miércoles, 28 de octubre de 2009

"CONTEXTOS DE IMPERIO" por Patricio Peñalver Gomez




En este sentido, no nos parece excesivo afirmar que la Idea de Imperio, referida al sistema de sus diversos modos o acepciones, es una Idea prácticamente «intacta». (Gustavo Bueno, España frente a Europa, 1999, p. 174)


Si la comunidad de los filósofos había sido, por así decirlo, «comunista» y su idea directriz no se sustentaba en una voluntad que abarcase al colectivo social, ahora la comunidad correspondiente, la de los sacerdotes, es «imperialista», y está dominada por una voluntad unitaria. (Edmund Husserl, Renovación del hombre y de la cultura, 2002, p. 98)


Y como no ha habido ni hay un carácter más dulce en el gobierno y más fuerte en su mantenimiento y más despierto en su conquista que el del pueblo latino –como lo demuestra la experiencia– y, sobre todo, aquel pueblo santo que había recibido sangre troyana, es decir, Roma, Dios eligió a este pueblo para ese oficio.(Dante Alighieri, El Convite, 4, 4) [64]



I
Se impone ya desde hace años, digamos a partir del derrumbamiento de la URSS, pero sin duda de manera masiva desde la conmoción del Once de septiembre, la evidencia de una nueva relevancia del «imperio». Políticos, diplomáticos, comentaristas, recurren cada dos por tres a «responsabilidad imperial» o a «el imperio» con aparente certeza de que se sabe a qué se refieren esas expresiones. Es un hecho esa nueva relevancia teorética y política, y la reactivación de la beligerancia ideológica por lo pronto del concepto de imperio: no digamos, o no digamos todavía, «renovatio Imperii», o nueva, otra renovación de la soberanía imperial misma. Justo provecho práctico de una reflexión como esa tendría que ser, en concreto, la de proporcionar criterios para decidir si el tipo de poder de los Estados Unidos, desde la segunda guerra mundial hasta hoy, es, o no, o en qué sentido, un poder, una soberanía imperial. Se entiende entonces lo justificado de ocuparse críticamente de la cosa a partir de una responsabilidad intelectual y política ilustrada, como un poco por todas partes está pasando. El resonante libro de Antonio Negri y Michael Hardt (trad. esp. Imperio, Paidós, 2002), por su compromiso intelectual con el novum del tipo de soberanía que despunta en el mundo, y por los materiales históricos y conceptuales que moviliza, es, dicho en la retórica cómoda de un scholar prudente, «interesante». Diría por mi parte que también renovador en algunos de sus enfoques, y en todo caso provocador en el mejor sentido. Eso al margen de que uno pueda de entrada albergar muchas dudas sobre el entusiasmo fratercentrista, digamos, comunista-franciscanista (cf. por ejemplo, la pág. 374), de su anhelo de una multitud que habrá atravesado, trascendido, la soberanía imperial hoy reinante.
El término que por nuestra parte intentamos aquí asediar de manera muy tentativa y preliminar va en su primera instancia [65] arriba entrecomillado, para marcar de entrada una cautela, y una vacilación: no sólo ante la aparente equivocidad o al menos la indeterminación del significado de la palabra en usos y contextos muy diversos, a la vista de lo que se ha llamado el «succes linguistique» (Marguerite Boulet-Sautel, in Diccionario Akal de filosofía política, p. 404) de esta palabra, tan genuinamente latina en su origen y en la determinación profundamente romana de su concepto; sino previamente y más que nada ante la diversidad de perspectivas específicas, pragmáticas y teoréticas, desde las que se hace empleo y eventualmente se da explicación o se asigna significado más o menos expreso de la voz imperial. Anticipemos si acaso dos ocurrencias de ésta, dos «Ideas» (en sentido inglés) por lo demás típicas o simbólicas, de imperio, muy extremosamente distantes entre sí. Lo que debe poner bruscamente a la vista la complicación de la cosa. Para un Talleyrand, imperio es pura y simplemente «el arte de poner a cada hombre en su lugar». En las antípodas de esa implacable omisión de toda legitimidad en lo que sería puro dominio imperial, está la visión o la mirada, la «admiración» del imperio de Droctulf, el bárbaro converso. De este guerrero lombardo sabemos, gracias a Borges (en «Historia del guerrero y la cautiva»), que en el asedio de Ravena «abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado». A Droctulf, venido de «las ciénagas de Alemania», la Ciudad imperial se le revela como fábrica de una inteligencia inmortal, un orden superior a sus toscos dioses de madera: como la civilización. No sigo ahora a Borges, en la continuación del relato, que «explica» el reverso de esa fascinación del bárbaro por el imperio. Me interesa ahora sólo subrayar el abismo entre los sentidos de imperio en Talleyrand y Droctulf, invitar a algún cuidado, y compromiso responsable, o al menos estipulación del significado preciso, en el uso del término.
No sobra quizá notar, o en parte confesar, algún riesgo de incongruencia en el procedimiento de lo que sigue: en el impulso [66] limitado de ahora, y a la vista del marco igualmente limitado de la intervención, resultará más bien demasiado visible que no estoy en condiciones de abordar adecuadamente lo que creo que finalmente sí exige la cosa. Se demanda una aproximación sistemática al concepto y la realidad (de estatuto ontológico a determinar) del imperio, metódicamente orientada a una interpretación de la naturaleza, y el destino, de lo político en el presente. Esa demanda podría uno echarla de menos en los trabajos, por lo demás de una gran riqueza histórico-intelectual, de Anthony Pagden: El imperialismo español y la imaginación política (Planeta, 1991), Pueblos e imperios (Mondadori, 2001), y sobre todo Señores de todo el mundo (Península, 1997). Entenderá bien quien oiga aquí y allá en lo que sigue una sorda reserva católica ante las anteojeras anglocéntricas del ilustre profesor de la Universidad de Cambridge.
