La culpa, la fe, la enemistad con los estoicos, el rechazo del paganismo. Apuntes de lectura sobre “La Ciudad de Dios”, de San Agustín
Nietzsche —la Ilustración trágica— propone reemplazar la pareja culpa-castigo por la de causa-efecto para eximir al hombre de culpabilidad y, en el límite, aun de responsabilidad. Se propone recuperar la inocencia del devenir, según su propia expresión. Considera que algunos hombres se encuentran lo suficientemente maduros para asumir el desafío. Aquí se pone en juego todo el complejo tema de la eticidad de la costumbre, contravenida a la vez que cristalizada por el cristianismo.
La cuestión es, por un lado, si tal “superación” resulta algo tan simple, como a veces se presenta, y por otro lado, las consecuencias que puede acarrear la liberación de la culpa en quienes no están preparados para ello, es decir, la inmensa mayoría. Varias de estas consecuencias son perceptibles en el mundo actual.
La culpa. Distinguiré dos dimensiones de la culpa: una “objetiva” y una “subjetiva”. La primera es más bien textual; la segunda, inferida.
1) Dimensión “objetiva” de la culpa. En este sentido, la culpa es por el pecado, que no resulta ser una dudosa prerrogativa humana. Los primeros en pecar han sido algunos ángeles; a partir de ello, demonios. El pecado es distinto en los ángeles que en el hombre; en los primeros, consiste en la soberbia, en la arrogancia, esto es, la decisión de su libre voluntad de realizarse a espaldas de Dios, su creador. En el hombre, en cambio, el pecado consiste en la desobediencia. Al cabo, sin embargo, aquella soberbia y esta desobediencia confluyen.
Naturalmente, la libertad de la voluntad —el gran aporte filosófico y teológico de San Agustín— merece un párrafo aparte, y mucho más que eso. Volveremos sobre ello desde el punto de vista de la dimensión “subjetiva” de la culpa. Aquí basta decir que en el “Libro V, Capítulos IX y X”, se plantea el problema clásico del determinismo y la libertad, en la forma de la conciliación posible entre presciencia, predeterminación divinas y libertad humana, y se da —a mi juicio— la mejor respuesta que ofrece Agustín en “La Ciudad de Dios”: la libre voluntad humana forma parte de la cadena de las causas.
1.a) El cuerpo. Es importante observar que el pecado no es del cuerpo, sino del alma. La carne resulta buena, como todo lo que Dios ha creado. Esto nos lleva al tema del cuerpo y su rescate por parte de San Agustín. La resurrección de los cuerpos es pieza central en el cristianismo de Agustín. No hay salvación —ni tampoco perdición— sin el cuerpo. Notable diferencia, en este punto, con el platonismo, por lo menos con el tardío. Para comprender cabalmente la concepción agustiniana del cuerpo es necesario distinguir cuerpo animal no corruptible, cuerpo mortal, cuerpo glorioso. De acuerdo con lo dicho, no sería tanto el cristianismo el que niega al cuerpo, sino ciertas corrientes filosóficas del paganismo tardío, así como algunas sectas cristianas heréticas. El mal no radica en el cuerpo, radica en el pecado.
1.b) La afirmación infinita. La valoración positiva del cuerpo en San Agustín se sigue de su ontología que identifica al ser con la afirmación y con el bien. Sin embargo, el abismo de la nada mantiene la distancia entre Dios y los otros entes; caso contrario, resulta imposible evitar el panteísmo. Pero Dios no es lo absolutamente Otro, sino Cristo no hubiera podido tener lugar. En lo real —en cuanto creado por Dios—, no hay negación. La naturaleza humana se muestra corrupta no en cuanto creada por Dios —no pues en cuanto naturaleza—, sino en cuanto pecaminosa, consecuencia del mal uso del libre albedrío. No hay positividad o afirmación que se sostenga por sí misma, salvo Dios. Es más, Dios es el nombre para tal absoluta afirmación, no mancillada por negación alguna. Ser es afirmación (positividad pura), pero esa afirmación no corresponde originariamente al hombre, sino que este goza de ella como don gratuito, como gracia inmerecida.
Desde un punto de vista complementario, Dios es la palabra creadora, la palabra que crea el ser (ente); la aspiración máxima de un retórico. El mundo es producto de la palabra y del saber; el universo, un poema, no está escrito en caracteres matemáticos, como más tarde pensará la modernidad (Galileo). Obviamente, Agustín piensa como retórico que era —en una época en que la retórica ya había sido confinada, en gran medida, a la “literatura”—. Dios es poeta y no un geómetra afecto a la regla y el compás.
