viernes, 30 de octubre de 2009

"DIALÉCTICA DE CLASES Y DIALÉCTICA DE ESTADOS" por Gustavo Bueno.

(respuesta a la crítica al libro España frente a Europa
publicada en la revista Anábasis por Juan Bautista Fuentes Ortega)

Supondré que lo que llamamos «crítica» (cuando, ateniéndonos a la crítica argumentada dejamos de lado a las acepciones del término que puedan considerarse como variedades de la crítica gratuita, reducibles al mero negativismo, o a la simple descalificación) tiene mucho que ver con las operaciones vinculadas a la clasificación y, en particular, al «diagnóstico». Y esto, tanto en los casos de la llamada «crítica destructiva», como en los casos de la crítica constructiva. Criticar sería, ante todo, clasificar, diagnosticar; y criticar a la crítica sería, ante todo, destruir esa clasificación crítica y eventualmente reclasificar, es decir, corregir el diagnóstico.

La crítica de J.B.F.O. a E.f.E. es, desde luego, una crítica argumentada, que interpretamos, ante todo, como una propuesta de clasificación o de diagnóstico del «sistema de coordenadas» del materialismo histórico a las que pretendería verse acogido E.f.E.

Ahora bien: toda clasificación (sea ascendente, sea descendente, sea atributiva sea distributiva) procede obligadamente a partir de determinados criterios de clasificación (criterios que incluyen el modo mismo de entender la distancia entre las partes clasificadas) que también obviamente pueden ser sometidas a crítica. Nuestro propósito en esta crítica de una crítica, va dirigida a la destrucción de los criterios de clasificación que J.B.F.O. parece haber utilizado en el proceso de su propia tarea crítica. En todo caso, huyendo de la prolijidad, atenderemos sólo a lo que consideraríamos puntos clave del asunto, dejando eventualmente para otras ocasiones discusiones más detalladas.

2. Si no me equivoco J.B.F.O. presupone y utiliza, más bien por vía de ejercicio que de representación, una clasificación disyuntiva de los sistemas del materialismo histórico (o, si se prefiere, de los sistemas de la filosofía de la historia universal) en dos grupos dicotómicos, en función de unos criterios de determinación de las unidades que se supone intervienen, como «protagonistas», en la dinámica histórica.

(1) El género que engloba aquellos sistemas de materialismo histórico (o de filosofía de [84] la historia universal) que toma a las clases sociales (definidas por la posición que ocupan respecto a la propiedad de los medios de producción) como unidades de los conflictos que alimentan la dinámica de la historia universal. En este género se incluirían aquellas concepciones de la historia que mantienen invariablemente, y de modo primario «el punto de vista de clase» (para utilizar una fórmula consagrada y especialmente grata a las corrientes trotskistas, y luego maoístas, del marxismo).

(2) El género que engloba a aquellos sistemas del materialismo histórico (o de filosofía de la historia universal) que toman a las unidades políticas (Estados o Imperios) definidas por las posiciones que cada Estado ocupa en el contexto del control político-basal-conjuntivo-cortical de las restantes sociedades-estado como unidades del conflicto que alimenta la dinámica de la historia. En este género se incluirían aquellas concepciones de la historia que no mantienen de modo primario, el punto de vistas de clases.

La disyunción sustancializada de los miembros de esta clasificación de los sistemas del materialismo histórico (o de filosofía de la historia) subsisten también en los casos de aquellos sistemas que admitan que las unidades reconocidas en el género (2) intervienen en la dinámica histórica aunque secundariamente o subordinadas a las unidades utilizadas en el género (1), o bien recíprocamente en aquellos sistemas en que las unidades de (1) intervienen en la dinámica histórica, aunque subordinadas a las unidades (2). Un sistema de materialismo histórico (o de filosofía de la historia) que partiendo de la tesis del carácter primario del conflicto entre las clases sociales como motor de la dinámica histórica, reconozca sin embargo una intervención subordinada en esta dinámica de las unidades políticas, seguirá siendo un sistema del genero (1); un sistema del materialismo histórico (o de filosofía de la historia) que concibiendo los conflictos de las unidades políticas (Estados, Imperios) como motores primarios de la dinámica histórica universal, reconozca sin embargo una intervención subordinada de las clases sociales en esta dinámica, seguiría siendo un sistema del género (2).

3. Paralelamente a esta clasificación disyuntiva de los sistemas del materialismo histórico (o de filosofía de la historia) J.B.F.O. utiliza una clasificación doxográfica también disyuntiva, a saber:

(A) Los sistemas, o acaso mejor, el sistema (como único o principal elemento de la clase) al que denomina «materialismo histórico marxista», con el cual él se identifica y desde el cual argumenta.

(B) Los sistemas (que ya no parecen gozar de unicidad) que él denomina idealistas o metafísicos (no marxistas en todo caso), como lo sería principalmente el objeto de su crítica, al que él llama «materialismo histórico buenista».

No cita, en cambio, entre estos sistemas del género (B), como pudiera esperarse, al idealismo histórico de Hegel. Sí cita en cambio a algunos epígonos de Hegel que, influidos por Ortega, habrían jugado un papel importante en las ideologías de las primeras décadas de nuestro siglo y principalmente, entre estos, a Ramiro Ledesma Ramos. Mas aun: al final de su artículo, J.B.F.O. pretende reforzar su diagnóstico o clasificación sistemática con una especie de diagnóstico psico-biográfico de mi propia trayectoria, diagnóstico orientado a explicar, al parecer, la génesis de esa aproximación supuesta de las tesis de E.f.E., tal como él las interpreta, sobre el alcance del imperialismo hispano en la formación de la identidad de España, con las tesis sobre el imperio español propias de Ramiro Ledesma Ramos; pero este diagnóstico psico-biográfico pone en ridículo como crítico, si no me equivoco, a su autor que, se supone, ha leído en E.f.E. que la idea de Imperio, en su sentido filosófico «es un imposible político, a la manera como la idea del perpetuum mobile es un imposible termodinámico» (p. 207). No cabe duda que Ledesma advirtió, junto con otros muchos teóricos, la relevancia que tenía el Imperio en la Historia de España, y ello constituye un gran mérito suyo, que sólo desde posiciones sectarias podrían minimizarse. Pero este reconocimiento no autoriza a confundir las posiciones filosóficas y políticas de E.f.E. con las posiciones de La conquista del Estado. El diagnóstico psico-biográfico que J.B.F.O. aventura sobre mi persona, me recuerda ante todo, a otro diagnóstico que en la Salamanca de los años 50, tuvo a bien hacerme, acaso con mala fe, un profesor de ciencias, cuando me «acusó» de pertenecer al Opus Dei, basándose en que él había visto con sus propios ojos, sobre mi mesa de trabajo, un libro titulado Opus Maius (Rogerio Bacon, siete siglos anterior al beato Escrivá); o al «diagnóstico» que en la Granada de los 90 tuvo la amabilidad de formularme una señora que al reconocerme como protagonista de un reciente programa de televisión, en el que yo había hablado abundantemente sobre Dios y sobre el Papa, se acercó a mí y con la mayor buena fe me dijo: «Felicidades, profesor Bueno, pero yo quisiera saber si usted es dominico o jesuita.» También un crítico de mi libro El animal divino, Ricardo de la Cierva, aventuró (no sé si con buena o mala fe) un diagnóstico psicogenético de mi persona en cuanto autor del libro: según él, yo habría tenido, en mis supuestos años de seminarista, una profunda fe que después habría perdido. De donde deduzco que tanto la mala fe como la buena fe o como la fe epicena, pueden hacer errar en los diagnósticos psicobiográficos a los crítico-psicólogos más ilustres, entre ellos a J.B.F.O.

Queda dicho, en todo caso, que J.B.F.O. pone en correspondencia los sistemas (A) con los del Género (1), y los sistemas (B) con los del Género (2). Incluso procede como si el «materialismo histórico marxista» pudiera quedar definido en sus líneas generales como el único elemento o especie única del Género (1) y como si el «materialismo histórico buenista» quedase definido como uno más entre los sistemas del Género (2).

«La cuestión es, pues, que por su modo de escoger los quicios en torno a los cuales situar la dialéctica de la historia (universal), Bueno debe considerar a las sociedades globalmente tomadas, esto es, concebir su unidad de totalidad, y sus posibles proyectos de expansión, bien haciendo abstracción de la «lucha de clases» en sus contextos productivos, o bien, a lo sumo, constatando dicha lucha de clases en torno a la producción, pero en todo caso subordinándola a dicha perspectiva global. El marxismo parte, por el contrario, de la fractura estructural interna de toda sociedad política, de la «lucha de clases en su contexto productivo» como dinamismo interno en función del cual entender la morfología de dicha sociedad, y la de su posible dinamismo expansivo. Ello no quiere decir, naturalmente, que el marxismo no perciba cada sociedad, cada morfología total concreta, como una «unidad de totalidad», como una totalidad unificada o estructurada [preguntamos, por nuestra parte, a J.B.F.O.: ¿no estaba fracturada esa estructura?] quiere decir que percibe dicha unidad estructural como internamente contradictoria (dialéctica) según aquella «doble dialéctica» concreta precisamente dotada de dinamismo histórico.»

4. Las líneas generales según las cuales J.B.F.O., desde sus coordenadas que él llama marxistas, pero que a nuestro juicio son más bien marxistas-trotskistas, reconstruye el curso de las argumentaciones de E.f.E., pueden considerarse como la mera contrafigura hipostasiada de las líneas [85] generales de su propia construcción marxista-economicista que presenta la historia de la humanidad como el proceso lineal progresivo movido por la lucha de clases, mediante el cual tiene lugar la transformación de unos modos de producción en otros (esclavismo, feudalismo, capitalismo) siguiendo una ley de la historia que permitiría esperar un estado final en el que habría cesado aquella misma lucha de clases y, con ella, se habrá extinguido el Estado. Una situación final definida como un socialismo que ha eliminado definitivamente la propiedad privada de los medios de producción, pero que no por ello tendría que ser representado como el socialismo cosmopolita de la igualdad; acaso cabría representarlo como un socialismo en el que pueda brillar la fraternidad, y la libertad, la abolición de todo poder del hombre sobre el hombre, y que incluso podrían abrir el paso a los «auténticos aristócratas».

Viene a conceder J.B.F.O., como punto de partida de la Historia de España, que la invasión islámica hizo añicos la sociedad hispanogoda, y que la reacción de esta sociedad puede tomarse como criterio para comenzar la Historia de una entidad política similar a la que hoy llamamos «España». Ahora bien, desde la perspectiva, de hecho economicista, adoptada por J.B.F.O., esta reacción debería ser explicada y analizada al margen de todo tipo de «ortogramas de recubrimiento» del Islam (gérmenes del ortograma del Imperio) y al margen de todo programa de «reconquista». La ideología de la Reconquista podría sin duda ser registrada, pero como una superestructura de su verdadera morfología, reducida a un conjunto de procesos de recuperación («mera lucha de ocupación») de los territorios previamente ocupados por el Islam. Mas aún: resultaría además que los recuperadores (o reconquistadores) de los territorios previamente ocupados por los musulmanes (que son tratados además como si fuesen superiores desde el punto de vista de su capacidad productiva) comienzan a ser vistos por J.B.F.O. como una simple maquinaria de expoliación, depredación o saqueo de los islamitas.

Los reconquistadores, orientados por las pautas del saqueo y la expoliación, se habrían logrado organizar como una jerarquía militar (señores/vasallos) paupérrima en sí misma pero capaz (¿de dónde sacaban la fuerza?) de nutrirse parasitariamente de la civilización árabe, mucho más avanzada. Y no otra cosa sería el germen de la ideología del Imperio.