Una ambición no exactamente modesta, pues, la de estas páginas, y acaso ridículamente desfasada respecto a los medios de ahora (limitados también por mis incompetencias) para llevarla a cabo. Me atreveré además al final a algunas «decisiones evaluativas» sobre «imperio y democracia», con peligro de algún batacazo. Contentémonos con cumplir siquiera con este objetivo menor: con dar algunos indicios de que el asunto importa. Aclaro al menos que el predicado de «sistematicidad» de la ciencia buscada del imperio no remite, claro, aquí a esquemas doctrinales metafísicos o teológicos: es una expresión suavemente polémica que pretende apartar, y por lo pronto apartarnos a nosotros mismos, de las habituales maneras teoréticamente escépticas, militantemente historicistas y políticamente relativistas, en el tratamiento científico y filosófico de las categorías políticas y de las ideas que tienen directa o indirectamente, «problemáticamente», que ver con lo político. Precisamente quisiéramos sugerir que no está claro, que es problemático en sentido fuerte, el lugar o el estatuto del imperio, o qué relación tiene o tendría el concepto de imperio con lo político. Alguien dirá o [67] preguntará, por ejemplo, en la línea marcada por estas dificultades: ¿no sería en última instancia el imperio un concepto intrínsecamente teológico, o tal que comporta una parte irreductible de teología, de «ideología» teológica? Una crítica deconstructiva del estrato teológico-político de las lenguas políticas europeas (en la línea de Schmitt, o de Benveniste) exige muy naturalmente la cuestión imperial. Lo atestiguaría por ejemplo, si se quiere ocasionalmente, el pasaje husserliano que algo artificialmente he colocado en el exergo, a propósito del giro medieval a través de la Ciudad de Dios de una cultura que originalmente habría sido Filosófica, científica, griega. Como si la potestas y la auctoritas latinas, y ya la exousía griega de la época helenística –términos desde luego no equivalentes pero vinculados al núcleo más resistente del significado genuino romano de imperium, como vamos a ver– revelaran su más verdadero sentido en los usos teológicos correspondientes del texto neotestamentario (vid. Lucas, 4,36) y de la cultura medieval católica. En el imaginario occidental el concepto de imperio estaría ligado, a veces a través del fortísimo lazo que es la oposición recíproca, a la idea de Civitas Dei. El notable providencialismo en la versión dantesca (en sentido literal) de la Roma clásica (especialmente en De Monarchia) podría invocarse como ejemplo y como base para aquella pregunta, para esta hipótesis. O bien, pero no sería preguntar lo mismo a pesar de alguna apariencia: ¿no requerirá el imperio, o la encarnación de la realidad imperial en tal sujeto corpóreo o tales instituciones, algo así como una fe o, alternativamente, una activa falta-de-fe en él? Si así fuera, si simplemente así fuera, lo imperial quedaría fuera de lo político. El episodio que a algunos puede parecer anecdótico o secundario del horror de los griegos «auténticos» (como Calístenes, el sobrino de Aristóteles), del séquito de Alejandro en su cabalgada militar-imperial a través de Persia ante el requerimiento de arrodillamiento (proskynesis) y adoración divinizante del audaz estratega (o también la profunda [68] contradicción interna del propio Alejandro entre su autoconciencia como «el más griego entre los griegos» y su fascinación por los signos del poder imperial de los aqueménidas), reclamaría un estudio comprometido con decisiones conceptuales, filosóficas, de fondo, para lo que una aproximación «puramente» histórico-positiva sería insuficiente. Una determinación estrictamente republicana de la esencia de lo político, así (y ahora que «de pronto todos somos republicanos», Helena Béjar avisa), se vería abocada o bien a expulsar lo imperial a las tinieblas de lo anti-político, en un gesto apotropaico de todas formas en sí mismo «interesante», o bien aparentemente más neutramente, a establecer la pura y simple separación de las esferas en las que se situarían respectivamente lo político y el imperio. Son lo anterior sólo de momento preguntas; y algunas conjeturas, o «provocaciones»: me limito quiero decir a dar algunos indicios de que la inspección teórica políticamente preocupada del imperio (del concepto y de la cosa) tiene, como decía, relevancia. No quita que no quepa descansar aquí en ninguna «evidencia». Estaría por ver por ejemplo qué parte de metáfora despistante o hasta de desenfoque de principio puede haber ya en la retórica afirmación inicial de la obra de Negri-Hardt, lo de que el imperio, y antes de que sepamos qué es eso, «se está materializando ante nuestros ojos». ¿En qué intuición empírica podrá darse la realidad, no digamos la esencia imperial? Obviamente no basta remitir a los fenómenos masivos de la globalización o la mundialización como en el contexto inmediato hacen Negri-Hardt: en curso sí aquella, «its discontent» incluido, todo el mundo puede digamos «verlo», pero cuyo sentido, y hasta como significación a estipular por las Academias de la Lengua, si quiere seguirse la conocida discrepancia entre Vargas Llosa y Sampedro por ejemplo, es quaestio disputata como pocas.