1.c) Las dos muertes. El castigo por el pecado, por la culpa “objetiva”, es la corrupción del cuerpo y, más determinadamente, la muerte, la primera muerte, la separación del alma y del cuerpo. Instante inaprensible en su fugacidad, tal como el presente. O se está todavía vivo o se está ya muerto. Ese instante inaprensible, el morir mismo, imposible de experimentar y de representar en esta vida, se vuelve pena eterna que sufrirán los “malos” luego de la resurrección de los cuerpos, de la cual no se exceptúan. En esto consiste la segunda muerte, la muerte definitiva, esa que Sade se empeñaba infructuosamente en lograr de sus víctimas: en el eterno estar muriendo, en la eternización de ese instante imposible.
1.d) Pecado y sexualidad. El pecado original no se identifica con el acoplamiento, como suele creerse vulgarmente. Antes de pecar, Adán y Eva mantenían regularmente relaciones sexuales, aunque dependientes de su voluntad, con el único fin de la reproducción. La desobediencia del impulso sexual respecto de la voluntad es la repetición, la puesta en escena, el eterno retorno del pecado. El pecado resulta ser una desobediencia que se interioriza en el hombre como conflicto, disensión, guerra “civil” (entre distintas partes del alma), frente a los cuales tanto la voluntad como la razón son impotentes. Dios castiga al hombre reproduciendo en él la misma desobediencia mediante la cual el hombre lo desamparó. La vergüenza que Adán y Eva experimentan ante sus órganos sexuales después de cometido el pecado refleja esa incapacidad de gobernar el impulso sexual cuya objetivación son los órganos aludidos. La vergüenza es ante lo que escapa a los dictados de la voluntad, ante lo excéntrico.
Que el sexo estuviese al servicio de la procreación o, lo que es lo mismo, bajo el imperio de la voluntad, sólo sería posible del hombre no haber pecado.
Una de las características sobresalientes de la actualidad es la desvergüenza. ¿Significa que no hay apetito de qué avergonzarse? ¿Existe, entonces, desobediencia de una parte a otra? ¿Conflicto, subjetividad? ¿O “liberaciones”, consumo y drogas mediante, hemos fabricado paraísos artificiales donde vegetamos confortablemente?
1.e) La paz, aliada del hedonismo. Para Agustín, la paz es valor supremo. De ahí que la identifique con la felicidad o bienaventuranza propias de la vida eterna de ángeles y santos. Impera en él un inocultable principio hedónico. No soporta la muerte, el dolor, la disensión del ánimo. Nada meritorio encuentra él —a diferencia de Kant— en la batalla sin cuartel contra los apetitos; apenas una prueba más de lo miserable de esta vida. Agustín aspira a un goce permanente y no perturbado. Su único objetivo es la vida eterna en estos términos. Visión beatífica y paz. Por ser la felicidad perpetuación del placer, ella implica necesariamente la vida eterna. Dicho así, resuena un eco de los postulados de la razón práctica aunque, insistimos, en Agustín el hedonismo salta a la vista, aun cuando se trate de un hedonismo ascético. El cristianismo absorbe y resume en sí estoicismo, epicureismo y escepticismo bajo el primado de la fe, testimonio de la renuncia a la omnipotencia del yo (racional). Volveremos sobre la cuestión de la fe.
Nace la idea de un gobierno universal como única garantía de la paz, es decir, de una convivencia mínima, debido a la corrupción de la naturaleza humana.
El pecado no se puede “levantar” con recursos meramente humanos porque es constitucional. Desde este punto de vista, hay que afirmar que el pecado resulta lo propiamente humano.
2) Dimensión “subjetiva” de la culpa
2.a) Subjetividad, nada y sentimiento de culpa. Agustín desdiviniza, en cierto sentido, a los seres —en ello se cifra gran parte de su relación polémica con el paganismo, como veremos—, pero no anula la multiplicidad de lo creado. En este “creado”, sin embargo, se juega todo. Entre Dios y los otros, el abismo de la nada que afecta a lo creado en cuanto tal. La creación divina no alcanza a superar la falta de fundamento de la criatura, la nada de la cual procede —al menos, en un aspecto—. Si lo lograra, no habría devenir, testimonio palmario de los efectos de la nada.
El hombre se configura como subjetividad a partir de la desesperación y, más aún, de la angustia, forma como opera la nada en él. ¿Esto es así a partir del pecado o lo precede?