Lo que consigue J.B.F.O. al percibir de ortogramas reconquistadores o imperialistas como si fuesen superestructuras, es una reducción economicista/psicologista tan pobre y deslabazada como el panorama que él nos ofrece mediante esta reducción. Como en toda reducción, su apariencia explicativa se funda en presuponer, sin advertirlo, un dialelo que consiste en partir ya de los resultados (en nuestro caso, la organización política y social de los reinos leonés, castellano, &c.) y tratar de reconstruirlos a partir de los mecanismos psicológico-económicos (recuperación, codicia, &c.) -ni siquiera a partir de los conflictos de las clases sociales, entre campesinos y señores, por ejemplo. Operación análoga al del biólogo molecular reduccionista, que parte por ejemplo de un organismo vertebrado ya constituido en la evolución, y pretende reconstruirlo desde los elementos químicos, llamando superestructura a todo lo que no sea reconstruible a partir de ellos. Los desplazamientos cotidianos que, en su entorno inmediato, debe hacer un animal trashumante para procurarse alimento, abrigo o defensa, podrán tener lugar en múltiples direcciones, más o menos aleatorias; todos esos desplazamientos se explicarán por la misma razón, la satisfacción de las necesidades suscitadas por la percepción inmediata. Pero cuando los desplazamientos se alinean y se concatenan, día tras día en una dirección constante, ya no será únicamente la razón de la percepción inmediata la que explique esa concatenación; habrá que acudir a otros objetivos, y sobre todo habrá que acudir a otros procesos de anamnesis distintos de los que gobiernan la percepción inmediata, para explicar la trayectoria global. Por lo demás el sentido de esta trayectoria global empírica sólo podrá inferirse de la consideración de los resultados de esa misma trayectoria, en la que se concatenan los desplazamientos diarios (J.B.F.O. no advierte, en el caso de la Historia de España, que el único método para establecer las líneas generales de estas trayectorias globales sólo podrá consistir en la consideración de los resultados para, desde ellos, poder reinterpretar, en el regressus, sus principios; y sin que esto sea una interpretación retrospectiva ad hoc, sino la clave misma del método dialéctico-positivo concreto). Y todo ello sin necesidad de exigir que la trayectoria global empírica haya de ajustarse puntualmente a la trayectoria global inferida a título de «ortograma esquematizado». Un individuo se propone caminar en línea recta con los ojos cerrados a través de una amplia llanura: su propósito equivale a un ortograma de marcha. Pero la trayectoria empírica que de hecho describirá (según experimentos) no será la rectilínea sino una curva, ya sea dextrógira o sinistrógira. Y sin embargo la trayectoria empírica sólo se explicará en función del ortograma de referencia; como desviación sistemática o aleatoriamente acumulada respecto de él.

El ortograma que nos ocupa, la Reconquista o la Cruzada, no tiene por qué ser considerado sin más como una superestructura, como una ideología inerte, como un reflejo de una base activa que sigue otras vías; ni tampoco es una fantasmagoría creada por unos pueblos empobrecidos. Es, ante todo, un itinerario activo, un mapa proléptico, y ni siquiera un proyecto derivado de una «facultad creadora o poética», puesto que resulta casi mecánicamente de una anamnesis en el momento de confluir con los nuevos acontecimientos. Al margen de estos itinerarios prolépticos las [86] acciones políticas más complejas no hubieran sido viables (¿por qué orientar todos los esfuerzos hacia la recuperación de tierras perdidas y no someterse al Islam o dirigirse contra los otros territorios peninsulares?). El ortograma del recubrimiento es un itinerario práctico, similar al que ofrece la representación del mundo esférico como un mapa transitable; un itinerario en gran medida «heredado» mediante una anamnesis histórica, al margen de la cual las acciones de los grupos, bandas, tribus o sociedades hubieran sido caóticas y no hubieran dado lugar a una Historia coherente.

Es obvio, por otro lado, que el «ortograma de recubrimiento» no podía ejercer sus efectos como una «idea flotante» (metamérica) sobreañadida a unos intereses o acciones de índole puramente militar. Era la misma coordinación (diamérica) de estos intereses, por ejemplo, para decirlo de un modo gráfico, la coordinación necesaria para hacer posible que los rebaños de ovejas (la verdadera riqueza capitalista de la época) pudieran volver a pastar en las tierras perdidas (los itinerarios militares de la Reconquista, como ha sido observado, coinciden con las cañadas, cordeles o veredas de la trashumancia). El «capital móvil» de los castellanos, de los que habló Corominas, era algo más que un botín: eran los rebaños. Y las órdenes de caballería (la del Temple, la de Alcántara) eran algo más que instituciones militares depredadoras, aunque no fuera más que porque controlaban decenas de miles de ovejas (en 1243 pleitearon por la posesión de 42.000 cabezas).

Es totalmente fantástica la representación que J.B.F.O. se forja sobre la extremada pobreza de las sociedades cristianas en los primeros siglos de la Reconquista (y en los últimos). ¿De dónde podrían haber éstas sacado su energía? Desde luego no de la civilización árabe, por lo menos hasta los tiempos de Abderramán II, en los cuales los achemíes fueron los que mantuvieron el nivel de la cultura hispanogoda heredado (agricultura, organización social, religión, &c.). Una organización militar sostenida y poderosa, como sin duda lo fue la que organizó los reinos de Asturias, Castilla, Aragón, &c. necesitaba no sólo recursos económicos sino un plan estratégico, es decir, un ortograma, y este plan estratégico sólo podría establecerse como coordinación de los intereses prácticos, y no sólo logísticos; objetivos de interés para la sociedad de referencia (por ejemplo, los intereses de los ganaderos a fin de recuperar las cañadas y pastos extremeños perdidos por la invasión sarracena). Y un plan de asentamientos incesantes de los soldados y de los señores. Además, la reocupación militar implicaba el desarrollo de las armas, por ejemplo, la sustitución de la caballería ligera por la caballería pesada y enlorigada, lo que era tanto como decir el uso del hierro y el incremento de las forjas, que se extenderá de inmediato a los útiles de labranza (sin olvidar el circuito recíproco). Y todo ello implicaba a la vez un crecimiento demográfico, a lo largo de los siglos XI al XIII, en los que la esperanza de vida iguala al promedio europeo (establecido por los cálculos de J.C. Russell). Las parias que los reyes castellanos, leoneses, &c. percibían de los reinos de taifas (por ejemplo, los 10.000 dinares anuales que Alfonso VI percibía de Ab-allah de Granada, junto con las parias de Zaragoza, Sevilla o Badajoz) equivalían a los aportes de capital financiero, imprescindible para llevar a cabo los planes y programas económico-políticos, a la vez que determinaban, cuando la presión resultaba excesiva, la llamada de los almorávides o de los almohades. Es una simplificación escolar dar por buena la explicación del origen de los grandes latifundios andaluces a partir de los repartimientos territoriales a la nobleza. La constitución de los grandes latifundios sevillanos tuvo otra génesis.

La crisis del siglo XIV (los «años malos») no puede tomarse como prueba de esa supuesta pobreza endémica de las sociedades castellano-leonesas; tuvo causas precisas (sequías, guerras internas, minoridad de Fernando IV y Alfonso XI, bandas de mercenarios ingleses y franceses en la época de los Trastamara). Pero la recuperación interna se produce a finales del XIV y en el siglo XVI (¿cómo podía si no haber aumentado la población, como podrían haberse constituido los pactos entre Castilla y Aragón?) La misma caída de las rentas señoriales determinó por otro lado el auge del ganado ovino. Las Cortes de Madrigal de 1438 piden que se frenen la importación de tejidos porque son suficientes los que se producen en el reino. Desde el principio del siglo XV se organiza el terrazgo por hojas de cultivo; nuevas roturaciones de terreno tienen lugar en Salamanca, Burgos, Toledo, Galicia o Murcia. La contraposición entre unos castellanos miserables y harapientos, que se organizan militarmente para vivir de la depredación de las riquezas producidas por la culta y laboriosa población musulmana sobrevenida es una invención de historiadores autonomistas-periféricos, sobre todo de la franja mediterránea, que J.B.F.O. se ha tragado sin la menor crítica.

La «aventura de las Indias» sólo pudo salir de una sociedad en auge, no de una sociedad constituida por hidalgos harapientos, que se morían sólo por el hambre y el deseo de rapiña. Por de pronto, éstos iban, es decir, no permanecían resignados en sus lugares como lo hacían sus homólogos de otras tierras (los hindúes, por ejemplo, en espera del Nirvana); y no permanecían en sus lugares, no porque estuviesen movidos por «ideales puros» que ellos hubieran concebido, sino porque en ellos, sobre su hambre si se quiere, actuaban los ortogramas recibidos de una herencia romana católica y apostólica. Y cuando llegaban a América no se limitaban a expoliar y a seguir adelante en nuevas expoliaciones; se asentaban, roturaban las tierras, construían ciudades, haciendas y cortijos, como lo habían hecho sus progenitores en la península al reconquistar las tierras a los moros.

El manual marxista-economicista enseña que según la «ley de la Historia», después del feudalismo viene el capitalismo. Pero ¿por qué habría de ser una contradicción que España no desarrollase en América una «colonización burguesa»? Se trata sólo de una contradicción con la ley fundamental prescrita por el manual. Luego si España no se desarrolló según las pautas del capitalismo -dirá el manual- es porque siguió con las pautas feudales. Pero no es nada evidente que la organización de las Indias en la época del absolutismo de la corona fuese feudal: fue algo nuevo, (no decimos ni mejor ni pero desde el punto de vista ético) y tuvo tanto de esclavismo como de feudalismo, aunque el nuevo esclavismo se desarrolló sobre todo desde el capitalismo. J.B.F.O. se refiere al capitalismo como si fuese la fase que explica el auge de Inglaterra, Francia, Holanda. La situación «atrasada» de España quedaba explicada mediante su «medievalización». Pero esto ¿no es tanto como confundir las categorías historiográficas con las categorías históricas? El «modo de producción capitalista» en abstracto no explica la morfología histórica. [87] El capitalismo no se enfrenta en el tablero de la Realpolitik con el imperialismo español, como un modo de producción moderno a otro medieval, sino como un imperio a otro imperio. Y, por tanto, las Leyes de Indias de 1500 y 1542 no fueron tampoco un freno del feudalismo al capitalismo. Decir esto es un modo de volver de nuevo a las categorías historiográficas sustantivadas, y tratar de ajustarse a ellas. El imperialismo generador no es, por otra parte, una disyuntiva del imperialismo depredador (así lo cree J.B.F.O., sin duda por la conformación dualista de su modo de pensar). «¿Cómo puede ser un imperio católico depredador?», se pregunta. Y lo pregunta porque no advierte que todo imperio implica la depredación y la violencia, aunque no toda depredación y violencia implica un imperio generador. Es cuestión de la escala a la que trabajemos. Los conquistadores, los grupos, los individuos, las partes se mueven por un «egoísmo depredador»; y sólo dejan de serlo cuando están incorporados a un ortograma global no depredador. Pero este proyecto no es algo separado de aquél. En general, podríamos decir que las partes se mueven, valga la redundancia, por intereses particulares, «egoístas» y aun depredadores; pero la concatenación de esos movimientos (concatenación necesaria si se quiere que los enfrentamientos entre esas partes no conduzcan a una situación caótica, browniana) puede orientarse o bien de forma que su resultante, si lo tiene, vaya dirigida a la depredación de terceros, o bien vaya orientada a la generación de otros individuos, familias, bandas o ciudades. «Vaya orientada» y no precisamente por alguna mano oculta que, por la «astucia de la razón», logre elevar los intereses egoístas particulares hacia la armonía del todo del que aquéllos forman parte, sino por los planes y programas correspondientes orientados por las prolepsis procedentes de anamnesis precisas, por ejemplo, las leyes de Indias de 1500 y 1542, cuya estirpe católica no las hace medievales, como cree el escolástico de las categorías historiográficas cuya rigidez le obliga a pensar que unas leyes de estirpe cristiana tradicional no encajan en los esquemas que definen la modernidad capitalista. Este escolástico trotskista tendrá que movilizar la idea de un «medievalismo retrofeudal» a fin de interpretar las nuevas formaciones sociales como un freno de un modo de explotación ya burgués, como si las nuevas formaciones sociales hubiera que interpretarlas como sucesos que «van contra la Historia» o lo que es lo mismo, como si fueran sucesos que conducen a un «retraso histórico». Y esto es tanto como dar por supuesto que está establecida una ley universal que marca el ritmo lineal de la Historia, dirigida ahora por el capitalismo).

Pero ni siquiera la guerra de las comunidades de Castilla tendría por qué ser interpretada como equivalente al aplastamiento de una burguesía emergente por un emperador retro-feudal que se desangraba en los proyectos del Sacro Romano Imperio. Los comuneros de Castilla, entre otras cosas, representaban también los intereses de muchos sectores sociales en el Nuevo Mundo, y el desinterés correlativo por las «cuestiones europeas» (por el «imperio oficial», el Sacro Romano Imperio). Desde este punto de vista podría incluso decirse que fueron los comuneros quienes terminaron triunfando al determinar la abdicación del título de emperador por parte de Carlos V y de Felipe II, y al conseguir el incremento de las relaciones de todo tipo con el Nuevo Mundo.

