miércoles, 19 de diciembre de 2007

VIDEOPOLÍTICA I: "La (in)cultura cívica del Homo Zapping" por Gustavo Martínez Pandiani

Cómo la televisión modificó la forma de hacer campaña. Del político "piantavotos" al "piantarating". El nuevo género: el "polianment".

esde su nacimiento, la televisión se perfila como un típico medio de comunicación de masas. Su particular tecnología ofrece la promesa -o la amenaza- de llegar en forma simultánea a millones de receptores con un mensaje atractivo por su formato audiovisual. Asimismo, se hace evidente que este novedoso dispositivo de imagen y sonido asegura la difusión de contenidos uniformes, singularmente apropiados para la “demanda promedio” de grandes y variadas audiencias.

A poco más de cincuenta años de su irrupción social, la televisión -junto al trabajo y el sueño- ocupa la mayor parte de la vida cotidiana de un considerable número de personas. Para ellos, la TV constituye una fuente primordial de información al momento de buscar respuestas a las preguntas que, como ciudadanos, se plantean. Ante la necesidad de evaluar opciones políticas y tomar decisiones electorales, se observa en los votantes una clara tendencia a recurrir a los medios masivos de comunicación (en especial a la televisión) en lugar de dirigirse a los comités u otras organizaciones partidarias.

Con sus versiones por cable y por satélite, la TV es en la actualidad el más eficiente sistema de transmisión de símbolos creado por el hombre. En efecto, la televisión logra generar un poderoso “vínculo personal” con cada ciudadano y, en consecuencia, se ha convertido en la más influyente instancia del proceso de formación de la opinión pública. La significancia de dicha influencia se acentúa en los períodos preelectorales ante la necesidad de los partidos políticos de comunicar a gran escala sus ofertas proselitistas.

Uno de los primeros investigadores que ubican a la TV en el centro neurálgico de la relación entre política y comunicación es Roland Cayrol. A mediados de los años setenta, este experto francés realiza una serie de pormenorizados estudios sobre la influencia de los medios en las campañas electorales en Gran Bretaña, Francia y Bélgica. El trabajo de Cayrol arroja un resultado que en aquel momento sorprende al mundo académico: "la televisión constituye el medio de masas preferido por los votantes".

Según Cayrol, la preponderancia de la TV respecto de otros medios masivos se debe fundamentalmente a que ella representa “el único lugar y el único momento” en que un candidato se pone en contacto simultáneo con “todos los electores”, más allá de que éstos estén a favor o en contra de su postulación e independientemente de sus perfiles sociodemográficos. Ningún otro medio de comunicación permite a los políticos tan fácil acceso a semejante universo de ciudadanos.

Al convertirse en el espacio central de la confrontación electoral, la televisión cambia profundamente las reglas de juego de la Comunicación Política moderna. La TV ya no sólo refleja los acontecimientos políticos sino que además los produce. Con el objeto de difundir sus respectivos discursos políticos, los candidatos se vuelcan a la “arena audiovisual” y, en ella, protagonizan entrevistas, debates y anuncios. Podría afirmarse que los últimos días de campaña marcan una virtual yuxtaposición de los sistemas político y televisivo.

Pese a que el surgimiento de la TV ensombrece el papel de otros medios históricamente utilizados para comunicar la política, es erróneo creer que las herramientas proselitistas tradicionales están condenadas a desaparecer. De hecho, la televisión convive hoy con un conjunto de instrumentos más clásicos tales como los actos partidarios, las caravanas y las caminatas.

No obstante, es innegable que la TV condiciona fuertemente el uso las demás formas de Comunicación Política dado que éstas son diseñadas “en función de su televisación”. Esta circunstancia convierte a la televisión en una instancia genuinamente creadora del propio sistema de poder. Como canal audiovisual que pone el énfasis en los “grandes momentos”, la TV marca el ritmo de la campaña y le da el tono a la puja política. Obviamente, los episodios destacados de la lucha electoral suelen ser los “grandes momentos televisivos”.