La nada que “subyace” a lo creado denuncia su falta de fundamento. Ahora bien, ¿qué pasa con la culpa (o mejor, acaso, “sentimiento” de culpabilidad)? ¿Consciencia del pecado y, por ende, de la individuación, que le equivale? ¿Causa del pecado? ¿El pecado mismo? Aquí está el nudo de la cuestión, para mí todavía difícil de desatar.
Si la existencia brota a partir de la nada, el sentimiento de culpa parece ser inevitable —aun cuando se trate de una interpretación discutible—, pues la existencia aparece como exceso, como trasgresión inexplicable, como lo que jamás debiera haber tenido lugar (pues la nada es más fácil que el algo..., recordemos a Leibniz). Existir: algo contra derecho.
2.b) La culpa, límite de la soberbia. Comoquiera que sea, quizá quepa conjeturar que la culpa “quiebra” la tendencia a la soberbia, en tanto una suerte de “saber” dé la falta de fundamento. Lo paradójico de la soberbia es que en cuanto ensayo de una afirmación absoluta que sólo corresponde a Dios (por ser el único ente no contaminado por la nada, increado), nos sumerge mucho más profundamente en el abismo de la nada.
2.c) ¿Qué significa ser ángel? Antes de la caída, el poder de la nada estaba neutralizado por la identificación con el Ser Absoluto. En el caso de los ángeles, el abismo está suturado, aunque potencialmente presente. Ser ángel significa suturar volitivamente, en forma perenne, el abismo de la nada.
2.d) Voluntad y nada. En cuanto libre albedrío de la criatura, la voluntad libre guarda una manifiesta referencia a la nada, se copertenecen. Ahora bien, ¿cuál es el estatuto ontológico de la voluntad? ¿O la voluntad —cuanto menos en los seres creados— es radicalmente extraña a todo horizonte ontológico? Puede aventurarse que por ese motivo la escogió Nietzsche como “parodia” del fundamento”. La respuesta a la pregunta de hasta qué punto abandonó San Agustín el maniqueísmo depende, en gran medida, de cómo se resuelva la cuestión del estatuto ontológico de la voluntad. Además, el mal no es ontológico, sustancial; como se sabe, resulta ser mera privación; pero aparte de inextinguible en “este” mundo, ¿el pecado no le confiere densidad ontológica, no lo sustancializa?
Contra los estoicos. El tema de la soberbia nos orienta hacia la enemistad agustiniana con los estoicos, que parecen ser los principales contendientes filosóficos de Agustín en “La Ciudad de Dios”, su blanco predilecto. La gran objeción de San Agustín contra ellos —y lo que, por momentos, también lo saca de quicio— es que, sin perjuicio de sus apelaciones a un orden causal universal, Zeus, el “Logos”, pretenden sostenerse en la existencia sin recurrir al gran Otro, sin renunciar al “yo”; los estoicos no caen en la desesperación. En ellos no hay angustia ni culpa, como no existe en el paganismo en general. Ambas cosas, así como la perspectiva existencial que Agustín adopta permanentemente, que lo atraviesa, presuponen la creación “ex nihilo”.
La verdadera contrafigura y el verdadero adversario de San Agustín es el sabio estoico. El tipo antinómico del cristiano —o del apóstol, del mediador cristiano— es el sabio, en la medida en que este pretende ser autorreferente, bastarse a sí mismo, no haber menester de nada. La figura histórica correspondiente es el sabio estoico. Agustín no tolera el orgullo estoico.
Más en general, el cristianismo rechaza la erudición. Es notorio tanto en Pablo como en Agustín. ¿Mientras tanto, el saber antiguo se había transformado en erudición estéril y sutilmente cínica? Pienso en las constantes referencias de Agustín a Marcos Varrón en “La Ciudad de Dios”. Los múltiples signos de agotamiento del paganismo son indisimulables.
De todas las maneras en que esto pueda pensarse, es preciso hacer abandono de sí (incluso como cognoscente).
Al apartarse de Dios, el sí mismo recae en la nada. Esto sucede al hombre porque no se funda a sí mismo, por sí mismo carece de fundamento, su (imposible) esencia propia es la nada.
Otra diferencia importante con los estoicos: no se trata de “eliminar” las pasiones, sino de orientarlas según el bien, es decir, regirlas por una buena voluntad. Nada de apatía, entonces.