5. La reconstrucción crítica que J.B.F.O. hace de E.f.E. está llevada a cabo desde la distinción dualista y sustancializada entre un materialismo que toma la lucha de clases como motor del proceso histórico (o prehistórico en palabras del propio Marx) y que hemos intentado identificar con la variante trotskista del materialismo, y un supuesto materialismo histórico que tomaría la lucha de los Estados (y en particular de los Estados imperialistas) como motor del proceso histórico y que, a lo sumo, introduce en el proceso, de modo subordinado, la lucha de clases.

Ahora bien, este dualismo disyuntivo y sustancializado entre esos supuestos sistemas del materialismo histórico, que, en principio, podría tener el alcance de una mera sistematización doxográfica de diversos modelos de Filosofía de la Historia, funciona, en manos de J.B.F.O., como un instrumento crítico, clasificador y discriminador de las supuestas y auténticas alternativas disponibles en el presente para acometer la interpretación de la Historia de la Humanidad en general y de la Historia de España en particular. Pero la transformación de lo que podría ser una mera clasificación doxográfica en una clasificación filosófica, sólo se explica a partir de la concepción filosófica de las relaciones entre la teoría del Estado y la teoría de las clases sociales, que al parecer constituyen, en la opinión de J.B.F.O., la verdadera clave de una Filosofía materialista de la Historia. Pero este dualismo es precisamente el que nosotros consideramos como disyuntiva artificiosa que sirve para diferenciar, sin duda, a una concepción trotskista de la Historia y a una concepción hegeliana de la misma, pero que no sirve para diferenciar nítidamente el materialismo histórico del idealismo; porque todo depende de las interpretaciones que se hagan del marxismo, incluidas las que tienen que ver con su «vuelta del revés» en algunos de sus puntos.

Mi crítica fundamental a J.B.F.O. se dirige sobre todo a la doctrina, que él parece suscribir, de la separación sustancializada entre la dialéctica de las clases, interna a las estructuras políticas, y la dialéctica de esas propias estructuras políticas. Como si la dialéctica entre estas estructuras políticas no estuviese ya por sí misma fundada precisamente en unas relaciones definidas de producción, que implican la exclusión de los medios de cada Estado [88] respecto de los medios apropiados por las otras unidades políticas que se les enfrentan.

La disyuntiva a la que nos referimos y en la que parece moverse J.B.F.O. es artificiosa porque supone, en efecto, una teoría del Estado y de sus relaciones con la división de la sociedad política en clases, que no puede ser aceptada siguiendo sin más la formulación que de ella hizo Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. En nuestro Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas (escrito precisamente a raíz del derrumbamiento de la Unión Soviética) intentamos reexponer las líneas de rectificación que considerábamos imprescindibles en la teoría del Estado, generalmente tenida por ortodoxa, en la tradición del que podemos llamar «marxismo vulgar» (y en el que incluimos, desde luego, al trotskismo). Estas líneas de rectificación parten del supuesto de que en el fundamento de la dialéctica entre el Estado y las clases sociales, es preciso reconocer la presencia de una dialéctica mucho más general que necesita ser formulada regresando a ciertas categorías lógico-materiales (a saber, la dialéctica entre las totalidades atributivas y las distributivas) que controlan, en gran medida, la dialéctica especial del Estado y las clases sociales. La inadvertencia de esta dialéctica daría cuenta de parte de las confusiones características de las fórmulas utilizadas al respecto. La dialéctica holótica, en el sentido dicho, suprime todo sentido a la fórmula «origen y estructura del Estado a raíz del conflicto de las clases sociales», si es que «el Estado» no puede entenderse en sus relaciones dialécticas con las clases sociales al margen de su dialéctica con otros Estados (o sociedades políticas en función de las cuales se constituyen como Estado y que son además las que le suministran en principio los recursos energéticos o incluso, generalmente, la mano de obra esclava). Pero la doctrina de referencia procede como si tuviese pleno sentido tratar a cada Estado (tomado como un elemento de una totalidad o clase distributiva de la «clase distributiva de los Estados») como el espacio sustancializado en el cual puede tener lugar el enfrentamiento de las clases antagónicas. Antagonismo que se concebirá como un antagonismo entre clases sustancializadas en el espacio global de la Humanidad, y que se manifestaría distributivamente a partir de la alienación o fractura de la «comunidad primitiva» en cada una de las sociedades políticas o Estados realmente existentes.

Ahora bien, desde las coordenadas del materialismo filosófico, la disyuntiva entre unas clases antagónicas que fracturan a un «Género humano» presentado como distribuido en Estados (en Estados imperialistas, principalmente) precisamente a consecuencia de esa fractura o alienación, y unos Estados previamente establecidos en cuyo ámbito habría que diferenciar a las clases sociales, subordinadas a los Estados, es una disyuntiva mal planteada. No hay una disyuntiva entre la lucha de clases (y subordinada a ella la de los Estados) y la lucha de Estados (y subordinada a ella la de clases): lo que hay es una codeterminación de ambos momentos, en una dialéctica única.

No cabe duda que la tradición engelsiana orientó la teoría del Estado en el sentido de subordinarla a la teoría de la división de la sociedad en dos clases antagónicas, y todo ello dentro del esquema del progreso histórico lineal determinado por el desarrollo de las fuerzas de producción, actuando frente a la Naturaleza. Pero ¿autoriza este modo de orientar la teoría del Estado a presuponer, por vía sustancialista, que la división de la sociedad en clases hay que ponerla como una división previa al Estado, capaz de atravesarlo, como si el Estado fuese la expresión de la misma dominación de los propietarios o desposeídos que, sin embargo, en tanto que partes de una «clase universal» sustancializada (la que en la sociedad industrial capitalista se identificará con los «proletarios de todos los países») conservaría la energía suficiente y aun la legitimidad moral para volverse contra los expoliadores? No, porque cada Estado, y más aún, los Estados imperialistas, no se constituyen únicamente en función de la «expropiación» de los medios de producción en el ámbito de su recinto territorial. Cada Estado (ya en la fase de las «ciudades-estado enclasadas») se constituye en función de la apropiación del recinto territorial en el que actúan y mediante la exclusión de ese territorio y de lo que contiene de los demás hombres que pudieran pretenderlo. El enfrentamiento entre los Estados, según esto, habría de ser ya considerado (aunque el materialismo histórico tradicional no lo haya hecho así) como un momento de la misma dialéctica determinada por la apropiación de los medios de producción (originariamente el territorio, sus recursos mineros, sus aguas, su energía fósil...) por un grupo o sociedad de hombres, excluyendo a otras sociedades o grupos congéneres. De este modo resultará que son ya los mismos expropiados de cada Estado aquellos que, por formar parte de él, están expropiando a su vez unos bienes a los cuales, en principio, tienen también «derecho» los extranjeros. (¿Cuál es el fundamento, en efecto, del llamado «derecho del primer ocupante»? ¿Por qué a los indios había que concederle mayor derecho a sus tierras que a los españoles que «entraban» en ellas, o recíprocamente, si se hubiera dado el caso?)

Y en la medida en que cada Estado sólo se constituye como tal y desarrolla sus fuerzas de producción en el proceso mismo de codeterminación (incluyendo los intercambios comerciales) con los otros Estados competidores, y en la medida en que la apropiación de los medios de producción, definidos dentro de los límites de cada Estado, sólo puede considerarse consumada tras la constitución [89] del mismo Estado (cuya eutaxia sería meramente nominal si no contase con el consenso, espontáneo, obligado o aceptado de los mismos expropiados, que prefieren o necesitan mantenerse en el Estado a mantenerse en el Estado o a emigrar a otros Estados) habrá que concluir que la división de la sociedad en clases no es anterior al Estado sino, al menos lógicamente, posterior a él. Y sin que esta visión globalmente territorial, geopolítica, de la «estructura y la función de la sociedad política y del Estado» obligue a abstraer o bien a subordinar los enfrentamientos internos entre las clases sociales al mantenimiento y en su caso expansión de esa morfología político territorial. Lo que sí se deduce es que la «contradicción fundamental» en la Historia del Reino de Castilla y de León (y este es otro de los puntos de giro de la vuelta del revés que postulamos para el marxismo tradicional) no es la contradicción entre las clases de señores y pecheros (las revueltas sociales, incluyendo aquí también, por ejemplo, a las revueltas de los irmandiños, no buscaban tanto «subvertir el orden feudal», cuando frenar los abusos señoriales, de la misma manera que la revuelta de Espartaco no buscó tanto subvertir el orden esclavista cuanto huir de su opresión), sino entre las clases de moros y cristianos, en tanto éstas son tan clases sociales, respecto de los modos de producción, como las anteriores, y en tanto los conflictos entre moros y cristianos sí que iban orientados, ordinariamente, a la destrucción misma del Estado enemigo y del orden en torno al cual éste estaba constituido (vid. págs. 266 y 267 de E.f.E.).

Y de aquí se sigue, de inmediato, que no cabe hablar de una «clase universal» (interestatal, internacional) de desposeídos, en un sentido atributivo, ni tampoco de una clase interestatal de propietarios, sin perjuicio de las eventuales alianzas, y sin olvidar que estas alianzas tienen lugar contra terceros países (con sus «expropiados» incluidos). Lo que significa que la dinámica de las clases sociales en la Historia, como clases definidas en función de su relación a la propiedad de los medios de producción, actúa de hecho y únicamente a través de la dinámica de los Estados, sobre todo si éstos son imperialistas, en tanto los Estados sean considerados también como «clases sociales», en el sentido dicho. Y sólo desde la plataforma de un Estado, de una sociedad política constituida, es posible una «acción de clase» que no sea utópica.

Este es el punto principal de la diferencia práctica entre el marxismo-leninismo de la tercera Internacional y el anarquismo de la primera Internacional, el espartaquismo o incluso la socialdemocracia gradualista de la segunda Internacional (a la que, desde la Unión Soviética, y no desde el trotskismo, se la consideró como un «socialfascismo») y aun desde la cuarta Internacional. La razón filosófica sería la siguiente: que las clases interestatales y en especial la «clase universal» por antonomasia, no constituyen por sí mismas totalidades atributivas, sino totalidades distributivas: la «clase universal» no sería sino «la clase de todas las clases de expropiados de cada Estado», que es sólo una clase lógica, o una categoría historiográfica, pero no una clase social atributiva, capaz de comportarse como sujeto activo. Por ello el Manifiesto Comunista tuvo que decir: «Proletarios de todos los países, uníos»; y lo pudo decir porque los proletarios de todos los países no estaban unidos como partes de un todo atributivo. La ilusión que los «internacionalistas proletarios» alimentaban (sobre la experiencia engañosa de los Congresos internacionales y la confianza en la «ley histórica universal») en el sentido que les hacía creer disponer de una plataforma política desde la que poder desarrollar una Realpolitik capaz de controlar un sistema de producción frente a otros y desde la cual pudiera llevarse a cabo la acción revolucionaria, fracasó estrepitosamente, no sólo en la Primera Guerra Mundial (el «abajo las armas» de Liebknecht y Rosa Luxemburgo no evitó que los obreros patriotas franceses lucharan a muerte contra sus compañeros de clase, los obreros patriotas alemanes) sino sobre todo en la Segunda Guerra Mundial. Y aquí Trotsky, y su cuarta Internacional, habrían de salir de nuevo a escena: el Trotsky fijado en el mito de un proletariado internacional, al que la ley de la Historia aseguraba su inmediata victoria que habría de resarcirle de la «traición estalinista»; el Trotsky que llegó a convencerse de que el fascismo [vinculado esencialmente a un Estado] no existe como factor independiente, sino que es un instrumento del imperialismo, sin diferencia esencial con las democracias burguesas, de las cuales el fascismo sería sólo una extrema manifestación. Trotsky sostuvo (contra Stalin y su doctrina de la Unión Soviética como la «Patria del comunismo») que ante la guerra mundial que se avecinaba, no cabía pensar en que hubiera alguna patria que defender. La ley de la Historia garantizaba, dado el desarrollo de las fuerzas de producción, que la revolución proletaria mundial llegaría inmediatamente después de esta guerra universal, en la que tanto Stalin como Hitler serían derrotados. Pero lo cierto es que si bien Hitler, y no sólo Stalin, sino la Unión Soviética, terminaron siendo derrotados a raíz de la Segunda Guerra Mundial, no por ello se produjo la revolución proletaria universal, sino por el contrario (y en gran medida tras el derrumbamiento de la «Patria del socialismo») la reconstrucción y el fortalecimiento del sistema capitalista democrático o socialdemocrático, reconstrucción y fortalecimiento que tuvo y sigue teniendo como su valedor principal, al único imperio universal hoy realmente existente: a saber, el Imperio de los Estados Unidos.