Cierto es que la incursión del micrófono y la cámara de TV en el campo político provoca un desplazamiento paulatino de algunos géneros comunicacionales que otrora ocupaban un papel preponderante en el marco de las campañas electorales. Así, la conferencia radial, el noticiero cinematográfico y el discurso parlamentario pierden relevancia ante la aparición de nuevos géneros televisivos como por ejemplo el spot publicitario, la mesa de debate y los programas no-políticos, sean éstos últimos de actualidad, entretenimiento o -incluso- humorísticos.

Sin embargo, el advenimiento de la “telepolítica” debe ser estudiado en un contexto sociológico más amplio. En tal sentido, pueden identificarse cinco procesos de fondo que ayudan a comprender en profundidad el impacto de la TV en la Comunicación Política moderna. Ellos son:

Mediatización de la política

Audiovisualización de la política

Espectacularización de la política

Personalización de la política

Marketinización de la política


Mediatización de la política


Casi sin excepción, los actores del sistema de poder se ven hoy condicionados por una suerte de “paradigma mediático” que domina las posibilidades concretas que tienen a la hora de comunicar sus planes y sus logros, tanto en el terreno proselitista como en el de la administración gubernamental.

Dicho paradigma surge esencialmente como consecuencia de dos fuerzas simultáneas. Por un lado, la clase política pierde –merced a la autodestrucción de una porción significativa de su credibilidad- la capacidad de dirigir la agenda de discusión pública de la sociedad. Por otra parte, los medios masivos se adueñan de ese espacio vacante, ubicándose en el centro de la escena de la Comunicación Política. El visionario teórico canadiense Marshall MacLuhan sintetiza el fenómeno en una frase magistral: “el medio es el mensaje”.

De este modo, los medios colonizan la potestad de construir, emitir y descifrar la mayoría de los mensajes políticos que reciben los ciudadanos. La acostumbrada “centralidad política de la comunicación” se transforma –a partir de los años 1980s- en una verdadera “centralidad comunicacional de la política. El experto italiano Giorgio Grossi sostiene que la adopción de la actual perspectiva mediológica de la política hace que candidatos y gobernantes dejen de lado viejas concepciones centradas en los partidos y avancen hacia un acelerado proceso de despartidización de la puja electoral. En efecto, la cantidad de personas que dilucidan sus interrogantes políticos en los medios ha crecido en la misma proporción en que ha disminuido el número de aquéllas que lo hacen en los locales partidarios.

En la actualidad, en lugar de ser la prensa quien corre detrás de la acción de candidatos y funcionarios, son los actores políticos quienes parecen correr detrás de la acción de los medios. Más aún, son los medios de comunicación los que imponen las reglas de juego del debate político pues son ellos quienes seleccionan las cuestiones, priorizan los temas, marcan los tiempos, y formulan las predicciones del devenir político.

Así, en aras de lograr su legitimación social, la acción política depende de su presentación pública y de la difusión de sus resultados, tareas para las cuales requiere de modo inevitable de los medios masivos. Por ello, toda cobertura periodística del acontecer político tiene que adaptarse a dos exigencias básicas de la lógica mediática:

los acontecimientos deben poseer “valor noticia”;

los acontecimientos deben contar con una atractiva “puesta en escena”.

Este replanteo operativo de la dinámica partidos-prensa provoca un virtual predominio de la lógica mediática por sobre la lógica política. Mientras los acontecimientos políticos son complejos y responden a una multiplicidad de factores, su representación mediática es simplista y se apoya en la selección y dramatización de unas pocas aristas. Como sostiene el especialista alemán Thomas Meyer, la validez de la “lógica procesal” de los partidos es anulada en gran medida por el imperio de la “lógica de la presentación” de la prensa. Hoy son los medios quienes, con su predilección por la emotividad simbólica, regulan el acceso a los escenarios de la Comunicación Política masiva.

Gracias a su omnipresencia virtual e impresionante potencia tecnológica, los medios de comunicación se sitúan en el corazón de las sociedades contemporáneas y producen una sustancial mutación en los roles que ocupan dirigentes, militantes, periodistas y funcionarios. Frente a la apertura de novedosos espacios de difusión masiva, las pintadas callejeras, las movilizaciones multitudinarias y otras demostraciones de lealtad partidaria se debilitan. Mientras los prejuicios de los candidatos hacia los foros mediáticos se disipan, crece la asignación de recursos de campaña destinados a acciones de prensa y publicidad.