Un estudio sistemático (o quasi sistemático: si llega a parecer que decir en serio «sistema» impide salir del círculo especulativo [69] del saber absoluto hegeliano) del concepto de imperio requeriría una estructuración compleja de las categorías historiográfica, histórico-política, histórico-jurídica y teológico-política correspondientes, así como una construcción dialéctica de la idea Filosófica de imperio. Vaya confesado que no podrían presentarse las reflexiones que siguen ni siquiera como esquema preliminar o tentativo de ese saber sistemático o quasi-sistemático del imperio. Vamos a ver si lo que de rapsódico pueda tener esta breve composición De Imperio, sobre la base del resalte de una serie de contextos supuestamente determinantes o privilegiados del concepto y la realidad imperial, no la condena, a la dicha composición, necesariamente, a ser o parecer sólo una sarta en estilo malamente postmodern de ocurrencias y citas.
II
El énfasis de la demanda de sistematicidad en el tratamiento científico y filosófico del imperio obliga a ser formal en el reconocimiento del mérito definitivo que atribuimos a una contribución próxima sobre el tema llamada a constituirse, creemos, en referencia ineludible de este campo. Gustavo Bueno dedica en España frente a Europa (Alba, Barcelona, 1999) un extenso, denso y comprometido capítulo a la exposición de «La Idea de Imperio como categoría y como Idea filosófica» (pp. 171-239), antes de «aplicar» esa idea, esa interpretación de la idea de imperio al caso de la historia de España (pp. 239-369). Gustavo Bueno, que se había ya interesado en el tema a propósito del Imperio romano en las conclusiones del Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas» (Logroño, 1991), establece con mucha seguridad cinco acepciones del término «imperio» que mantienen una «formal referencia política real», tras dejar de lado otras acepciones, como la etiológica, la [70] psicológica y la teológica. Para enfrentarse analíticamente y dialécticamente al sentido de esas cinco acepciones como justamente acepciones no puramente heterogéneas sino en su entretejimiento o su symploké, y en la medida en que los cinco conceptos serían «disociables» pero «inseparables», hay que apelar constantemente a un plano específicamente filosófico del saber, y concretamente a procedimientos específicamente materialistas y dialécticos. De hecho, aunque de las cinco acepciones de «imperio» propuestas sólo la quinta sería una idea formalmente filosófica, el recorrido y la construcción del «relato» que examina las cuatro acepciones anteriores, en principio ellas mismas de nivel «categorial», pre-filosófico, son filosóficos de parte a parte. (Esa combinación, esa complexio del saber filosófico y los saberes científicos, «categoriales», y su implantación en los saberes mundanos, es por lo demás típica de este pensamiento dialéctico que había ya hace mucho superado el esquema manido de la determinación popperiana del «problema de la demarcación» de la filosofía y la ciencia: la enfermedad infantil, el sarampión del que no acaba de curarse la moderna filosofía de la ciencia dominante en las Universidades.) Sumariamente repetimos este «relato».
La primera acepción corresponde al concepto «subjetual» de imperio, la facultad del imperator para mandar con autoridad, en especial en un sentido de «mandar» ligado al poder militar pero que no se reduce a la fuerza coactiva, al ius gladii. (Diríamos, comentaríamos por nuestra parte que el ejemplo histórico romano, y más concretamente, la dinámica interna del proceso revolucionario que conduce de la dictadura de Julio Cesar a la aceptación por parte del Senado de Octavio Augusto como princeps tras la batalla de Actium sería más que una «ilustración», y más que un «caso» o una «aplicación», de aquel concepto: de manera que lo que el clásico libro de Syme llama «la revolución romana», el paso de la República al Principado, constituiría una fuente decisiva para darle [71] contenido a este concepto de imperio.) La segunda acepción del término, vuelvo al hilo del ensayo de Bueno, es el concepto de una determinada configuración del espacio antropológico en la medida en que éste está marcado por el limes la línea fronteriza que defiende el espacio imperial frente a «los bárbaros». El tercer concepto de imperio, el concepto «diapolítico» o «diamérico», es el de un sistema de Estados subordinados a un Estado hegemónico. Equivaldría al concepto «común» de imperialismo, cuyas realizaciones modernas en el capitalismo expansivo colonialista del siglo XIX fueron estudiadas por Hobson y Lenin en textos muy influyentes (hasta hace poco). En cuarto lugar –y sin duda sería éste el momento más problemático del relato, por cierto sin mezcla de narratividad postmodern alguna, que resumo–, habría un sentido del imperio como concepto o como idea «transpolítica» o «metapolítica». Este concepto requiere asumir o más bien incorporar la perspectiva de algo materialmente y formalmente externo a las sociedades políticas ordenadas bajo la hegemonía imperial: externo pero operativo en las relaciones imperiales entre las diferentes sociedades políticas. Algo externo, por ejemplo Dios. Por ejemplo el Dios llamado Enlil que según documentos del precisamente probablemente primer imperio de la historia, el sumerio, «dio a Sargón Summer, Accad, el Alto País de Marí, Iarmuti, las Montañas de Plata ... ». El punto está en que Enlil no sería simplemente el nombre de una representación ideológica, imaginaria, «religiosa», sino un elemento efectivo en la configuración de la realidad imperial. Si este concepto está bien formado, podría entonces decirse, como aquí se dice, y por seguir con el ejemplo, que «el Imperio de Sargón no es sólo una empresa depredadora organizada por políticos que utilizan a los pueblos como meros instrumentos de sus intereses, sino que es también una empresa en la que los intereses de los propios pueblos están de algún modo representados (y, lo que es más, con su consenso y aun con su acuerdo) a través de Enlil que les habla. En su caso, no sólo el [72] pueblo vencedor; también los pueblos vencidos están contemplados por Enlil» (p. 196-197). El peso del lado teológico del concepto metapolítico de imperio se confirmaría en el libro bíblico Daniel, en el paso en que Darío impone «a todos los pueblos y tribus y lenguas», en todo su imperio, el Dios vivo y eterno por los siglos que había librado a Daniel de los leones. Ahí se atestiguaría «el concepto más antiguo de Imperio según esta cuarta acepción». (Anotémoslo de pasada, esa lectura del libro de Daniel podría en parte confirmarse en parte complicarse a partir de los trabajos de Arnaldo Momigliano sobre la peculiaridad de la visión judía en el contexto de la historiografía helenística y concretamente en relación con la teoría polibiana de la sucesión de los imperios universales{1}.) Ahora bien, junto a esa perspectiva teológica, un concepto transpolítico del imperio puede incorporar una fuente también externa a la sociedad política pero «cósmica» (o al menos más directamente interpretable en términos cósmicos): la «conciencia humana» capaz de elevarse a la idea de una Ciudad Universal, un Imperio universal que abarcaría también a los bárbaros; así, la idea estoica de la Cosmópolis. La cual de todas formas supone el trabajo previo de los profetas judíos y de los filósofos griegos.