En conclusión, si J.B.F.O. reprocha a E.f.E. el haber puesto entre paréntesis, en la explicación de la Historia de España en el contexto de la Historia Universal, el «punto de vista de clase» en beneficio del punto de vista del Estado (o del Imperio), es porque cree que cabe mantener un punto de vista de clase, al modo trotskista, en el momento [90] de organizar los materiales de una Historia Universal. Y esta creencia sólo puede fundarse en el supuesto de que la dinámica histórico universal de la lucha de clases tiene lugar por sí misma (aunque pudiera envolver, de modo subordinado, la dinámica de la lucha de los Estados). Es esta supuesta disyuntiva la que conduce a J.B.F.O. a una interpretación totalmente deformada de la línea organizativa de E.f.E., con la cual él polemiza; llegando hasta a atribuirme una hipostatización de los Imperios enteramente inventada por él (incluso llega a atribuirme, en mi visión de España, una «voluntad de Imperio», como si J.B.F.O. hubiera pasado por alto, víctima de un proceso de amnesia, las tesis de E.f.E. que dicen literalmente otra cosa: que los imperios universales son imposibles políticos, y sin embargo imprescindibles en la teoría de la Historia, a la manera como los imposibles termodinámicos son necesarios en la teoría de la Termodinámica). Los golpes finales que J.B.F.O. da contra E.f.E. pretenden rematar su crítica respecto a la concepción imperialista de la Historia Universal, y están dados en rigor sobre un vacío, y no parecen otra cosa sino meros aspavientos retóricos desarrollados en un escenario psicobiográfico montado ad hoc.

La disyuntiva sustancialista entre conflictos de clases sociales o conflictos de Estados en la que estaría aprisionado J.B.F.O. tiene una estructura lógica similar a la falsa disyuntiva en la que se encontró aprisionado Otto Weininger (su obra Geschleck und Character fue publicada en 1903, pero siguió editándose por decenas de ediciones durante los años veinte) aplicada, no ya al campo de las clases sociales, respecto de los Estados imperialistas, sino al campo de los géneros sexuales (respecto de los organismos individuales). Pues los sexos masculino y femenino (los géneros sexuales) en sus relaciones con los organismos sexuados individuales son utilizados por Weininger de un modo similar a como los expropiados y los expropiadores (las clases sociales) respecto de los «organismos políticos» son tratadas por J.B.F.O. Pero así como los géneros (sexuales) no son entidades sustantivables capaces de explicar la dinámica orgánica, puesto que en todo caso estos géneros sólo cobran realidad (causalidad) a través de los organismos individuales (que participan además de ambos géneros en proporciones diferentes, como el propio Weininger admitía) -y es a través de los organismos individuales, varones, mujeres, andróginos, como la dialéctica de los géneros y aún la «guerra de los sexos» puede tener lugar- así tampoco las clases sociales, en el sentido marxista tradicional, son entidades sustantivables por encima o a tracés de los Estados y capaces de explicar la dinámica histórica, puesto que, en todo caso, estas clases sólo cobran realidad (causalidad) a través de los Estados (principalmente en su forma imperialista). Y es a través de ellos como la misma dinámica de las clases internas a cada Estado puede tener lugar. ¿Acaso el capitalismo -que J.B.F.O. trata como si fuese una entidad dotada de entidad propia, en dialéctica con el imperialismo español- actuó al margen del imperialismo inglés, francés o alemán, que son las entidades que se enfrentaron al Imperio español? La «intersección» entre la dialéctica de las clases y la dialéctica de los Estados imperialistas es el supuesto constante de E.f.E.; o, lo que es lo mismo, E.f.E. presupone el Primer ensayo de las categorías de las ciencias políticas (Logroño 1990).

6. ¿Qué alternativas, no sólo teóricas, históricas, sino prácticas (políticas) puede ofrecernos J.B.F.O. en la contrafigura o vaciado puntual de las tesis de E.f.E. que él ha ido tejiendo en su crítica, siguiendo, probablemente contra su voluntad, aquella ley según la cual «decir todo lo contrario que va diciendo un autor es una forma de plagiarle»?

Históricamente, sólo una especie de traducción a terminología marxista-trotskista de la «leyenda negra» (en esto se diferencia su exposición de la obra de Sánchez Ferlosio); una traducción en la que los españoles aparecen vistos como una organización militar sostenida por gentes miserables e incultas, movidas por una voluntad depredadora, que se nutrió de la expoliación de las riquezas de sus nobles enemigos, los musulmanes y después, de los indios, hasta llegar a ser definitivamente aplastada por el capitalismo triunfante, según la ley de la Historia, en ciencia, tecnología, cultura y organización social. Del alegato de J.B.F.O. se desprende en realidad, si no me equivoco, algo así como una glorificación involuntaria del capitalismo, en la medida en que él habría avanzado decididamente por la senda del progreso; se desprende también una especie de equiparación de la Historia de España a la Historia de los mongoles, de Genghis Khan o de Tamerlan, tal y como es vista por los occidentales.

Y prácticamente (en lo que se refieren a planes y proyectos políticos) ¿qué se desprende del alegato de J.B.F.O.? La desolación más absoluta. ¿Qué programas políticos pueden fundarse al margen de toda plataforma política concreta (ya sea la de un imperio realmente existente, hoy desaparecido, como lo fue, a mediados del siglo XX, la Unión Soviética, ya sean los témpanos flotantes y activos de un imperio desaparecido, como lo fue el imperio español)? El sugerir la elección de una plataforma inter-nacional (no nacional ni nacionalista), como pueda serlo la Comunidad hispánica, para apoyar en ella planes y programas políticos, no significa voluntad alguna de restablecer un imperio fenecido. Por de pronto significa sólo voluntad de resistirse a ser engullido por otros Imperios que actualmente sí que están actuando como tales imperios. Para resistir a estos imperios, J.B.F.O. nos propone una plataforma fantasma, a saber, la idea de un proletariado mundial, como contrafigura actual del capitalismo universal; una plataforma que no existe en ninguna parte, y que sólo sirve para llenar la boca de algunos revolucionarios utópicos.

Sevilla, 12 de octubre de 2000

miércoles, 28 de octubre de 2009

"CONSUMIR MÁS ES EL CAMINO A LA INCLUSIÓN" por Zigmunt Bauman


"Impera la mentalidad de desechar: ya nadie se conforma con lo que tiene y con lo que es".
El consumismo puede promover la uniformidad, pero también es un poderoso diferenciador. La incapacidad de consumir es una receta segura para la exclusión. Quienes no pueden consumir son vistos como personas que no merecen cuidado y asistencia. Entonces, consumir más es el único camino hacia la inclusión social." La afirmación es del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, un reconocido ensayista que conoce bien el drama de la exclusión. Bauman nació en 1925 en una humilde familia judía que tuvo que emigrar a la Unión Soviética luego de la ocupación nazi. Tras su paso por el ejército polaco en el frente ruso, fue profesor en la Universidad de Varsovia, hasta que en 1968, por otra persecución antisemita, emigró a Israel. Cuatro años después se radicó en Inglaterra, donde aún vive. Bauman, que fue profesor en la universidad inglesa de Leeds, se convirtió en protagonista del debate contemporáneo con la publicación de sus libros Modernidad líquida, Vida de consumo, Etica posmoderna y Amor líquido, leídos por un público amplio. A los 83 años, Bauman publica más de un libro por año. En su última obra, Archipiélago de excepciones , plantea el drama de los refugiados, de los que dice que son vistos como "residuos humanos personificados", sin ninguna posibilidad real de ser sumados a la vida social. En una extensa conversación telefónica con LA NACION desde Inglaterra, Bauman habla, sobre todo, de lo frágiles que se han vuelto los lazos entre los seres humanos. -¿Qué ocurre en la actualidad con los no consumidores, los muchos que no tienen recursos para consumir? -La sociedad contemporánea integra a sus miembros, fundamentalmente, como consumidores. Para ser reconocidos, hay que responder a las tentaciones del mercado. Todas éstas son cosas que los pobres -gente que no tiene ingresos decentes, tarjetas de crédito ni perspectivas de un futuro mejor- no están en condiciones de hacer. Entonces, son vistos como inútiles, porque los miembros "decentes" y "normales" de la sociedad, los consumidores, no quieren nada de ellos. Nadie los necesita. Estas sociedades del consumo estarían mucho mejor si los pobres simplemente quemaran sus carpas, se dejaran quemar con ellas o se fueran. Lamentablemente, estos deseos ocultos no hacen más que empeorar las cosas. El resentimiento resultante es más agudo y el deseo de venganza, todavía más violento. -Entonces, ¿la tendencia al consumo nos deshumaniza? -Cada vez más tendemos a pensarnos, a apreciarnos o degradarnos sobre la base del patrón de los productos del mercado. Ir de compras y consumir significa, hoy en día, invertir individualmente en la propia membresía social. El consumo es inversión en la autoestima individual. -¿Tratamos a los seres humanos como objetos de consumo? -Los habitantes del mundo de consumidores perciben el mundo como un enorme contenedor de piezas de repuesto. Ya no se espera que nadie se conforme con lo que tiene y con lo que es. Si alguna pieza de los instrumentos utilizados a diario, de la red de contactos humanos o del propio cuerpo pierde su encanto, se la extirpa y se la reemplaza por otras piezas de repuesto, nuevas o mejoradas. Los consumidores son entrenados desde el nacimiento. La mentalidad de desechar se ha convertido en el objetivo principal de la educación a la que las empresas someten a sus futuros clientes desde muy temprana edad. -¿Cómo se encaran hoy las relaciones de pareja? -Si el objeto de amor buscado no alcanza un puntaje, el futuro "comprador" debe abstenerse de adquirirlo, tal como lo haría en el caso de todos los demás bienes en oferta. Si llega a descubrirse una falla luego de la "adquisición", el objeto de amor fallado, al igual que todos los otros bienes del mercado, debe ser descartado y reemplazado. Esto se ve, por ejemplo, en quienes buscan una pareja ideal por Internet. Seleccionan a una persona en una página de citas, como si fuera un corte en el mostrador de la carnicería. Pero el amor no es algo que pueda ser simplemente encontrado . Debe ser constantemente resucitado, reafirmado, atendido y cuidado. La creciente fragilidad de los lazos humanos tiene como resultado la escasa popularidad de los compromisos de largo plazo y el vaciamiento de todo deber excepto de aquellas obligaciones para con uno mismo. El amor tiende a ser visto o como perfecto desde el principio o como fallido. No se puede esperar que un amor así sobreviva siquiera a la primera pelea. Mucho menos, a los primeros desacuerdos y enfrentamientos serios... -Lo que hemos ganado es la libertad de elegir, de cambiar. Pero ¿se puede ser libre si no hay seguridad? -La libertad viene en conjunto con los riesgos, y los riesgos implican inseguridad. Desde la perspectiva de los afortunados, todas las previsiones hechas en pos de la seguridad son vistas como restricciones innecesarias e inoportunas. Sin embargo, incluso esas personas pueden descubrir que están en un error, como les pasó a los multimillonarios de Lehman Brothers, AIG y otros titanes de Wall Street y de la City de Londres. -Es más fácil moverse con las masas que actuar por cuenta propia, pero ¿qué espacio le queda a lo individual? -La gente lucha individualmente por obtener reconocimiento social y se guía por las listas de discos y libros más vendidos, las cifras de taquilla de los cines, los ratings de audiencia de la TV. Necesitamos orientación, y esa orientación sólo puede ser brindada si se observa lo que está en el centro de la atención pública, lo que está en boga y lo que deja de estarlo, lo que sube y lo que baja. Somos muchos observando a unos pocos... -¿Cree que la xenofobia y la violencia funcionan como mecanismos de integración en la sociedad? - Las fronteras de los estados han dejado de ser el marco natural para la construcción de la identidad, y vivir en estrecha vecindad con gente de diferentes etnias se está convirtiendo en un problema. Se necesitan una continua renegociación de los modelos de convivenciay constantes reajustes de los acuerdos existentes. Lo que está en juego es la humillación y la dignidad humana: el poder de humillar a los otros, haciéndolos aceptar un estatus inferior, es decir, el estatus de ser definidos por otros, en lugar de definirse a sí mismos. -En este sentido, ¿se podrían entender las políticas de control migratorio de la Unión Europea como una manera de mantener la identidad de ese continente? -La inmigraciónha sido, por regla general, enriquecedora para los países de llegada. En el largo plazo, Europa no puede retener sus poderes económicos sin aumentar su fuerza de trabajo mediante la inmigración. Nuestros dirigentes probablemente sepan que esto es así, pero el pensamiento de largo plazo no es algo que posean ellos. Hay una visión miope y profundamente desorientadora. -En este mundo multicultural, ¿es posible la convivencia pacífica? -La convivencia pacífica no es una cuestión de posibilidad o imposibilidad, sino de vida o muerte. La única alternativa para vivir juntos es morir juntos. Llevará su tiempo que asimilemos esa verdad en nuestras mentes y más tiempo aún para que prevalezca sobre la búsqueda de ganancias en el corto plazo. Pero si se trata del bien de la supervivencia de la humanidad, ninguna tarea es demasiado complicada. Algunas veces debe intentarse incluso lo imposible.