Sobran motivos para pensar que nada detestan más los filósofos que verse dominados (por las pasiones, por ejemplo), la esclavitud. También Agustín, que, sin embargo, cede la soberanía suprema a Dios. Agustín hace la experiencia de que la afirmación absoluta lo trasciende; su fondo de nada le impide identificarse con ella. Eso sólo será relativamente posible en la “otra” vida, pero siempre se mantendrá cierta distancia: justamente, la que separa la intuición intelectual de su objeto, por más amorosa que se la quiera. El hombre nunca será Dios.
Con la razón, no alcanza para cimentar la autosuficiencia y la soberanía, es una apuesta insuficiente y frustrada. La mala jugada (griega) a la razón posibilitó el reinado de la fe. Pero no se aprendió: la corriente dominante de la modernidad renovó la apuesta a la razón, ahora en su figura de racionalidad científico-tecnológica.
El entronizamiento de la fe. La fe: única manera de sustraerse (“superar”) al escepticismo mediante la entrega incondicional en una confianza ciega. (Yo no sé, pero en algún lugar hay un saber. No se renuncia en verdad a la omnipotencia —omnisciencia, en este caso—, pero se la mediatiza). Recordemos que junto al estoicismo, al epicureismo, al platonismo y al neoplatonismo, el escepticismo es uno de los referentes filosóficos de Agustín, amén de una de sus experiencias existenciales. Agustín se familiarizó con todas las corrientes filosóficas mencionadas no solo como objetos de conocimiento, sino como experiencia existencial.
La fe es un gesto desesperado, la renuncia a la razón, al menos en cuanto instancia suprema (¿una forma de reconocimiento de sus límites?).
La fe resulta ser un “mientras”, sustituye durante la “penosísima peregrinación” lo que a su turno sólo será ser, saber y bienaventuranza consumadas (¿certeza absoluta, también?).
Hasta allí, se había apostado locamente a la razón, por lo menos en filosofía, como garantía de felicidad. Hacía rato que esa apuesta exhibía su fracaso. El escepticismo es el humillante capítulo final. Tras el mismo objetivo, la felicidad, Agustín apuesta a la fe, que quizá no sea otra cosa que la desesperación de la razón. A partir de allí, se empeña en justificar todo, aún lo más absurdo, poniendo la razón al servicio de la autoridad (divina). Resulta de ello no sólo la subordinación de la razón, sino una suerte de perversión gozosa de la misma que huele a venganza hacia ella.
En algo no se equivoca Agustín: la razón puede demostrar cualquier cosa, sobre todo, quizá, con referencia al orden práctico; la razón es una puta, decía Lutero (la razón, librada a sus propios medios, es dialéctica, fácilmente erística; de ahí lo infructífero de la apuesta a ella y el necesario desemboque en el escepticismo, cuando se lo hace).
La fe supone la ausencia de Dios (o, por lo menos, no una presencia plena y, consiguientemente, la imposibilidad o severa limitación del goce).
El rechazo del paganismo. Habíamos mencionado la relación polémica de Agustín con el paganismo, que atraviesa toda “La Ciudad de Dios”. Así como en la discusión con los estoicos Agustín rebaja las pretensiones de la razón, anteponiéndole la fe, en la polémica con el paganismo apela en todo momento a la razón, como instrumento idóneo frente a la superstición y la incoherencia. Frente a la religión pagana —como también en otras ocasiones—, San Agustín adopta una postura inequívocamente iluminista, que lleva a pensar en una de las observaciones más agudas de Nietzsche sobre el cristianismo: la desacreditación de sus dogmas a manos de su propia moral, de su voluntad de verdad.
1.a) Sacralización pagana y Juicio Final. Según Agustín, en el paganismo, cada operación o momento significativo es un dios o cae ante la operación de un dios. Resulta de ello una divinización y simultánea estetización de la existencia, que Agustín no aprueba. ¿Por qué? ¿Qué hay allí de malo? ¿Poca “funcionalidad”? (Tengamos en cuenta que el cristianismo comporta fuertes rasgos de utilitarismo, debido a su iluminismo). ¿Demasiada dispersión? La multiplicación indefinida de los dioses es obra de los demonios, según parece.
Sacralizar cada gesto, cada actitud, cada circunstancia, es exaltar su peculiaridad, subrayar su importancia. Posiblemente, ello dificulte la abstracción, causa y efecto del Dios uno. Pero la abstracción —a mi criterio—, no parece ser nada de lo que debamos ufanarnos, representa ya una desacralización del mundo. En efecto, el cristianismo —con Agustín— parte del movimiento contrario a la sacralización pagana; desdiviniza la existencia. Sea como fuera, el paganismo estaba interiormente muerto.
