron el culto de sus propios antepasados muertos; porque, en una perspectiva biopolítica completamente invertida en tanatopolítica, sólo a la muerte pudo tocar el papel de defender la vida de sí misma, sometiendo toda la vida al régimen de la muerte. Los cincuenta millones de muertos
producidos por la Segunda Guerra mundial constituyen el resultado inevitable al que debía conducir esta lógica.

5. Esta catástrofe, sin embargo, no puso fin a la biopolítica, lo comprueba el hecho que ella, en sus diferentes configuraciones, tiene una historia mucho más amplia y más larga que el nazismo, que parece llevarla a su resultado extremo. La biopolítica no es un producto del nazismo, sino, más bien, el nazismo es el producto paroxístico y degenerado de una cierta forma de biopolítica . Es un punto sobre que conviene insistir con fuerza, porque puede conducir y, más bien, ya ha conducido a numerosas equivocaciones. Contrariamente a las ilusiones de los que han imaginado pasar por alto el paréntesis nazi para reconstruir las mediaciones ordenadoras de la fase precedente, vida y política están atadas en un nudo que ya es imposible desatar.
Esta ilusión ha sido alimentada por el período de paz abierto al final de la Segunda Guerra mundial, al menos en el mundo occidental. Pero, prescindiendo de la circunstancia que también esta paz (o no-guerra, como ha sido la guerra fría) se basó en el equilibrio del terror, determinado por la amenaza atómica y, por ello, completamente inscrita dentro de una lógica inmunitaria. Ella sólo ha pospuesto de algunas décadas lo que antes o después habría ocurrido de todos modos. Y, en efecto, el derrumbamiento del sistema soviético, interpretado como victoria definitiva de la democracia contra sus potenciales enemigos, e incluso como fin de la historia, señala, en cambio, el fin de esta ilusión.
El nudo entre política y vida, que el totalitarismo apretó en una forma destructiva para ambas, todavía está ante nosotros. Mejor aún, se puede decir que ello se ha convertido en el epicentro de toda dinámica políticamente significativa. Desde el relieve cada vez mayor asumido por el elemento étnico en las relaciones internacionales al impacto de las biotecnologías sobre el cuerpo humano, desde la centralidad de la cuestión sanitaria como índice privilegiado del funcionamiento del sistema económico-productivo a la prioridad de la exigencia de seguridad en todos los programas de gobierno, la política aparece cada vez más aplastada contra la desnuda capa biológica, si no sobre el cuerpo mismo de los ciudadanos en todas las partes del mundo. La progresiva indistinción entre norma y excepción determinada por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia, junto al flujo creciente de inmigrantes privados de toda identidad jurídica y sometidos al control directo de la policía, todo esto señala un ulterior deslizamiento de la política mundial en dirección de la biopolítica.
También es necesario reflexionar sobre esta situación mundial más allá de las actuales teorías de la globalización. Se puede decir que, contrariamente a cuánto de manera diferente han sostenido Heidegger y Hannah Arendt, la cuestión de la vida forma una unidad con la del mundo. La idea filosófica, proveniente de la fenomenología, de “mundo de la vida”, finalmente, se invierte el aquella, simétrica, de “vida del mundo”, en el sentido que el mundo entero aparece cada vez más como un cuerpo unificado por una única amenaza global que, al mismo tiempo, lo mantiene unido y lo amenaza con hacerlo pedazos. A diferencia de cuanto sucedía en un tiempo, ya no es posible que una parte del mundo (América, Europa) se salve, mientras otra se destruye. El mundo, el mundo entero, su vida, comparte un mismo destino: o encontrará el modo de sobrevivir todo junto o perecerá todo junto.
Los hechos desencadenados por el ataque del 11 septiembre del 2001 no constituyen el principio, como se dice comúnmente, sino que son, sencillamente, el detonador de un proceso que ya había comenzado con el final del sistema soviético, el último katéchon que frenó los empujones autodestructivos del mundo con la mordaza del miedo recíproco. Caído este último muro que otorgó al mundo una forma dual, ya no parece que se puedan detener las dinámicas biopolíticas, que estaban contenidas dentro de los viejos muros de contención.
La guerra en Irak señala quizás la cima de esta deriva, tanto por el modo en que ha sido presentada y como por aquel en que ha sido y es conducida actualmente. La idea de una guerra preventiva desplaza radicalmente los términos de la cuestión sea respecto de las guerras efectivas sea respecto de la llamada guerra fría. En comparación con esta última, es como si lo negativo del procedimiento inmunitario se duplicara hasta ocupar todo el espacio.
La guerra ya no es más la excepción, el recurso último, el reverso siempre posible, sino la única forma de la coexistencia global, la categoría constitutiva de la existencia contemporánea. De aquí la consecuencia, de la que no hay que sorprenderse, de una multiplicación en exceso de los mismos riesgos que se quisieron evitar. El resultado más evidente es el de la absoluta superposición de los opuestos: paz y guerra, ataque y defensa, vida y muerte se superponen cada vez más.
Si nos detenemos a examinar más en detalle la lógica homicida y suicida de las actuales prácticas terroristas, no es difícil reconocer un paso ulterior respecto de la tanatopolítica nazi. No es más solamente la muerte que hace su entrada, de manera maciza, en la vida, sino que es la vida que se constituye como instrumento de muerte. ¿Qué es, específicamente, un kamikaze, sino un fragmento de vida que se arroja sobre otras vidas para producir muerte? ¿Y no se desplaza la puntería de los atentados terroristas cada vez más sobre las mujeres y los niños, es decir, sobre los manantiales mismos de la vida?
La barbarie de la decapitación de los rehenes parece conducirnos a la época premoderna de los suplicios en la plaza, con un toque hipermoderno, constituido por la platea planetaria de Internet desde la que se puede asistir al espectáculo. Lo virtual, más que loopuesto a lo real, constituye, en este caso, la más concreta manifestación en el cuerpo mismo de las víctimas y en la sangre que parece salpicar la pantalla. Nunca como en estos días, la política se practica sobre los cuerpos y sobre los cuerpos de víctimas inermes e inocentes. Pero lo que es todavía más significativo de la actual deriva biopolítica es la circunstancia que la misma prevención respecto del terror de masa tiende a apropiarse y a reproducir sus modalidades. ¿Cómo leer de otro modo episodios trágicos como la matanza en el teatro Dubrovska de Moscú, efectuado por la policía mediante el empleo de gases letales tanto para los terroristas como para los rehenes? ¿Y no es también la tortura, en otro plano, abundantemente practicada en las cárceles iraquíes un resto ejemplar de política sobre la vida, a mitad de camino entre la incisión sobre el cuerpo de los condenados de la Colonia penal de Kafka y la bestialización del enemigo de matriz nazi? Que en la reciente guerra en Afganistán los mismos aviones hayan lanzado bombas y víveres sobre las mismas poblaciones es quizás la señal tangible de la superposición más acabada entre defensa de la vida y producción de muerte.