Audiovisualización de la política


Hace ya ochenta años, en su clásica obra Public Opinion, el prestigioso investigador estadounidense Walter Lippman advierte que la imagen es la forma más segura de transmitir una idea. La Comunicación Política de nuestros días demuestra con contundencia el acierto de Lippman. Mientras algunos nostálgicos se resisten a abandonar el tradicional discurso de barricada, el grueso de la clase política mira con resignación como el novedoso “mensaje vía imagen” se ubica entre los más utilizados recursos del decir político.

El tratamiento fundamentalmente audiovisual de las campañas y la transformación de los partidos y sus líderes en engranajes de un juego proselitista centrado en las pantallas de televisión hacen que las elecciones se asemejen más a una compulsa de imágenes que a una contienda de propuestas. De allí que el régimen político actual sea caracterizado como una suerte de “democracia audiovisual” en la que la Comunicación Política es pensada y organizada en función de la TV.

Esta preponderancia de los formatos audiovisuales por sobre los textuales convierte a la televisión en el espacio público más consultado por los ciudadanos a la hora de definir su conducta en las urnas. Hoy la TV es la principal usina de información política del proceso de formación de la opinión pública y, al mismo tiempo, el lugar predilecto para el montaje del debate político. Gobernantes, dirigentes y candidatos recurren a ella a efectos de interpretar sus papeles y difundir sus planes y promesas.

El famoso debate televisivo de 1960 entre los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, John F. Kennedy y Richard Nixon, marca un hito histórico que consolida la audiovisualización de la política. A partir de entonces, en muchos países los debates por TV pasan a ser una instancia crucial de la confrontación electoral. Aspectos tales como la apariencia estética (el tan mentado look), las capacidades oratorias y actorales, la agilidad para argumentar y refutar, y la utilización de lenguaje de alto impacto se aseguran una consideración prioritaria en la tarea de discutir la política.

Esta inusitada influencia del paradigma audiovisual en la acción proselitista y de gobierno permite al catedrático Giovanni Sartori acuñar -con claro tono peyorativo- el término “videopolítica”. Según el experto italiano, ella se caracteriza por el establecimiento de una particular relación cerca-lejos entre el ciudadano-telespectador y el político-telemisor en la que el principal vehículo de comunicación es la imagen, lo que se ve. En verdad, la propia naturaleza del liderazgo político es afectada por el formato audiovisual de la TV toda vez que, en las pantallas de las teledemocracias contemporáneas, las condiciones del líder se entremezclan con fenómenos distorsivos como la fama, el reconocimiento y la popularidad.

Sin embargo, debe aclararse que la imagen de un dirigente no se reduce a su apariencia física o superficial. En efecto, la imagen es el conjunto de percepciones que los receptores construyen sobre dicha persona a partir de diversos aspectos de su ser, de su actuar y de su parecer. Así, signos visibles del político tales como sus rasgos, su vestimenta, sus gestos y su mirada se complementan con sus convicciones, su historia de vida, su ideología y sus pertenencias familiar, profesional y partidaria.

Por ello, la verdadera lucha electoral no se da en las pantallas de televisión sino en las mentes y en las emociones de los votantes. Esta definición supone pues un proceso de construcción de la imagen en el que –además del medio- intervienen en forma simultánea el emisor y el receptor. El político intenta posicionarse con base en las características que según su criterio lo convierten en la mejor opción. El electorado evalúa dichas características de acuerdo con su propia escala de valores y asigna al emisor aptitudes y actitudes que pueden o no coincidir con la realidad.

En definitiva, la imagen pública se produce precisamente en el plano de intersección de estas dos dimensiones: el posicionamiento del candidato y las asignaciones que los votantes le formulan. Además, la edificación audiovisual de la imagen de una figura política realizada por su equipo de creativos profesionales (el making del candidato) no puede sostenerse en el largo plazo si existe una contradicción flagrante entre el rol y su ocupante.