La pregunta sería ahora si esa idea metapolítica de imperio remite necesariamente a fuentes metafísicas. Una respuesta simplemente afirmativa implicaría una dificultad insuperable para dar cuenta de la penetración de aquella idea en la historia efectiva, en el curso de las sociedades políticas «realmente existentes». Bueno recurre a la distinción esencial emic-etic (introducida por el lingüista y misionero Kenneth Pike, ampliamente divulgada por los estudios de antropología social de Marvin Harris, y dialécticamente reexpuesta por el propio Gustavo Bueno en Nosotros y ellos, Pentalfa, [73] 1990) y desde luego a la doctrina materialista de la subjetividad corpórea operatoria para situar y explicar la causalidad política efectiva de la idea metapolítica de imperio. Valga la cita extensa siguiente, que declara además muy abiertamente los compromisos históricos, y políticos, de nuestro «relato»: «Planteada de este modo la cuestión, es evidente que los lugares reales desde donde podemos oponer al imperio (diapolítico) realmente –por ejemplo, el Imperio romano– unas Ideas-fuerza de Imperio metapolítico, dotadas de causalidad histórica suficiente como para poder otorgarle etic «beligerancia» en el conjunto del proceso histórico, habrán de ser los lugares en donde actúan, fuera de los límites que el Imperio mantiene con su medio [...], otras fuerzas poderosas, capaces de modificar su rumbo, y aun de destruirlo. Estas fuerzas serían las que hablan en nombre de Enlil, sin ser Enlil; las que hablan en nombre de Dios sin ser Dios; o las que hablan en nombre del Logos, sin ser el Logos. "Fuera del Imperio", pero "Hacia el Imperio" (y de ahí la posibilidad de conformar un nuevo concepto de Imperio), actúan, por ejemplo, las fuerzas sociales del medio exterior del Imperio (los bárbaros, los pueblos marginados) y las de su medio interior (los esclavos, pero también los desheredados, la "plebe frumentaria"). En una palabra, la Idea metapolítica del Imperio, o mejor, el cuarto concepto de Imperio, no lo consideraremos conformado desde la Idea teológica de Dios, sino (para el caso del Imperio de Occidente) desde la Iglesia romana (en la medida en que representa a clases oprimidas de las ciudades y a muchos esclavos y, muy especialmente, a unos Estados ante otros Estados); ni estará conformado desde la Idea filosófica del "Género Humano", sino desde los bárbaros o desde los pueblos marginados del Imperio, y muy principalmente desde el pueblo judío» (España frente a Europa, cit., p. 201).
La idea filosófica del imperio, o mejor, «el nivel filosófico de la Idea de Imperio», la quinta acepción pues de la serie, resulta de la [74] confrontación dialécticamente expuesta entre los conceptos diapolíticos y metapolíticos. El imperio entendido en clave filosófica sería la explicación concreta de que el imperio universal (en rigor las distintas configuraciones históricas de esa idea metafísica) es una idea límite. (¿Un momento kantiano quizá en este discurso abocado sin embargo a la restauración o la renovación del concepto hegeliano de historia universal sobre la base de interpretar ésta como historia de los imperios universales?). Para los actuales debates político-mundiales de imperio quizá la afirmación más subrayable de este momento del relato sería que la Idea filosófica de Imperio es un imposible político» (ibid., p 207). Obviamente, esta sentencia no supone, todo lo contrario, que haya que condenar a esterilidad intelectual y política las discusiones filosóficas sobre el imperio y sobre las relaciones de éste con la historia de las sociedades políticas. Pero sí obliga a declarar vanas las usuales invocaciones del género humano como presunto posible más o menos utópicamente estipulado sujeto agente de una Cosmópolis. Es que el concepto de género humano no sería un «género anterior», un todo anterior a sus partes, sino más bien un «género posterior a sus razas, etnias o culturas originarias» (ibid. p. 204). De lo cual habría dado ya la clave Aristóteles al establecer, en una frase leída habitualmente somnámbulamente como definición metafísica y arbitraria, que el hombre deviene hombre tan sólo al devenir ciudadano, al ser reconocido como miembro de una sociedad política: de donde que ni la mujer, ni el niño, ni el bárbaro puedan considerarse en sentido estricto «hombres» en el universo conceptual del maestro de los que saben. Se entiende que en el esquema de este sistema la idea filosófica de imperio, o la movilización filosófica de la idea de imperio, lejos de toda abstracción general, remita directamente a los diferentes imperios que ha dado la historia. Destaco un pasaje que deja ver por un lado el enérgico polemismo de la tesis más notoria, y al parecer demasiado «políticamente incorrecta» para mucho [75] bienautoconcienciado progresista, del libro que comentamos (digo la tesis, la caracterización formal del Imperio español como imperio «generador», en las antípodas de los «imperios depredatorios», como los coloniales británico y holandés), y da pie quizá por otro lado a algunas digresiones suplementarias: «La Idea de "Género Humano" no es, por tanto, algo que pueda expresarse en una Idea cerrada o definitiva. [...] Una será la Idea filosófica de Imperio de Alejandro y, otra, la de Augusto; una será la Idea de Imperio de Constantino (Idea que habrá que ponerla en conexión con las "variables cristianas" que definen a la persona como individuo corpóreo) y otra será la Idea filosófica del Imperio islámico; una será la Idea filosófica del Imperio británico, y otra será la Idea de "Género Humano" propia del comunismo internacional, que fue mantenida políticamente durante 80 años por el "imperialismo soviético". Otra será también, por último, la Idea filosófica de Imperio que puede ser asociada al proyecto de "sociedad democrática universal de mercado" que los ideólogos americanos quieren hacer coincidir con el "fin de la historia" (ibid. p. 205).