Tampoco entiende Agustín, ni acepta, la subordinación coyuntural de los dioses paganos entre sí. Ninguno posee el poder supremo en forma permanente e incondicional. El poder máximo varía según las circunstancias, el punto de vista adoptado, etcétera.
Ahora bien, con el Juicio Final, San Agustín resacraliza cada gesto, conducta, proceder, actitud. Quita sentido y da sentido (divinos); reinterpreta y transvalora. A la luz del Juicio Final, todo acto es importante, hasta el más nimio, como en teoría nietzscheana del eterno retorno. Así, el Juicio Final otorga trascendencia a la vida finita y miserable. Discriminar las conductas, darle importancia a lo que se hace u omite parece ser pues la cuestión central. De ahí el papel destacado que Agustín confiere a las costumbres, en definitiva, a la moral.
Cabría preguntar si la decisión divina se plantea en términos de “juicio” debido al contexto histórico-cultural del surgimiento del cristianismo, esto es, la importancia del derecho en Roma o a consecuencia de la herencia judía. No hay por qué descartar una doble influencia. Comoquiera que sea, es evidente la impronta del derecho en el pensamiento de San Agustín. La gracia misma resulta una suerte de indulto.
1.b) El cuidado de las costumbres. Agustín no sólo se interesa por las creencias, sino por las prácticas: cultos, ritos, moral. En líneas generales, su filosofía y su teología persiguen, ante todo, un objetivo de orden “práctico”, conforme con la concepción posaristotélica de la filosofía.
Se pronuncia duramente contra los poetas, contra el arte, contra la estetización del culto, es decir, el dominio de valores estéticos dentro de la esfera de lo religioso. No por eso rechaza el valor belleza: basta mencionar su entusiasta admiración por la belleza natural, por la belleza de la naturaleza o su descripción de los cuerpos resucitados; ellos retornarán exentos de fealdades y defectos, en su mejor forma. Incluso, las heridas y laceraciones de los mártires —obligado testimonio indeleble de su santidad— quedarán reducidas a una mínima expresión, estéticamente aceptable.
Agustín no desprecia este mundo, y si privilegia a otro es porque no puede soportar la muerte que, irremediablemente, signa a este mundo a consecuencia del pecado. La muerte como caso extremo de las miserias innumerables que aquejan al hombre. El otro mundo significa una afirmación pura de la vida no perturbada por negación alguna, la eliminación definitiva de la angustia que nos corroe, el fin de la subjetividad como angustia y conflicto.
Agustín admite las variadas costumbres de los pueblos, pero subordinadas a la moral ascética del cristianismo y en la medida en que no entren en colisión con ella.
En cuanto a los sacrificios, el único válido es el sacrificio de sí. El sacrificio de sí hasta verter la propia sangre es el sacrificio perfecto, su forma paradigmática, encarnada por los mártires, modelos para el cristiano.
1.c) El origen de los dioses paganos. Teoría de la enajenación. Los dioses paganos se han generado sobre la base de hombres difuntos ilustres o simples representaciones plásticas, transfigurados por el demonio, que gusta ser objeto de culto, de cultos abominables. Esto implica que los dioses existen —Agustín jamás lo niega—, puesto que son demonios enmascarados. Se configura así la teoría de la enajenación: el hombre crea ficciones que lo someten a su arbitrio, merced a la subrepticia acción de los demonios. De todas formas, se registra una oscura complicidad entre los hombres pervertidos y los demonios, para complacencia de ambos.
¿El cristianismo pretende pues la desenajenación (¿=redención?), la expulsión de lo demoníaco? Pero, cabe preguntar, ¿sin enajenación hay mundo? ¿O el mundo es, congénita aunque paradójicamente, lo “inmundo”? Resulta increíble hasta qué punto es cristiana la propuesta feuerbachiano-marxista de la desenajenación como retorno a la esencia humana y redención del mundo. La alternativa no es una apología de la inautenticidad, en la que muchos se encuentran hoy empeñados. La autenticidad no es redención del pecado ni recuperación de esencia alguna. Es inquebrantable y callada fidelidad a aquello más entrañable de sí que jamás podría ser objeto de un saber. Rehusarse a la exteriorización - o aunque más no fuera, a la enajenación - conduce fatalmente a la negación del mundo, a su rechazo. ¿La teoría contemporánea de la alienación es una figura laica del pecado?
miércoles, 26 de diciembre de 2007
"Muerte y transfiguración" por Silvio Juan Maresca
Etiquetas:
ANTROPOLOGÍA,
MODERNIDAD,
RELIGIÓN
Publicado por DARÍO YANCÁN en 23:57
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