6. Con esto, ¿el discurso puede considerarse cerrado? ¿Es éste el único resultado posible o existe otro modo de practicar o, al menos, de pensar la biopolítica? ¿Es posible una biopolítica finalmente afirmativa, productiva, que se substraiga al retorno irreparable de la muerte? ¿Es imaginable, para decirlo con otras palabras, una política no más sobre la vida, sino de la vida? ¿Y cómo debería o podría configurarse?
Por el momento una primera y no inútil aclaración. Concediendo la legitimidad de todo planteo, personalmente tengo dudas sobre cualquier cortocircuito inmediato entre filosofía y política. Su implicación no puede solucionarse con la absoluta superposición; pues no creo que la tarea de la filosofía sea la de proponer modelos de instituciones políticas o que se pueda hacer de la biopolítica un manifiesto revolucionario o, de acuerdo con el gusto decada uno, reformista.
Mi impresión es que se tiene que recorrer un camino mucho más largo y articulado, que pasa por un esfuerzo específicamente filosófico de nueva elaboración conceptual. Si, como Deleuze cree, la filosofía es la práctica de creación de conceptos adecuados al acontecimiento que nos toca y nos transforma, ahora bien, éste es el momento de repensar la relación entre política y vida en una forma que, en vez de someter la vida a la dirección de lapolítica (lo que manifiestamente ocurrió en el curso del último siglo), introduzca en la política la potencia de la vida. Lo que cuenta no es enfrentar la biopolítica desde su exterior, sino desde su mismo interior, hasta hacer emerger algo que hasta ahora ha quedado aplastado por su opuesto.
Naturalmente la referencia a este opuesto es necesaria; al menos para fijar un punto de salida y contraste. En mi libro, he elegido el camino más difícil: partir del lugar de más extrema deriva mortífera de la biopolítica , es decir, del nazismo, de sus dispositivos tanatopolíticos, para buscar precisamente en ellos los paradigmas, las claves, los signos invertidos de una política diferente de la vida. Me doy cuenta de que esto puede parecer chocante, enfrentarse con un sentido común que ha tratado, durante mucho tiempo,consciente o inconscientemente, de remover la cuestión del nazismo, de lo que el nazismo ha entendido y, desaforadamente, practicado, como política del bíos; aunque, utilizando más correctamente el léxico aristotélico, debería decir zoé.
Los tres aparatos mortíferos del nazismo (aunque, naturalmente, no sólo de él, como resulta hoy cada vez más evidente) sobre los que he trabajado se refieren a la normalización absoluta de la vida, es decir, a la clausura del bíos dentro de la ley de su destrucción, a la doble clausura del cuerpo, es decir, a la inmunización homicida y suicida del pueblo alemán dentro de la figura de un único cuerpo racialmente purificado y por fin a la supresión anticipada del nacimiento como forma de cancelación de la vida desde el momento de su surgimiento.
A estos dispositivos he contrapuesto no algo extraño, sino precisamente su directo contrario: una concepción de la norma inmanente a los cuerpos, no impuesta desde el exterior, una ruptura de la idea cerrada y orgánica de cuerpo político en favor de la multiplicidad de la existencia variada y plural, y, por último, una política del nacimiento entendida como producción continua de la diferencia respecto de toda práctica identitaria. Sin poder retomar aquí en detalle los argumentos propuestos, ellos van en el sentido de una conjugación inédita entre lenguaje de la vida y forma política mediante la reflexión filosófica.
Todavía no podemos saber cuánto de todo eso pueda ir en el sentido constitutivo de una biopolítica afirmativa. Lo que me interesa es señalar huellas, devanar los hilos, capaces de adelantar algo que no emerge todavía con claridad en el horizonte.

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