III
Imperium aut merum aut mixtum est. Merum est imperium habere gladii potestatem –mixtum est imperium, cui etiam iurisdictio inest(Ulpiano, Dig. II, 1, 3)
Repasamos, pues, la clave romana del concepto «imperio». En la interpretación que acabamos de resumir, ya se ha subrayado, la construcción conceptual asume muy conscientemente un determinado privilegio del experimento histórico imperial romano. De la historia de esa peculiar sociedad política que fue Roma toma ejemplos, más bien materiales de análisis, dicha interpretación, y en concreto para la especificación del sentido de las cinco acepciones. [76] Cierto que, y a ello volvemos luego, por lo que se refiere sobre todo a las acepciones cuatro y cinco (Imperio metapolítico, e Imperio «en filosofía»), la clave Roma es aquí mayormente releída a su vez en clave católica. Sin que de todas formas quede claro si en la intención más secreta del narrador lo que se propone es algo así como: que «buen romano» es el que llegará a ser un «buen católico», o bien, que «buen católico», el que habría sido previamente un «buen romano». Esa oscilación indecidible entre la genealogía «realista» romana pagana de la Iglesia católica o la teleología «providencialista» católica de la Roma pagana, es una característica irreductiblemente polémica en el tipo general de esta narración, desde Eusebio de Cesárea y San Agustín hasta Montesquieu y Vico pasando en especial por Dante, y por Maquiavelo. Las «versiones», no ya distintas, hasta antagónicas, del «verdadero» sentido de Roma (y dime qué piensas de Roma y te diré quién eres) es un índice muy seguro de la orientación filosófica y política de los autores, y de los distintos momentos de «nuestra» civilización. (Me he interesado recientemente en un caso próximo: «Versiones de Roma. Acotaciones a la fe Roma de Ortega », in El Basilisco, 31, 2002.) Disputado es incluso cuántas habría habido: si además de la Roma clásica pagana y la Roma católica, la aparentemente más legítima Roma de Bizancio luego, y la Roma en el exilio que habría sido Moscú tras 1457, hipótesis éstas dos últimas interesantes (y puede ahora consultarse el libro de Antonio Bravo: Bizancio. Perfiles de un Imperio, Akal, 1997), pero que suelen parecernos sólitamente extravagantes: buena ocasión así para tentar nuestras creencias, para someter a crítica «nuestro» emic, concepto de Roma. Para una reconstrucción original de la compleja genealogía medieval y protomoderna de la figura de la Civitas Dei, remitimos al bello libro de Maurice de Gandillac, Genésis de la modernité, De la «Cité de Dieu» à la «Nouvelle Atlantide» (Cerf, Paris, 1992). Pero el litigio no es sólo entre «narrativas», o entre versiones. O es que éstas tienen [77] fundamento histórico ontológico: la compleja relación entre las dos Romas más indiscutibles en todo caso «para» Occidente, la de Virgilio y la de los sucesores de los Apóstoles, estaba sin duda en las res gestae mismas. Por nuestra parte no se trata ahora de poner en duda lo bien fundado de ese privilegio de la clave romana (y, se la entienda como la entienda, de la clave romano-católica, digamos, si a la Dante, o, en el otro extremo, desde Lutero, el antirromano par excellence, y de terrorífica influencia en toda la cultura alemana hasta más acá de Weber y Heidegger) para explicar la esencia del imperio. Todo lo contrario: en la historia de la civilización occidental el imperio tout court es el Imperio romano y sus más o menos legítimos herederos. Y desde Constantino hasta Napoleón, sous l'oeil del papa.