"CONTEXTOS DE IMPERIO" por Patricio Peñalver Gomez




En este sentido, no nos parece excesivo afirmar que la Idea de Imperio, referida al sistema de sus diversos modos o acepciones, es una Idea prácticamente «intacta». (Gustavo Bueno, España frente a Europa, 1999, p. 174)


Si la comunidad de los filósofos había sido, por así decirlo, «comunista» y su idea directriz no se sustentaba en una voluntad que abarcase al colectivo social, ahora la comunidad correspondiente, la de los sacerdotes, es «imperialista», y está dominada por una voluntad unitaria. (Edmund Husserl, Renovación del hombre y de la cultura, 2002, p. 98)


Y como no ha habido ni hay un carácter más dulce en el gobierno y más fuerte en su mantenimiento y más despierto en su conquista que el del pueblo latino –como lo demuestra la experiencia– y, sobre todo, aquel pueblo santo que había recibido sangre troyana, es decir, Roma, Dios eligió a este pueblo para ese oficio.(Dante Alighieri, El Convite, 4, 4) [64]



I
Se impone ya desde hace años, digamos a partir del derrumbamiento de la URSS, pero sin duda de manera masiva desde la conmoción del Once de septiembre, la evidencia de una nueva relevancia del «imperio». Políticos, diplomáticos, comentaristas, recurren cada dos por tres a «responsabilidad imperial» o a «el imperio» con aparente certeza de que se sabe a qué se refieren esas expresiones. Es un hecho esa nueva relevancia teorética y política, y la reactivación de la beligerancia ideológica por lo pronto del concepto de imperio: no digamos, o no digamos todavía, «renovatio Imperii», o nueva, otra renovación de la soberanía imperial misma. Justo provecho práctico de una reflexión como esa tendría que ser, en concreto, la de proporcionar criterios para decidir si el tipo de poder de los Estados Unidos, desde la segunda guerra mundial hasta hoy, es, o no, o en qué sentido, un poder, una soberanía imperial. Se entiende entonces lo justificado de ocuparse críticamente de la cosa a partir de una responsabilidad intelectual y política ilustrada, como un poco por todas partes está pasando. El resonante libro de Antonio Negri y Michael Hardt (trad. esp. Imperio, Paidós, 2002), por su compromiso intelectual con el novum del tipo de soberanía que despunta en el mundo, y por los materiales históricos y conceptuales que moviliza, es, dicho en la retórica cómoda de un scholar prudente, «interesante». Diría por mi parte que también renovador en algunos de sus enfoques, y en todo caso provocador en el mejor sentido. Eso al margen de que uno pueda de entrada albergar muchas dudas sobre el entusiasmo fratercentrista, digamos, comunista-franciscanista (cf. por ejemplo, la pág. 374), de su anhelo de una multitud que habrá atravesado, trascendido, la soberanía imperial hoy reinante.
El término que por nuestra parte intentamos aquí asediar de manera muy tentativa y preliminar va en su primera instancia [65] arriba entrecomillado, para marcar de entrada una cautela, y una vacilación: no sólo ante la aparente equivocidad o al menos la indeterminación del significado de la palabra en usos y contextos muy diversos, a la vista de lo que se ha llamado el «succes linguistique» (Marguerite Boulet-Sautel, in Diccionario Akal de filosofía política, p. 404) de esta palabra, tan genuinamente latina en su origen y en la determinación profundamente romana de su concepto; sino previamente y más que nada ante la diversidad de perspectivas específicas, pragmáticas y teoréticas, desde las que se hace empleo y eventualmente se da explicación o se asigna significado más o menos expreso de la voz imperial. Anticipemos si acaso dos ocurrencias de ésta, dos «Ideas» (en sentido inglés) por lo demás típicas o simbólicas, de imperio, muy extremosamente distantes entre sí. Lo que debe poner bruscamente a la vista la complicación de la cosa. Para un Talleyrand, imperio es pura y simplemente «el arte de poner a cada hombre en su lugar». En las antípodas de esa implacable omisión de toda legitimidad en lo que sería puro dominio imperial, está la visión o la mirada, la «admiración» del imperio de Droctulf, el bárbaro converso. De este guerrero lombardo sabemos, gracias a Borges (en «Historia del guerrero y la cautiva»), que en el asedio de Ravena «abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado». A Droctulf, venido de «las ciénagas de Alemania», la Ciudad imperial se le revela como fábrica de una inteligencia inmortal, un orden superior a sus toscos dioses de madera: como la civilización. No sigo ahora a Borges, en la continuación del relato, que «explica» el reverso de esa fascinación del bárbaro por el imperio. Me interesa ahora sólo subrayar el abismo entre los sentidos de imperio en Talleyrand y Droctulf, invitar a algún cuidado, y compromiso responsable, o al menos estipulación del significado preciso, en el uso del término.
No sobra quizá notar, o en parte confesar, algún riesgo de incongruencia en el procedimiento de lo que sigue: en el impulso [66] limitado de ahora, y a la vista del marco igualmente limitado de la intervención, resultará más bien demasiado visible que no estoy en condiciones de abordar adecuadamente lo que creo que finalmente sí exige la cosa. Se demanda una aproximación sistemática al concepto y la realidad (de estatuto ontológico a determinar) del imperio, metódicamente orientada a una interpretación de la naturaleza, y el destino, de lo político en el presente. Esa demanda podría uno echarla de menos en los trabajos, por lo demás de una gran riqueza histórico-intelectual, de Anthony Pagden: El imperialismo español y la imaginación política (Planeta, 1991), Pueblos e imperios (Mondadori, 2001), y sobre todo Señores de todo el mundo (Península, 1997). Entenderá bien quien oiga aquí y allá en lo que sigue una sorda reserva católica ante las anteojeras anglocéntricas del ilustre profesor de la Universidad de Cambridge.
Una ambición no exactamente modesta, pues, la de estas páginas, y acaso ridículamente desfasada respecto a los medios de ahora (limitados también por mis incompetencias) para llevarla a cabo. Me atreveré además al final a algunas «decisiones evaluativas» sobre «imperio y democracia», con peligro de algún batacazo. Contentémonos con cumplir siquiera con este objetivo menor: con dar algunos indicios de que el asunto importa. Aclaro al menos que el predicado de «sistematicidad» de la ciencia buscada del imperio no remite, claro, aquí a esquemas doctrinales metafísicos o teológicos: es una expresión suavemente polémica que pretende apartar, y por lo pronto apartarnos a nosotros mismos, de las habituales maneras teoréticamente escépticas, militantemente historicistas y políticamente relativistas, en el tratamiento científico y filosófico de las categorías políticas y de las ideas que tienen directa o indirectamente, «problemáticamente», que ver con lo político. Precisamente quisiéramos sugerir que no está claro, que es problemático en sentido fuerte, el lugar o el estatuto del imperio, o qué relación tiene o tendría el concepto de imperio con lo político. Alguien dirá o [67] preguntará, por ejemplo, en la línea marcada por estas dificultades: ¿no sería en última instancia el imperio un concepto intrínsecamente teológico, o tal que comporta una parte irreductible de teología, de «ideología» teológica? Una crítica deconstructiva del estrato teológico-político de las lenguas políticas europeas (en la línea de Schmitt, o de Benveniste) exige muy naturalmente la cuestión imperial. Lo atestiguaría por ejemplo, si se quiere ocasionalmente, el pasaje husserliano que algo artificialmente he colocado en el exergo, a propósito del giro medieval a través de la Ciudad de Dios de una cultura que originalmente habría sido Filosófica, científica, griega. Como si la potestas y la auctoritas latinas, y ya la exousía griega de la época helenística –términos desde luego no equivalentes pero vinculados al núcleo más resistente del significado genuino romano de imperium, como vamos a ver– revelaran su más verdadero sentido en los usos teológicos correspondientes del texto neotestamentario (vid. Lucas, 4,36) y de la cultura medieval católica. En el imaginario occidental el concepto de imperio estaría ligado, a veces a través del fortísimo lazo que es la oposición recíproca, a la idea de Civitas Dei. El notable providencialismo en la versión dantesca (en sentido literal) de la Roma clásica (especialmente en De Monarchia) podría invocarse como ejemplo y como base para aquella pregunta, para esta hipótesis. O bien, pero no sería preguntar lo mismo a pesar de alguna apariencia: ¿no requerirá el imperio, o la encarnación de la realidad imperial en tal sujeto corpóreo o tales instituciones, algo así como una fe o, alternativamente, una activa falta-de-fe en él? Si así fuera, si simplemente así fuera, lo imperial quedaría fuera de lo político. El episodio que a algunos puede parecer anecdótico o secundario del horror de los griegos «auténticos» (como Calístenes, el sobrino de Aristóteles), del séquito de Alejandro en su cabalgada militar-imperial a través de Persia ante el requerimiento de arrodillamiento (proskynesis) y adoración divinizante del audaz estratega (o también la profunda [68] contradicción interna del propio Alejandro entre su autoconciencia como «el más griego entre los griegos» y su fascinación por los signos del poder imperial de los aqueménidas), reclamaría un estudio comprometido con decisiones conceptuales, filosóficas, de fondo, para lo que una aproximación «puramente» histórico-positiva sería insuficiente. Una determinación estrictamente republicana de la esencia de lo político, así (y ahora que «de pronto todos somos republicanos», Helena Béjar avisa), se vería abocada o bien a expulsar lo imperial a las tinieblas de lo anti-político, en un gesto apotropaico de todas formas en sí mismo «interesante», o bien aparentemente más neutramente, a establecer la pura y simple separación de las esferas en las que se situarían respectivamente lo político y el imperio. Son lo anterior sólo de momento preguntas; y algunas conjeturas, o «provocaciones»: me limito quiero decir a dar algunos indicios de que la inspección teórica políticamente preocupada del imperio (del concepto y de la cosa) tiene, como decía, relevancia. No quita que no quepa descansar aquí en ninguna «evidencia». Estaría por ver por ejemplo qué parte de metáfora despistante o hasta de desenfoque de principio puede haber ya en la retórica afirmación inicial de la obra de Negri-Hardt, lo de que el imperio, y antes de que sepamos qué es eso, «se está materializando ante nuestros ojos». ¿En qué intuición empírica podrá darse la realidad, no digamos la esencia imperial? Obviamente no basta remitir a los fenómenos masivos de la globalización o la mundialización como en el contexto inmediato hacen Negri-Hardt: en curso sí aquella, «its discontent» incluido, todo el mundo puede digamos «verlo», pero cuyo sentido, y hasta como significación a estipular por las Academias de la Lengua, si quiere seguirse la conocida discrepancia entre Vargas Llosa y Sampedro por ejemplo, es quaestio disputata como pocas.
Un estudio sistemático (o quasi sistemático: si llega a parecer que decir en serio «sistema» impide salir del círculo especulativo [69] del saber absoluto hegeliano) del concepto de imperio requeriría una estructuración compleja de las categorías historiográfica, histórico-política, histórico-jurídica y teológico-política correspondientes, así como una construcción dialéctica de la idea Filosófica de imperio. Vaya confesado que no podrían presentarse las reflexiones que siguen ni siquiera como esquema preliminar o tentativo de ese saber sistemático o quasi-sistemático del imperio. Vamos a ver si lo que de rapsódico pueda tener esta breve composición De Imperio, sobre la base del resalte de una serie de contextos supuestamente determinantes o privilegiados del concepto y la realidad imperial, no la condena, a la dicha composición, necesariamente, a ser o parecer sólo una sarta en estilo malamente postmodern de ocurrencias y citas.
II