En sentido estricto, la imagen emitida por televisión no es verdadera ni falsa; es virtual pues está en una dimensión diferente, la de las percepciones. Como es sabido, en el ámbito de la Comunicación Política estas percepciones se orientan mediante la utilización de un número variado de signos y símbolos entre los que se destacan los colores, sonidos, diseños, objetos, testimonios y efectos visuales.


En síntesis, la abrumadora preponderancia de los formatos audiovisuales en las democracias contemporáneas modifica las reglas de representación política vigentes hasta hace algunos años. En términos operativos, los responsables de la comunicación electoral y de gobierno han dejado de observar las normas del paradigma político de los partidos para comenzar a regirse por pautas originadas en el paradigma mediático de la TV. De este modo, el sistema comunicativo de la imagen impone nuevos criterios que obligan a la clase dirigente a adaptarse a una lógica distinta: la lógica de show televisivo.


Espectacularización de la política


La televisión como medio masivo tiende a enfocar la política desde una perspectiva centrada en el consumo y el espectáculo. En el lente de la TV, la vida de la polis se reduce a la escenificación dramatizada de un seleccionado conjunto de imágenes y símbolos de poder que resultan elocuentes y representativos. En rigor, la ilustración audiovisual de la lucha política está guiada por el objetivo mismo de dicho medio de comunicación: el entretenimiento. Este “enfoque espectacular”, que busca hacer de la noticia política una pieza atractiva para el telespectador, adquiere así una influencia determinante al momento de definir el carácter, las manifestaciones y hasta la propia naturaleza de la actividad proselitista y de gobierno.

El filtro de espectacularidad que la cobertura televisiva aplica al mundo electoral y de la gestión pública genera en el sistema político una suerte de representación teatralizada de sus principales roles. El dirigente se convierte en un “actor” de la arena mediática que cumple un papel determinado no tanto por las necesidades de su agrupación partidaria como por las exigencias del medio en cuestión. Como ejemplo de ello, la política-espectáculo rechaza las argumentaciones de fondo o técnicas y privilegia la puesta en escena en toda su dimensión formal; la sustancia del mensaje pierde el primer plano a manos de la performance de los mensajeros. El fundamentado “qué decir” de la política deja su lugar al impactante “cómo decir” de la televisión

Sin embargo, la TV ofrece a gobernantes y candidatos una proyección de su imagen tan masiva que resulta inigualable como recurso propagandístico y publicitario. Para ello cuenta con la capacidad de crear, como efectiva ficción, la existencia de una relación directa -casi personal- entre los líderes y la gente, entre los postulantes y los votantes. En verdad, el mayor beneficio que la televisión brinda a los actores políticos es su llegada simultánea a todos los estamentos sociales y demográficos. De allí que la pequeña pantalla sea utilizada indistintamente para hacer conocido un dirigente, reforzar apoyos, criticar adversarios, convencer independientes o seducir indecisos y escépticos.

Si bien la mayoría de las investigaciones realizadas en los últimos cuarenta años concluye que -merced a las resistencias selectivas de los receptores- la televisión no es tan eficaz como arma electoral, es innegable que ésta tiene hoy una influencia sustancial en el proceso de estructuración del discurso político. Se trata en esencia de un potente efecto de “neutralización discursiva” que la TV produce al uniformar los contenidos políticos y ajustarlos a los parámetros estéticos de la industria del esparcimiento. Incluso, la eficacia del discurso televisivo llega en ocasiones a transformar al discurso político en una especie de teatro tautológico de alcance multitudinario.

En efecto, además del principal transmisor de información utilizado para llegar a los ciudadanos, la TV es en sí misma una virtual productora de hechos políticos. Estos hechos son, en realidad, “pseudo-acontecimientos” de generación mediática y repercusión política. Este proceso de espectacularización del poder adquiere en la televisión actual dos versiones operativas. La primera de ellas, de carácter periodístico, consiste en la incursión de funcionarios y candidatos en programas de TV, sean éstos de análisis específico o de interés general. Aquí, el ejemplo más extremo es la participación guionada de algunos políticos en ciclos de humor o ficción. La segunda versión, de corte publicitario, está dada por su aparición en cuidados spots, anuncios pagos o infomercials que se proyectan durante las tandas del horario central. En ambos casos, la búsqueda del impacto comunicacional se logra por vía de detalles de realización audiovisual y se apoya en la imagen que se emite.