Me limito ahora a sugerir algunos motivos de tal privilegio para el caso especialísimo del giro romano en la historia conceptual y real del imperio. Y de paso anotar algo a lo que habría que volver más despacio: si leer es también localizar en un texto sus ausencias o sus represiones, el efecto de sus censuras, en el influyente y tantas veces concienzudo Historisches Wörterbuch der Philosophie (bajo la dirección de J. Ritter y K. Gründer, Basel, 1992) brilla la ausencia, en los artículos sobre «Reich», de alguna seria consideración de lo romano imperial. Esos textos, fuertemente normativos por su autoridad académica, se prestan a confirmar, todavía, el diagnóstico de Nietzsche: la dependencia de la filosofía alemana respetable respecto de seminarios teológicos Protestantes. ¡Al menos Ranke, aunque no podía menos de saludar como luterano el surgimiento del poder romano en el mundo antiguo con un despavorido «De pronto la tierra se desnuda de pueblos libres», sin embargo como historiador positivo reconoce la «ilimitada significación del Imperio romano»! (Cf. Historia de los papas, FCE, pp. 13, 16.)
A vueltas, pues, con Roma. Por lo pronto el análisis puede beneficiarse de un repaso a los resultados más seguros de una [78] encuesta de la voz imperium en el sistema y en la historia de la lengua jurídico-política latinos. No es que demos crédito al procedimiento etimologista. Pero el ya mencionado «succes linguistique» del término pone en la pista de aquello con que la configuración imperial de la política romana tras la crisis definitiva de la República (de la que el gran texto de Cicerón recuperado por el cardenal Mai el siglo pasado da testimonio, entre digamos la nostalgia celebrativa del «sueño de Escipión» y la arriesgada demanda de un dictador «salvador» de la civitas) señala, marca, el concepto occidental, y filosófico, de imperio. «Imperio», «impero», «empire» (en francés y en inglés), pero también incluso «Reich», deben mucho, a través de una larga historia en parte secreta, al ancestro latino de los usos modernos del término (como «Imperio hispánico», «Imperio napoleónico», o «The Age of Empire», según expresión consagrada de Erik Hobsbawm, en la estela de Lenin, para la «fase superior del capitalismo»). El imperium marca el uso de la voz «imperio» cuando el historiador moderno corriente más o menos tranquilamente habla de los imperios antiguos (Summer, Egipto de las dinastías XVIII y XIX, Asirios, Babilonia, Persia) que se suceden en torno al Asia Menor entre mediados del tercer milenio y la traumática entrada de los griegos en la historia universal en las batallas de Maratón y Salamina. El significado de ese uso historiográfico «evidentemente» retrospectivo («anacrónico», se diría) de la voz «imperio» (con su irreductible connotación romana) es las más de las veces una combinación inestable de lo que en el esquema de Gustavo Bueno serían la acepción tres («Imperio diapolítico», organización interestatal sobre la base de un poder hegemónico) y la acepción cuatro («Imperio metapolítico», hegemonía de un Estado sobre otros con suplemento de legitimidad y de consenso junto a la fuerza del dominio). Claro que no sólo el historiador académico moderno, cuando emplea el término «imperio» alegremente aparentemente unívocamente para referirse al de Lugalzzagini, al de Alejandro, o al de [79] Napoleón, recurre, vellis nollis, y sépalo o menos, a parte del significado específicamente romano del imperium: ya la historiografía helenística usa arjé, en violenta trasposición respecto al sentido de esta palabra en griego clásico, para designar específicamente el imperio. Ese imperio que los griegos, hasta la irrupción de Alejandro en la existencia de las ciudades griegas, no supieron, en algún sentido no quisieron, ni forjar ni entender. Es que el poder expansivo de base talasocrática de la Atenas de Temístocles y de Pericles no puede llamarse imperio (y sólo con muchas cautelas cabe hablar al respecto de «imperialismo»); y en cuanto al Imperio persa, cuya amenaza los griegos más bien sufrieron que conocieron, permaneció siempre como una especie de enigma para su inteligencia política. Así al menos podría releerse Los persas de Esquilo. Frente a eso precisamente destaca como novum el tema imperial en la reflexión historiográfica helenística. Polibio es la guía decisiva aquí. En su lengua arjé sirve para designar de forma privilegiada el poder imperial romano que se habría gestado en el curso de las guerras púnicas. Para el historiador de Megalópolis, y previamente general y diplomático de la liga aquea derrotada por los romanos en la batalla de Pidna (en el año 168 a.C.), Roma no es desde luego el primer imperio de la historia. El de los aqueménidas, la megale arjé persa, nadie en Grecia pudo desconocerlo: había durante siglos asediado insidiosamente, había hanté, como una sombra amenazante, la existencia política griega. En la jerga de los secuaces de Heidegger: la libertad de la polis se «desocultó» sous l'oeil du Perse. Pero la arjé, la soberanía imperial romana alcanza, en el discurso muy reflexivo de Polibio, un nivel nuevo de complejidad y de seguridad, al que es muy sensible ese tipo de griego culto de la época helenística fuertemente autocrítico para con la tradición de la polis clásica que aquél representa. La novedad romana estaría ante todo en la quasi mundialización de su pretensión imperial, en contraste con la limitación, territorial y temporal, de los Imperios persa, lacedemonio y [80] macedónico: «En cambio, los romanos sometieron a su obediencia no algunas partes del mundo, sino a éste prácticamente íntegro. Así establecieron la supremacía de un imperio envidiable para los contemporáneos e insuperable para los hombres del futuro» (I, 2, 7; el pasaje tiene dificultades de lectura). El sintagma que menciona la lucha «peri tes ton olon arjes» (I, 3, 7) ha podido traducirse como «soberanía mundial», «the empire of the world», «l'empire du monde». Para este griego derrotado, la Roma imperial, pues, «horizonte insuperable» del pensamiento político. Y la conocida digresión teorética de su relato histórico (el libro VI) propone una explicación muy comprometida de la seguridad, de la estabilidad en el dominio mundial conseguido por los romanos, tras siglos de existencia peligrosa, en la célebre justificación de la superioridad de la constitución mixta, de la combinación de realeza, aristocracia y democracia. Esa combinación se habría realizado en la historia constitucional romana, en el difícil equilibrio entre el poder ejecutivo consular, la autoridad del Senado y el poder de los tribunos de la plebe. Cierto, Montesquieu, el clásico de la corruptibilidad ineluctable de Roma, en las antípodas pues en cierto modo de Polibio, preconizador de una Roma eterna, al que de todas formas tanto debe el ilustrado barón, desmiente, con la certeza del que habla después del diluvio, la instalación intelectual del historiador griego en una Roma con vocación eternitaria, presuntamente capaz con su politeia mixta de aguantar los envites de la Fortuna (Cf. en especial los capítulos IV, X, y XI de las Consideraciones sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence, ahora en la bella edición anotada del segundo tomo de las Oeuvres Complètes, de la Voltaire Foundation, 2000). Pero la novedad conceptual del historiador griego al explicar el Imperio romano sigue teniendo, todo lo problemática que se quiera, vamos a confirmarlo, virulencia y beligerancia.