El énfasis de la demanda de sistematicidad en el tratamiento científico y filosófico del imperio obliga a ser formal en el reconocimiento del mérito definitivo que atribuimos a una contribución próxima sobre el tema llamada a constituirse, creemos, en referencia ineludible de este campo. Gustavo Bueno dedica en España frente a Europa (Alba, Barcelona, 1999) un extenso, denso y comprometido capítulo a la exposición de «La Idea de Imperio como categoría y como Idea filosófica» (pp. 171-239), antes de «aplicar» esa idea, esa interpretación de la idea de imperio al caso de la historia de España (pp. 239-369). Gustavo Bueno, que se había ya interesado en el tema a propósito del Imperio romano en las conclusiones del Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas» (Logroño, 1991), establece con mucha seguridad cinco acepciones del término «imperio» que mantienen una «formal referencia política real», tras dejar de lado otras acepciones, como la etiológica, la [70] psicológica y la teológica. Para enfrentarse analíticamente y dialécticamente al sentido de esas cinco acepciones como justamente acepciones no puramente heterogéneas sino en su entretejimiento o su symploké, y en la medida en que los cinco conceptos serían «disociables» pero «inseparables», hay que apelar constantemente a un plano específicamente filosófico del saber, y concretamente a procedimientos específicamente materialistas y dialécticos. De hecho, aunque de las cinco acepciones de «imperio» propuestas sólo la quinta sería una idea formalmente filosófica, el recorrido y la construcción del «relato» que examina las cuatro acepciones anteriores, en principio ellas mismas de nivel «categorial», pre-filosófico, son filosóficos de parte a parte. (Esa combinación, esa complexio del saber filosófico y los saberes científicos, «categoriales», y su implantación en los saberes mundanos, es por lo demás típica de este pensamiento dialéctico que había ya hace mucho superado el esquema manido de la determinación popperiana del «problema de la demarcación» de la filosofía y la ciencia: la enfermedad infantil, el sarampión del que no acaba de curarse la moderna filosofía de la ciencia dominante en las Universidades.) Sumariamente repetimos este «relato».
La primera acepción corresponde al concepto «subjetual» de imperio, la facultad del imperator para mandar con autoridad, en especial en un sentido de «mandar» ligado al poder militar pero que no se reduce a la fuerza coactiva, al ius gladii. (Diríamos, comentaríamos por nuestra parte que el ejemplo histórico romano, y más concretamente, la dinámica interna del proceso revolucionario que conduce de la dictadura de Julio Cesar a la aceptación por parte del Senado de Octavio Augusto como princeps tras la batalla de Actium sería más que una «ilustración», y más que un «caso» o una «aplicación», de aquel concepto: de manera que lo que el clásico libro de Syme llama «la revolución romana», el paso de la República al Principado, constituiría una fuente decisiva para darle [71] contenido a este concepto de imperio.) La segunda acepción del término, vuelvo al hilo del ensayo de Bueno, es el concepto de una determinada configuración del espacio antropológico en la medida en que éste está marcado por el limes la línea fronteriza que defiende el espacio imperial frente a «los bárbaros». El tercer concepto de imperio, el concepto «diapolítico» o «diamérico», es el de un sistema de Estados subordinados a un Estado hegemónico. Equivaldría al concepto «común» de imperialismo, cuyas realizaciones modernas en el capitalismo expansivo colonialista del siglo XIX fueron estudiadas por Hobson y Lenin en textos muy influyentes (hasta hace poco). En cuarto lugar –y sin duda sería éste el momento más problemático del relato, por cierto sin mezcla de narratividad postmodern alguna, que resumo–, habría un sentido del imperio como concepto o como idea «transpolítica» o «metapolítica». Este concepto requiere asumir o más bien incorporar la perspectiva de algo materialmente y formalmente externo a las sociedades políticas ordenadas bajo la hegemonía imperial: externo pero operativo en las relaciones imperiales entre las diferentes sociedades políticas. Algo externo, por ejemplo Dios. Por ejemplo el Dios llamado Enlil que según documentos del precisamente probablemente primer imperio de la historia, el sumerio, «dio a Sargón Summer, Accad, el Alto País de Marí, Iarmuti, las Montañas de Plata ... ». El punto está en que Enlil no sería simplemente el nombre de una representación ideológica, imaginaria, «religiosa», sino un elemento efectivo en la configuración de la realidad imperial. Si este concepto está bien formado, podría entonces decirse, como aquí se dice, y por seguir con el ejemplo, que «el Imperio de Sargón no es sólo una empresa depredadora organizada por políticos que utilizan a los pueblos como meros instrumentos de sus intereses, sino que es también una empresa en la que los intereses de los propios pueblos están de algún modo representados (y, lo que es más, con su consenso y aun con su acuerdo) a través de Enlil que les habla. En su caso, no sólo el [72] pueblo vencedor; también los pueblos vencidos están contemplados por Enlil» (p. 196-197). El peso del lado teológico del concepto metapolítico de imperio se confirmaría en el libro bíblico Daniel, en el paso en que Darío impone «a todos los pueblos y tribus y lenguas», en todo su imperio, el Dios vivo y eterno por los siglos que había librado a Daniel de los leones. Ahí se atestiguaría «el concepto más antiguo de Imperio según esta cuarta acepción». (Anotémoslo de pasada, esa lectura del libro de Daniel podría en parte confirmarse en parte complicarse a partir de los trabajos de Arnaldo Momigliano sobre la peculiaridad de la visión judía en el contexto de la historiografía helenística y concretamente en relación con la teoría polibiana de la sucesión de los imperios universales{1}.) Ahora bien, junto a esa perspectiva teológica, un concepto transpolítico del imperio puede incorporar una fuente también externa a la sociedad política pero «cósmica» (o al menos más directamente interpretable en términos cósmicos): la «conciencia humana» capaz de elevarse a la idea de una Ciudad Universal, un Imperio universal que abarcaría también a los bárbaros; así, la idea estoica de la Cosmópolis. La cual de todas formas supone el trabajo previo de los profetas judíos y de los filósofos griegos.
La pregunta sería ahora si esa idea metapolítica de imperio remite necesariamente a fuentes metafísicas. Una respuesta simplemente afirmativa implicaría una dificultad insuperable para dar cuenta de la penetración de aquella idea en la historia efectiva, en el curso de las sociedades políticas «realmente existentes». Bueno recurre a la distinción esencial emic-etic (introducida por el lingüista y misionero Kenneth Pike, ampliamente divulgada por los estudios de antropología social de Marvin Harris, y dialécticamente reexpuesta por el propio Gustavo Bueno en Nosotros y ellos, Pentalfa, [73] 1990) y desde luego a la doctrina materialista de la subjetividad corpórea operatoria para situar y explicar la causalidad política efectiva de la idea metapolítica de imperio. Valga la cita extensa siguiente, que declara además muy abiertamente los compromisos históricos, y políticos, de nuestro «relato»: «Planteada de este modo la cuestión, es evidente que los lugares reales desde donde podemos oponer al imperio (diapolítico) realmente –por ejemplo, el Imperio romano– unas Ideas-fuerza de Imperio metapolítico, dotadas de causalidad histórica suficiente como para poder otorgarle etic «beligerancia» en el conjunto del proceso histórico, habrán de ser los lugares en donde actúan, fuera de los límites que el Imperio mantiene con su medio [...], otras fuerzas poderosas, capaces de modificar su rumbo, y aun de destruirlo. Estas fuerzas serían las que hablan en nombre de Enlil, sin ser Enlil; las que hablan en nombre de Dios sin ser Dios; o las que hablan en nombre del Logos, sin ser el Logos. "Fuera del Imperio", pero "Hacia el Imperio" (y de ahí la posibilidad de conformar un nuevo concepto de Imperio), actúan, por ejemplo, las fuerzas sociales del medio exterior del Imperio (los bárbaros, los pueblos marginados) y las de su medio interior (los esclavos, pero también los desheredados, la "plebe frumentaria"). En una palabra, la Idea metapolítica del Imperio, o mejor, el cuarto concepto de Imperio, no lo consideraremos conformado desde la Idea teológica de Dios, sino (para el caso del Imperio de Occidente) desde la Iglesia romana (en la medida en que representa a clases oprimidas de las ciudades y a muchos esclavos y, muy especialmente, a unos Estados ante otros Estados); ni estará conformado desde la Idea filosófica del "Género Humano", sino desde los bárbaros o desde los pueblos marginados del Imperio, y muy principalmente desde el pueblo judío» (España frente a Europa, cit., p. 201).
La idea filosófica del imperio, o mejor, «el nivel filosófico de la Idea de Imperio», la quinta acepción pues de la serie, resulta de la [74] confrontación dialécticamente expuesta entre los conceptos diapolíticos y metapolíticos. El imperio entendido en clave filosófica sería la explicación concreta de que el imperio universal (en rigor las distintas configuraciones históricas de esa idea metafísica) es una idea límite. (¿Un momento kantiano quizá en este discurso abocado sin embargo a la restauración o la renovación del concepto hegeliano de historia universal sobre la base de interpretar ésta como historia de los imperios universales?). Para los actuales debates político-mundiales de imperio quizá la afirmación más subrayable de este momento del relato sería que la Idea filosófica de Imperio es un imposible político» (ibid., p 207). Obviamente, esta sentencia no supone, todo lo contrario, que haya que condenar a esterilidad intelectual y política las discusiones filosóficas sobre el imperio y sobre las relaciones de éste con la historia de las sociedades políticas. Pero sí obliga a declarar vanas las usuales invocaciones del género humano como presunto posible más o menos utópicamente estipulado sujeto agente de una Cosmópolis. Es que el concepto de género humano no sería un «género anterior», un todo anterior a sus partes, sino más bien un «género posterior a sus razas, etnias o culturas originarias» (ibid. p. 204). De lo cual habría dado ya la clave Aristóteles al establecer, en una frase leída habitualmente somnámbulamente como definición metafísica y arbitraria, que el hombre deviene hombre tan sólo al devenir ciudadano, al ser reconocido como miembro de una sociedad política: de donde que ni la mujer, ni el niño, ni el bárbaro puedan considerarse en sentido estricto «hombres» en el universo conceptual del maestro de los que saben. Se entiende que en el esquema de este sistema la idea filosófica de imperio, o la movilización filosófica de la idea de imperio, lejos de toda abstracción general, remita directamente a los diferentes imperios que ha dado la historia. Destaco un pasaje que deja ver por un lado el enérgico polemismo de la tesis más notoria, y al parecer demasiado «políticamente incorrecta» para mucho [75] bienautoconcienciado progresista, del libro que comentamos (digo la tesis, la caracterización formal del Imperio español como imperio «generador», en las antípodas de los «imperios depredatorios», como los coloniales británico y holandés), y da pie quizá por otro lado a algunas digresiones suplementarias: «La Idea de "Género Humano" no es, por tanto, algo que pueda expresarse en una Idea cerrada o definitiva. [...] Una será la Idea filosófica de Imperio de Alejandro y, otra, la de Augusto; una será la Idea de Imperio de Constantino (Idea que habrá que ponerla en conexión con las "variables cristianas" que definen a la persona como individuo corpóreo) y otra será la Idea filosófica del Imperio islámico; una será la Idea filosófica del Imperio británico, y otra será la Idea de "Género Humano" propia del comunismo internacional, que fue mantenida políticamente durante 80 años por el "imperialismo soviético". Otra será también, por último, la Idea filosófica de Imperio que puede ser asociada al proyecto de "sociedad democrática universal de mercado" que los ideólogos americanos quieren hacer coincidir con el "fin de la historia" (ibid. p. 205).
III
Imperium aut merum aut mixtum est. Merum est imperium habere gladii potestatem –mixtum est imperium, cui etiam iurisdictio inest(Ulpiano, Dig. II, 1, 3)