Dado que la construcción televisiva de la imagen política obedece pautas originadas en el negocio del entretenimiento y el advertisement, la clave del éxito radica en las cualidades personales -reales o supuestas- de la figura pública en cuestión. En tal caso, lo que cuenta no es tanto su afiliación partidaria o su identidad ideológica sino más bien su aspecto físico, su personalidad, su simpatía y su habilidad para la seducción retórica y gestual.

Por aplicación de su lógica del espectáculo, la TV evalúa los acontecimientos políticos de acuerdo con parámetros de rating más que con criterios de calidad institucional. En consecuencia, la televisión privilegia la presencia en sus pantallas de individuos que -sea por polémica o por divertimento- logran atraer a los telespectadores, aún a sabiendas de que no representan el pensamiento mayoritario de la sociedad. Ello explica su inocultable preferencia por los portadores de modos histriónicos y mensajes conmovedores; incluso cuando éstos sólo expresan meras enunciaciones que habitualmente no adquieren relevancia en el terreno de la política concreta.

De este modo, la era de la TV incorpora al imaginario colectivo una nueva figura de la desgracia política; a los ya clásicos políticos “piantavotos”, agrega ahora los políticos “piantarating”. Estos son dirigentes que no han querido o no han podido sortear las barreras de ingreso a la videopolítica; candidatos y gobernantes que no logran adaptarse a las reglas del juego mediático que les impone la televisión. Se trata de representantes que no traducen su eficacia política en términos de eficacia comunicacional; sea porque hablan “demasiado largo”, porque son dueños de un estilo aburrido o anticuado, o simplemente porque carecen del carisma audiovisual que exige la TV.

Así el dilema que enfrentan los políticos contemporáneos radica en que, por un lado, si éstos no aceptan las imposiciones del estilo televisivo desaprovechan una plataforma discursiva extremadamente productiva y, por otro, si “transan” con las pautas del show mediático pueden ser percibidos como personajes frívolos o superficiales. Para colmo, mientras una acertada participación en la TV suele afianzar su reconocimiento popular, una exposición televisiva inapropiada o exagerada produce un fulminante deterioro de su imagen pública. En suma, la TV es para los políticos un medio en el que las apuestas comunicacionales son altamente riesgosas; un ámbito desafiante rodeado de potenciales grandes ganancias y probables grandes pérdidas.

Paralelamente, los límites que por décadas dividen la “televisión política” de la “televisión no-política” se desvanecen en los últimos años. La incorporación de renovados “formatos de entretenimiento” a los clásicos programas de periodismo político resulta en una verdadera invasión de esquemas espectaculares, historias de vida y enfrentamientos estereotipados al momento de analizar el mundo electoral y gubernamental. El efecto que en dicha arena tiene la TV se pone de manifiesto en la vigencia de numerosos “talk shows de la política” que presagian el surgimiento de un nuevo género comunicacional: el "politainment”.

Esta híbrida mezcla de política y entretenimiento se logra mediante el montaje mediático de eventos políticos, diseñándolos especialmente para su cobertura televisiva. A fin de garantizar el impacto comunicativo buscado, se refuerza la puesta en escena con una dosis adicional de espectacularidad audiovisual. Los medios producen estos cuidados montajes para diversos tipos de evento que van desde un multitudinario cierre de campaña hasta la obstrucción de una cacería de ballenas en alta mar. En estos casos, las instituciones involucradas (partidaria o ecologista según corresponda) persiguen un objetivo común: traducir su acción política en material comunicable y atrayente para la televisión. En definitiva, el politainment como género se propone asegurar la difusión masiva de ciertos hechos políticos, eludiendo el desinterés de una teleaudiencia que, muchas veces, recibe la información más como espectadora que como ciudadana.

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