La categoría «imperio mundial» o «ecuménico» contrasta con el pensamiento político inventado por los inventores de la polis (de [81] los que seguimos siendo deudores en «nuestro» «republicanismo» tendencialmente antiimperial). Se puede ser formal en esto: no hay lugar en Aristóteles para una «teoría del imperio». No que no se trate de ella de hecho en el texto: es que no hay manera de abordarlo, el imperio, desde la axiomática política aristotélica, dependiente absolutamente en su análisis del modelo de la polis democrática griega, digamos la comunidad de los no más de unos 40.000 ciudadanos hoplitas. Platón al menos habría sido más consciente del riesgo de etnocentrismo del pensamiento político griego, tan marcado por las estructuras, y las dimensiones, de la polis: al considerar dos regímenes-madre, dos protopoliteias, la monarquía persa y la democracia ateniense (Leyes, III, 693c). La historiografía griega clásica lo confirma también a su manera, digo, esa alergia intelectual y política del pensamiento político griego dominante ante el concepto de imperio. Las traducciones modernas inerciales pueden confundir incluso a gente avisada. El término arjé, por ejemplo, en Tucídides, el clásico de la historia como historia del poder y la lucha por el poder, tiene una significación imprecisa, o «rica», si se quiere. El evidente anacronismo «imperialismo» (un concepto que no se pone en circulación hasta finales del siglo XIX, por cierto al principio con connotación positiva), al que se recurre frecuentemente en las versiones modernas de su texto, tiene sin duda alguna base. En el discurso del historiador de la guerra del Peloponeso resulta muy coherente la caracterización del poder ateniense como poder expansivo, como «imperialismo», pues (en principio equiparable a lo que se ha llamado arriba imperio diapolítico). Y claro, muy griegamente, muy trágicamente, el pensamiento tucidideo pone en escena, a través de personajes como Cimón, Alcibíades, Nicias y el mismo Pericles, el conflicto entre limitación y expansión como la hybris típica, y autodestructiva, de la polis democrática. No habría habido simetría, según el durante años desterrado de Atenas, entre Atenas y Esparta en la responsabilidad al menos inicial [82] de la guerra del Peloponeso: la culpa o la causa había sido la arrogancia y la ambición de los atenienses, impulsados por su dominio técnico del mar (cf. I, 23). La talasocracia creciente de Atenas a partir de Temístocles habría puesto en grave crisis al sujeto operatorio típico de la democracia, al ciudadano hoplita. (Insiste en esta contradicción entre el ciudadano armado y el ciudadano remero Domingo Plácido, en su instructivo, y algo farragoso a veces, comentario a Tucídides: cf. La sociedad ateniense, Crítica, 1997.) Pero por mi parte insisto en que Tucídides, y en suma el griego de la época clásica (a no ser cierto Platón, como se ha dicho, quien más libremente que su discípulo más famoso osa pensar los límites no sólo territoriales de Atenas) no barrunta la posibilidad de una relación relevante entre lo imperial y lo político. Ya digo que puede resultar hasta cierto punto pedagógicamente justificado verter la arjé del texto tucidideo como «imperio» o como «imperialismo» (así, passim, en la versión de Antonio Guzmán, de Alianza, o en la edición de Julio Calonge y Juan José Torres, de Gredos; pero también en la edición de Belles Lettres, o en el comentario de Gomme); pero se estará de acuerdo en que el recurso es poco «técnico», y engañoso. La inercia de leer «imperio» aproblemáticamente en la arjé de Tucídides puede llevar a un estudioso de la talla de Canfora a monumentales desenfoques, al violento misreading que supone por ejemplo homogeneizar de entrada el «Empire» napoleónico apud Thiers, el imperialismo británico, y la arjé ateniense según Tucídides (cf. Luciano Canfora, Tucidide e l'Impero, Laterza, Bari, 1991). Y en todo caso una reconstrucción de la «teoría del poder» y de la soberanía estatal de Tucídides no puede montarse, como en suma hace el último gran biógrafo de Julio César (pero decididamente ajeno a la cuestión conceptual del Imperio), sobre la base de una lectura «moral» del famoso diálogo de los atenienses y los melios. El cual se simplifica mucho si se lo lee, como se suele, con las anteojeras perezosas de considerarlo un documento de [83] Realpolitik, una exposición desencantada, o «realista», de la verbalización cínica de la política protomaquiavélica del Estado más fuerte (en esa lectura débil y convencional de Tucídides incurre también Michael Walzer en el arranque de su jaleado libro sobre el bellum justum).