Repasamos, pues, la clave romana del concepto «imperio». En la interpretación que acabamos de resumir, ya se ha subrayado, la construcción conceptual asume muy conscientemente un determinado privilegio del experimento histórico imperial romano. De la historia de esa peculiar sociedad política que fue Roma toma ejemplos, más bien materiales de análisis, dicha interpretación, y en concreto para la especificación del sentido de las cinco acepciones. [76] Cierto que, y a ello volvemos luego, por lo que se refiere sobre todo a las acepciones cuatro y cinco (Imperio metapolítico, e Imperio «en filosofía»), la clave Roma es aquí mayormente releída a su vez en clave católica. Sin que de todas formas quede claro si en la intención más secreta del narrador lo que se propone es algo así como: que «buen romano» es el que llegará a ser un «buen católico», o bien, que «buen católico», el que habría sido previamente un «buen romano». Esa oscilación indecidible entre la genealogía «realista» romana pagana de la Iglesia católica o la teleología «providencialista» católica de la Roma pagana, es una característica irreductiblemente polémica en el tipo general de esta narración, desde Eusebio de Cesárea y San Agustín hasta Montesquieu y Vico pasando en especial por Dante, y por Maquiavelo. Las «versiones», no ya distintas, hasta antagónicas, del «verdadero» sentido de Roma (y dime qué piensas de Roma y te diré quién eres) es un índice muy seguro de la orientación filosófica y política de los autores, y de los distintos momentos de «nuestra» civilización. (Me he interesado recientemente en un caso próximo: «Versiones de Roma. Acotaciones a la fe Roma de Ortega », in El Basilisco, 31, 2002.) Disputado es incluso cuántas habría habido: si además de la Roma clásica pagana y la Roma católica, la aparentemente más legítima Roma de Bizancio luego, y la Roma en el exilio que habría sido Moscú tras 1457, hipótesis éstas dos últimas interesantes (y puede ahora consultarse el libro de Antonio Bravo: Bizancio. Perfiles de un Imperio, Akal, 1997), pero que suelen parecernos sólitamente extravagantes: buena ocasión así para tentar nuestras creencias, para someter a crítica «nuestro» emic, concepto de Roma. Para una reconstrucción original de la compleja genealogía medieval y protomoderna de la figura de la Civitas Dei, remitimos al bello libro de Maurice de Gandillac, Genésis de la modernité, De la «Cité de Dieu» à la «Nouvelle Atlantide» (Cerf, Paris, 1992). Pero el litigio no es sólo entre «narrativas», o entre versiones. O es que éstas tienen [77] fundamento histórico ontológico: la compleja relación entre las dos Romas más indiscutibles en todo caso «para» Occidente, la de Virgilio y la de los sucesores de los Apóstoles, estaba sin duda en las res gestae mismas. Por nuestra parte no se trata ahora de poner en duda lo bien fundado de ese privilegio de la clave romana (y, se la entienda como la entienda, de la clave romano-católica, digamos, si a la Dante, o, en el otro extremo, desde Lutero, el antirromano par excellence, y de terrorífica influencia en toda la cultura alemana hasta más acá de Weber y Heidegger) para explicar la esencia del imperio. Todo lo contrario: en la historia de la civilización occidental el imperio tout court es el Imperio romano y sus más o menos legítimos herederos. Y desde Constantino hasta Napoleón, sous l'oeil del papa.
Me limito ahora a sugerir algunos motivos de tal privilegio para el caso especialísimo del giro romano en la historia conceptual y real del imperio. Y de paso anotar algo a lo que habría que volver más despacio: si leer es también localizar en un texto sus ausencias o sus represiones, el efecto de sus censuras, en el influyente y tantas veces concienzudo Historisches Wörterbuch der Philosophie (bajo la dirección de J. Ritter y K. Gründer, Basel, 1992) brilla la ausencia, en los artículos sobre «Reich», de alguna seria consideración de lo romano imperial. Esos textos, fuertemente normativos por su autoridad académica, se prestan a confirmar, todavía, el diagnóstico de Nietzsche: la dependencia de la filosofía alemana respetable respecto de seminarios teológicos Protestantes. ¡Al menos Ranke, aunque no podía menos de saludar como luterano el surgimiento del poder romano en el mundo antiguo con un despavorido «De pronto la tierra se desnuda de pueblos libres», sin embargo como historiador positivo reconoce la «ilimitada significación del Imperio romano»! (Cf. Historia de los papas, FCE, pp. 13, 16.)
A vueltas, pues, con Roma. Por lo pronto el análisis puede beneficiarse de un repaso a los resultados más seguros de una [78] encuesta de la voz imperium en el sistema y en la historia de la lengua jurídico-política latinos. No es que demos crédito al procedimiento etimologista. Pero el ya mencionado «succes linguistique» del término pone en la pista de aquello con que la configuración imperial de la política romana tras la crisis definitiva de la República (de la que el gran texto de Cicerón recuperado por el cardenal Mai el siglo pasado da testimonio, entre digamos la nostalgia celebrativa del «sueño de Escipión» y la arriesgada demanda de un dictador «salvador» de la civitas) señala, marca, el concepto occidental, y filosófico, de imperio. «Imperio», «impero», «empire» (en francés y en inglés), pero también incluso «Reich», deben mucho, a través de una larga historia en parte secreta, al ancestro latino de los usos modernos del término (como «Imperio hispánico», «Imperio napoleónico», o «The Age of Empire», según expresión consagrada de Erik Hobsbawm, en la estela de Lenin, para la «fase superior del capitalismo»). El imperium marca el uso de la voz «imperio» cuando el historiador moderno corriente más o menos tranquilamente habla de los imperios antiguos (Summer, Egipto de las dinastías XVIII y XIX, Asirios, Babilonia, Persia) que se suceden en torno al Asia Menor entre mediados del tercer milenio y la traumática entrada de los griegos en la historia universal en las batallas de Maratón y Salamina. El significado de ese uso historiográfico «evidentemente» retrospectivo («anacrónico», se diría) de la voz «imperio» (con su irreductible connotación romana) es las más de las veces una combinación inestable de lo que en el esquema de Gustavo Bueno serían la acepción tres («Imperio diapolítico», organización interestatal sobre la base de un poder hegemónico) y la acepción cuatro («Imperio metapolítico», hegemonía de un Estado sobre otros con suplemento de legitimidad y de consenso junto a la fuerza del dominio). Claro que no sólo el historiador académico moderno, cuando emplea el término «imperio» alegremente aparentemente unívocamente para referirse al de Lugalzzagini, al de Alejandro, o al de [79] Napoleón, recurre, vellis nollis, y sépalo o menos, a parte del significado específicamente romano del imperium: ya la historiografía helenística usa arjé, en violenta trasposición respecto al sentido de esta palabra en griego clásico, para designar específicamente el imperio. Ese imperio que los griegos, hasta la irrupción de Alejandro en la existencia de las ciudades griegas, no supieron, en algún sentido no quisieron, ni forjar ni entender. Es que el poder expansivo de base talasocrática de la Atenas de Temístocles y de Pericles no puede llamarse imperio (y sólo con muchas cautelas cabe hablar al respecto de «imperialismo»); y en cuanto al Imperio persa, cuya amenaza los griegos más bien sufrieron que conocieron, permaneció siempre como una especie de enigma para su inteligencia política. Así al menos podría releerse Los persas de Esquilo. Frente a eso precisamente destaca como novum el tema imperial en la reflexión historiográfica helenística. Polibio es la guía decisiva aquí. En su lengua arjé sirve para designar de forma privilegiada el poder imperial romano que se habría gestado en el curso de las guerras púnicas. Para el historiador de Megalópolis, y previamente general y diplomático de la liga aquea derrotada por los romanos en la batalla de Pidna (en el año 168 a.C.), Roma no es desde luego el primer imperio de la historia. El de los aqueménidas, la megale arjé persa, nadie en Grecia pudo desconocerlo: había durante siglos asediado insidiosamente, había hanté, como una sombra amenazante, la existencia política griega. En la jerga de los secuaces de Heidegger: la libertad de la polis se «desocultó» sous l'oeil du Perse. Pero la arjé, la soberanía imperial romana alcanza, en el discurso muy reflexivo de Polibio, un nivel nuevo de complejidad y de seguridad, al que es muy sensible ese tipo de griego culto de la época helenística fuertemente autocrítico para con la tradición de la polis clásica que aquél representa. La novedad romana estaría ante todo en la quasi mundialización de su pretensión imperial, en contraste con la limitación, territorial y temporal, de los Imperios persa, lacedemonio y [80] macedónico: «En cambio, los romanos sometieron a su obediencia no algunas partes del mundo, sino a éste prácticamente íntegro. Así establecieron la supremacía de un imperio envidiable para los contemporáneos e insuperable para los hombres del futuro» (I, 2, 7; el pasaje tiene dificultades de lectura). El sintagma que menciona la lucha «peri tes ton olon arjes» (I, 3, 7) ha podido traducirse como «soberanía mundial», «the empire of the world», «l'empire du monde». Para este griego derrotado, la Roma imperial, pues, «horizonte insuperable» del pensamiento político. Y la conocida digresión teorética de su relato histórico (el libro VI) propone una explicación muy comprometida de la seguridad, de la estabilidad en el dominio mundial conseguido por los romanos, tras siglos de existencia peligrosa, en la célebre justificación de la superioridad de la constitución mixta, de la combinación de realeza, aristocracia y democracia. Esa combinación se habría realizado en la historia constitucional romana, en el difícil equilibrio entre el poder ejecutivo consular, la autoridad del Senado y el poder de los tribunos de la plebe. Cierto, Montesquieu, el clásico de la corruptibilidad ineluctable de Roma, en las antípodas pues en cierto modo de Polibio, preconizador de una Roma eterna, al que de todas formas tanto debe el ilustrado barón, desmiente, con la certeza del que habla después del diluvio, la instalación intelectual del historiador griego en una Roma con vocación eternitaria, presuntamente capaz con su politeia mixta de aguantar los envites de la Fortuna (Cf. en especial los capítulos IV, X, y XI de las Consideraciones sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence, ahora en la bella edición anotada del segundo tomo de las Oeuvres Complètes, de la Voltaire Foundation, 2000). Pero la novedad conceptual del historiador griego al explicar el Imperio romano sigue teniendo, todo lo problemática que se quiera, vamos a confirmarlo, virulencia y beligerancia.
La categoría «imperio mundial» o «ecuménico» contrasta con el pensamiento político inventado por los inventores de la polis (de [81] los que seguimos siendo deudores en «nuestro» «republicanismo» tendencialmente antiimperial). Se puede ser formal en esto: no hay lugar en Aristóteles para una «teoría del imperio». No que no se trate de ella de hecho en el texto: es que no hay manera de abordarlo, el imperio, desde la axiomática política aristotélica, dependiente absolutamente en su análisis del modelo de la polis democrática griega, digamos la comunidad de los no más de unos 40.000 ciudadanos hoplitas. Platón al menos habría sido más consciente del riesgo de etnocentrismo del pensamiento político griego, tan marcado por las estructuras, y las dimensiones, de la polis: al considerar dos regímenes-madre, dos protopoliteias, la monarquía persa y la democracia ateniense (Leyes, III, 693c). La historiografía griega clásica lo confirma también a su manera, digo, esa alergia intelectual y política del pensamiento político griego dominante ante el concepto de imperio. Las traducciones modernas inerciales pueden confundir incluso a gente avisada. El término arjé, por ejemplo, en Tucídides, el clásico de la historia como historia del poder y la lucha por el poder, tiene una significación imprecisa, o «rica», si se quiere. El evidente anacronismo «imperialismo» (un concepto que no se pone en circulación hasta finales del siglo XIX, por cierto al principio con connotación positiva), al que se recurre frecuentemente en las versiones modernas de su texto, tiene sin duda alguna base. En el discurso del historiador de la guerra del Peloponeso resulta muy coherente la caracterización del poder ateniense como poder expansivo, como «imperialismo», pues (en principio equiparable a lo que se ha llamado arriba imperio diapolítico). Y claro, muy griegamente, muy trágicamente, el pensamiento tucidideo pone en escena, a través de personajes como Cimón, Alcibíades, Nicias y el mismo Pericles, el conflicto entre limitación y expansión como la hybris típica, y autodestructiva, de la polis democrática. No habría habido simetría, según el durante años desterrado de Atenas, entre Atenas y Esparta en la responsabilidad al menos inicial [82] de la guerra del Peloponeso: la culpa o la causa había sido la arrogancia y la ambición de los atenienses, impulsados por su dominio técnico del mar (cf. I, 23). La talasocracia creciente de Atenas a partir de Temístocles habría puesto en grave crisis al sujeto operatorio típico de la democracia, al ciudadano hoplita. (Insiste en esta contradicción entre el ciudadano armado y el ciudadano remero Domingo Plácido, en su instructivo, y algo farragoso a veces, comentario a Tucídides: cf. La sociedad ateniense, Crítica, 1997.) Pero por mi parte insisto en que Tucídides, y en suma el griego de la época clásica (a no ser cierto Platón, como se ha dicho, quien más libremente que su discípulo más famoso osa pensar los límites no sólo territoriales de Atenas) no barrunta la posibilidad de una relación relevante entre lo imperial y lo político. Ya digo que puede resultar hasta cierto punto pedagógicamente justificado verter la arjé del texto tucidideo como «imperio» o como «imperialismo» (así, passim, en la versión de Antonio Guzmán, de Alianza, o en la edición de Julio Calonge y Juan José Torres, de Gredos; pero también en la edición de Belles Lettres, o en el comentario de Gomme); pero se estará de acuerdo en que el recurso es poco «técnico», y engañoso. La inercia de leer «imperio» aproblemáticamente en la arjé de Tucídides puede llevar a un estudioso de la talla de Canfora a monumentales desenfoques, al violento misreading que supone por ejemplo homogeneizar de entrada el «Empire» napoleónico apud Thiers, el imperialismo británico, y la arjé ateniense según Tucídides (cf. Luciano Canfora, Tucidide e l'Impero, Laterza, Bari, 1991). Y en todo caso una reconstrucción de la «teoría del poder» y de la soberanía estatal de Tucídides no puede montarse, como en suma hace el último gran biógrafo de Julio César (pero decididamente ajeno a la cuestión conceptual del Imperio), sobre la base de una lectura «moral» del famoso diálogo de los atenienses y los melios. El cual se simplifica mucho si se lo lee, como se suele, con las anteojeras perezosas de considerarlo un documento de [83] Realpolitik, una exposición desencantada, o «realista», de la verbalización cínica de la política protomaquiavélica del Estado más fuerte (en esa lectura débil y convencional de Tucídides incurre también Michael Walzer en el arranque de su jaleado libro sobre el bellum justum).
En cambio, y si se me sigue en el resalte de un irreductible contraste que no debe atenuarse en consecuencia mediante el recurso a una terminología imperial engañosa, la reflexión política de los Filósofos y los historiadores, y los poetas, romanos, desde Cicerón y Virgilio en adelante, está obsesionada, hantée, por el problema, finalmente irresuelto, entre las estructuras republicanas y el orden imperial. Se entiende: el pensamiento político griego está ya maduro, o más exactamente «cerrado», cuando la historia efectiva, el «hecho» Roma desde la batalla de Pidna en la cultura helénica, impone la necesidad de un análisis político de la realidad imperial. En cambio la reflexión política (historiográfica, filosófica, literaria y jurídica) de los romanos sobre el imperio coincide con la gestación del poder imperial, con la dictadura de Julio César y la elevación de Octavio a princeps. Claro que esa sincronía de la reflexión y la revolución, junto a la riqueza de la trama histórico-conceptual que implica, explica la confusión en la misma cabeza de algunos de los testigos, y de los más lúcidos, de la transformación en curso. El redactor de la voz «imperium» del Pauli-Wissowa llega a decir con todas las letras que nada menos que Tito Livio se confunde, comete aquí y allá un Irrtum garrafal al emplear el término. En efecto, imperium es de modo general equivalente a potestas; pero ésta tiene un sentido más amplio, mientras que el sentido específico político de imperium, la autoridad gubernamental de los magistrados sobre el conjunto de la sociedad política, como el poder consular, pretoriano o dictatorial, sólo equívocamente o equivocadamente podría aplicarse (en lo que caería Tito Livio: IX, 30, 3) a poderes parciales, «funcionales», como el de ediles, censores o [84] cuestores. Otro «error», y no casual éste tampoco, de Tito Livio (XXXVII, 51) en el uso de imperium, al asignarle esta autoridad a un pontifex maximus en conflicto con un pretor, contra toda la tradición jurídico-institucional, lo presenta el precioso artículo, cuya relectura pues encarecidamente se recomienda, como caso de un uso en el que el imperio sería «un concepto vacío sin contenido». Es que –prosigue el implacable filólogo alemán– «de lo que aquí se trata para nosotros es de la cuestión de principio de si el imperium de los romanos ha sido un fantasma (ein Phantom) o un concepto efectivo». Evidentemente la historia efectiva de Roma no podía dejar intacto el sentido político «originario» de imperio como soberanía suprema en el Estado: en especial el peso cada vez mayor del lado militar del poder, frente a la decadencia «inducida» del Senado y del pueblo (pero ya antes de la militarización imparable del imperio a partir del siglo III, el imperium comportaba desde siempre el derecho a mandar tropas en campaña, cf. Jean Gaudemet, Institutions de l'Antiquité, Paris, 1967, p. 231. Y ahí mismo, cf. la útil síntesis de las estructuras del poder imperial: pp. 458-485). Ahora bien, también, y esto nos interesa más, y enlaza con el momento católico del concepto, el sentido de imperium se complica con la efectiva tendencia ecuménica de la civilización romana. La expresión de Tácito, inmensum imperii corpus, sugiere que los límites del imperio, cuyo cuerpo excede toda medida, son los de la civilización misma.
IV
Es gibt ein antirromischer Affekt(Carl Schmitt)
La catolicidad, la universalidad (o, si cedemos a la coerción de la doxa, la expansión «imperialista») sería una tendencia interna, pues, del Imperio romano, antes de que la Iglesia católica la [85] incorpore, en otro nivel aparentemente, a su programa evangélico de fraternidad de «todos» los hombres (es decir, incluidos los esclavos, los bárbaros y hasta las mujeres). Pero a pesar de la buena voluntad de un Dante, cuesta ver en la nación de los Escipión, Sila, Julio César o Nerón, y a pesar de los estoicos, y de algunos piadosos como Virgilio, un pueblo fratercentrista. Hay discontinuidad, y al margen de la fe y hasta de la teología y la filosofía: hay discontinuidad historiográficamente positivamente señalable en el paso de la Roma imperial culminante, la de los Antoninos, y la Roma que pacta primero con el cristianismo, y lo incorpora progresivamente a su eticidad y a su moralidad después, con toda la ambigüedad que el proceso comporta. Una ambigüedad que San Agustín quiso conjurar con el mito imponente de la Ciudad de Dios: sin éxito histórico, en líneas generales, me atrevería a creer. ¿Habrá sido la «lógica interna» del pensamiento medieval una progresiva deconstrucción del agustinismo filosófico, teológico y político? Nos tienta en este paso, sería para otro día, una lectura abiertamente interesada del libro de Ernst Kantorowicz (muy manifiestamente imprescindible para la cuestión imperial como tal y no sólo en su momento medieval) Los dos cuerpos del rey (Alianza, 1987) como apoyatura masiva, sobre todo a propósito de la teoría dantista o dantesca de la «realeza antropocéntrica», para la hipótesis indicada. De manera que, si se me sigue, no habría por qué leer unívocamente en clave de protomaquiavelismo y de Realpolitik la figura de Constantino (o, por su lado, la historia de la misma Iglesia en su estadio militante a partir del Edicto de Milán), a lo que tanto nos ha acostumbrado la cegadora ideología luterana.
El de los estudios teológico-políticos medievales es todo un mundo. Lo he rozado muy deprisa: habría que abordarlo con pies de plomo. Pero el motivo de la universalidad o de la catolicidad del orden imperial, tan seriamente pensado en la Edad Media, nos proporciona un hilo para concluir, y más comprometidamente, [86] con el tema (que el lector implicado habrá querido encontrar de todas formas ya en filigrana en las reflexiones anteriores) del imperio, hoy.
Según la evocada Marguerite Boulet-Sautel, la vocación de lo universal es el «alma del imperio». Se nos dice que «paradójicamente» los viejos imperios orientales parecerían responder mejor a esa vocación que el Imperio macedónico (a pesar de que éste lleva consigo el universalismo de la filosofía aristotélica). Hemos visto por nuestra parte que para el pensamiento político romano, genuinamente republicano, «mixto» o equilibrado en el sentido de Polibio y de Cicerón, el Imperio romano es un «problema», pero al menos ya no un enigma, como en el fondo para los griegos. Vengo a que sería fácil el acuerdo con esa mirada que destacaría un oxímoron en la ciudad imperial, en el Imperio macedónico: la interpretación como una paradoja del hecho de que el Imperio de Alejandro, conformado a través de su fulgurante combate con el Imperio de los persas, transmita al mundo la cultura política, genuinamente antiimperial, de las polis griegas (valga la redundancia). Pero en cambio está menos claro que los «problemas» y las crisis en el curso de la revolución romana que habría acabado con la «vieja república» (alojada sobre todo en la cabeza nostálgica de un Catón) puedan resumirse simplemente en términos de «estallido de las estructuras tradicionales de la ciudad» (así, de nuevo, Boulet-Sautel, cit. p. 402). Y menos claro resulta todavía la opinión ahí expresada –por lo demás muy compartida– según la cual César, a partir del 45, y al disponer de un imperium ilimitado, se habría convertido en «un monarca al estilo oriental oculto bajo el manto romano del imperator» (ibid.). Una en parte impensada axiomática grecocéntrica dicta esa percepción del imperator como, en suma, un impostor. ¿Por qué no asignar beligerancia a la idea de universalidad imperial como cosa no sólo oriental, y acaso no genuinamente oriental, como negocio más bien propio de Occidente? [87]
Cierto que el cristianismo, que asedia el Imperio romano primero como religión perseguida hasta cierto punto, y por momentos insumisa, luego como religión estatal, fue visto entonces y después por muchos justo como cosa oriental. Pero se es más bien de allí adonde se va que de donde se viene, dicho a la Hölderlin: el cristianismo tiene una vocación por lo pronto pragmática, mundana, «realista», por Roma. El cristianismo será católico o no será: dicho sea cum mica salis por un observador inmoderadamente escéptico de las cien millones y pico de religiones «cristianas» que dice haber encontrado Harold Bloom en Estados Unidos.
La idea imperial, si repensada entonces en hipercrítico sentido occidental, podría tal vez permitir, obligar en verdad a identificar el contexto determinante de la democracia hoy. Amenazada, todo el mundo lo ve o a todo el mundo se le hace ver, por unos nuevos «bárbaros» muy organizados (cuya desactivación, policial o bélica, no es técnicamente posible), y amenazada también, más temibles éstos, por unos cuantos «dirigentes» del mismo imperio, entre los que habría que incluir sobre todo los productores de la ideologíabasura del «ataque preventivo». La democracia o será peligrosa o no será: o estará en peligro o habrá ya llegado al final de su historia (en un sentido algo diferente de lo que propone esa otra ideología angloamericana ahora menos verosímil pero todavía virulenta en muchos foros del «fin de la historia»). En códigos muy diferentes, todo «verdadero» demócrata sabe que la democracia o está en curso, abierta a posibilidades inéditas, o no es democracia. Está en la lógica de la cultura política moderna constitucional ese no-cierre: que nadie pueda decir, como una constatación, y definitiva, «soy, somos demócratas»; o al menos que nadie pueda decirlo sin el compromiso de una promesa, sin una inquietud por la inadecuación entre tal o cual democracia efectivamente existente y la democracia buscada. La renovación de la democracia moderna, su reinvención en el curso de las revoluciones burguesas o más bien [88] como resultado tendencial de éstas, no habrá podido nunca olvidar la memoria de la democracia de los hoplitas griegos, ni los ecos del republicanismo romano, ni el novum cristiano (a pesar de los equívocos de una interpretación comunitarista fratercentrista en suma regresiva, de ese novum, que habría llegado a su cenit en la ideología de la Revolución francesa, como muestra el análisis implacable de Derrida en Políticas de la amistad (trad. esp. en Trotta, 1997). Lo indeterminado de la democracia moderna tendría mayormente probablemente que ver con la acogida del huésped desconocido (a lo que bellamente y lúcidamente apuntan Massimo Cacciari y Carlo Maria Martini en Diálogo sobre la solidaridad, Herder, 1997). Huésped desconocido, siempre, en tanto que desconocido, peligroso, posible hostis. Una conexión que estaría inscrita en una cierta profundidad de las lenguas indoeuropeas, si seguimos muy sólidas encuestas de Benveniste. Ese huésped desconocido, cualquier otro que es en cada caso completamente diferente, si tout autre eit tout autre, podría en principio tener más acogida en un orden imperial (que sólo podemos imaginar) que en los territorios cerrados de las soberanías nacionales, hasta hoy o hasta ayer única base existencial de la democracia.
¿Es seguro entonces que la promesa democrática es simplemente incompatible con el universalismo de la soberanía imperial como cree saber la doxa común? Aparte de que aviados estaríamos entonces, esa instalación en una fácil ideología anti-imperialista dejaría intacta, como utopía pura, la idea culpablemente idealista de la democracia de los bien intencionados. Con mucha vigilancia ante esa naïveté culpable, el último Levinas ha explotado diversamente la complejidad de la reflexión talmúdica sobre el hecho imperial (el de Alejandro, y el romano). Las ingenuidades teóricas del antiimperialismo ideológico (aunque sea en un discurso tan savant como el del Edward Said de Cultura e imperialismo, Anagrama, 1996) facilitan las cosas al imperialismo ideológico (de un Kissinger [89] digamos). Muy otro tendría que ser el compromiso efectivo de un pensamiento responsable con la democracia: así, la necesaria crítica radicalmente deconstructiva de los idola de la democracia, de las ilusiones quasi trascendentales de ésta, tendrá que estar en permanente negociación (a la vista pues de nuevas situaciones singulares, irrepetibles, inéditas) con el orden imperial.
{1} A. Momigliano, «Daniel y la teoría griega de la sucesión de los imperios», in La historiografía griega, Crítica, Barcelona, 1984.