En cambio, y si se me sigue en el resalte de un irreductible contraste que no debe atenuarse en consecuencia mediante el recurso a una terminología imperial engañosa, la reflexión política de los Filósofos y los historiadores, y los poetas, romanos, desde Cicerón y Virgilio en adelante, está obsesionada, hantée, por el problema, finalmente irresuelto, entre las estructuras republicanas y el orden imperial. Se entiende: el pensamiento político griego está ya maduro, o más exactamente «cerrado», cuando la historia efectiva, el «hecho» Roma desde la batalla de Pidna en la cultura helénica, impone la necesidad de un análisis político de la realidad imperial. En cambio la reflexión política (historiográfica, filosófica, literaria y jurídica) de los romanos sobre el imperio coincide con la gestación del poder imperial, con la dictadura de Julio César y la elevación de Octavio a princeps. Claro que esa sincronía de la reflexión y la revolución, junto a la riqueza de la trama histórico-conceptual que implica, explica la confusión en la misma cabeza de algunos de los testigos, y de los más lúcidos, de la transformación en curso. El redactor de la voz «imperium» del Pauli-Wissowa llega a decir con todas las letras que nada menos que Tito Livio se confunde, comete aquí y allá un Irrtum garrafal al emplear el término. En efecto, imperium es de modo general equivalente a potestas; pero ésta tiene un sentido más amplio, mientras que el sentido específico político de imperium, la autoridad gubernamental de los magistrados sobre el conjunto de la sociedad política, como el poder consular, pretoriano o dictatorial, sólo equívocamente o equivocadamente podría aplicarse (en lo que caería Tito Livio: IX, 30, 3) a poderes parciales, «funcionales», como el de ediles, censores o [84] cuestores. Otro «error», y no casual éste tampoco, de Tito Livio (XXXVII, 51) en el uso de imperium, al asignarle esta autoridad a un pontifex maximus en conflicto con un pretor, contra toda la tradición jurídico-institucional, lo presenta el precioso artículo, cuya relectura pues encarecidamente se recomienda, como caso de un uso en el que el imperio sería «un concepto vacío sin contenido». Es que –prosigue el implacable filólogo alemán– «de lo que aquí se trata para nosotros es de la cuestión de principio de si el imperium de los romanos ha sido un fantasma (ein Phantom) o un concepto efectivo». Evidentemente la historia efectiva de Roma no podía dejar intacto el sentido político «originario» de imperio como soberanía suprema en el Estado: en especial el peso cada vez mayor del lado militar del poder, frente a la decadencia «inducida» del Senado y del pueblo (pero ya antes de la militarización imparable del imperio a partir del siglo III, el imperium comportaba desde siempre el derecho a mandar tropas en campaña, cf. Jean Gaudemet, Institutions de l'Antiquité, Paris, 1967, p. 231. Y ahí mismo, cf. la útil síntesis de las estructuras del poder imperial: pp. 458-485). Ahora bien, también, y esto nos interesa más, y enlaza con el momento católico del concepto, el sentido de imperium se complica con la efectiva tendencia ecuménica de la civilización romana. La expresión de Tácito, inmensum imperii corpus, sugiere que los límites del imperio, cuyo cuerpo excede toda medida, son los de la civilización misma.
IV
Es gibt ein antirromischer Affekt(Carl Schmitt)
La catolicidad, la universalidad (o, si cedemos a la coerción de la doxa, la expansión «imperialista») sería una tendencia interna, pues, del Imperio romano, antes de que la Iglesia católica la [85] incorpore, en otro nivel aparentemente, a su programa evangélico de fraternidad de «todos» los hombres (es decir, incluidos los esclavos, los bárbaros y hasta las mujeres). Pero a pesar de la buena voluntad de un Dante, cuesta ver en la nación de los Escipión, Sila, Julio César o Nerón, y a pesar de los estoicos, y de algunos piadosos como Virgilio, un pueblo fratercentrista. Hay discontinuidad, y al margen de la fe y hasta de la teología y la filosofía: hay discontinuidad historiográficamente positivamente señalable en el paso de la Roma imperial culminante, la de los Antoninos, y la Roma que pacta primero con el cristianismo, y lo incorpora progresivamente a su eticidad y a su moralidad después, con toda la ambigüedad que el proceso comporta. Una ambigüedad que San Agustín quiso conjurar con el mito imponente de la Ciudad de Dios: sin éxito histórico, en líneas generales, me atrevería a creer. ¿Habrá sido la «lógica interna» del pensamiento medieval una progresiva deconstrucción del agustinismo filosófico, teológico y político? Nos tienta en este paso, sería para otro día, una lectura abiertamente interesada del libro de Ernst Kantorowicz (muy manifiestamente imprescindible para la cuestión imperial como tal y no sólo en su momento medieval) Los dos cuerpos del rey (Alianza, 1987) como apoyatura masiva, sobre todo a propósito de la teoría dantista o dantesca de la «realeza antropocéntrica», para la hipótesis indicada. De manera que, si se me sigue, no habría por qué leer unívocamente en clave de protomaquiavelismo y de Realpolitik la figura de Constantino (o, por su lado, la historia de la misma Iglesia en su estadio militante a partir del Edicto de Milán), a lo que tanto nos ha acostumbrado la cegadora ideología luterana.
El de los estudios teológico-políticos medievales es todo un mundo. Lo he rozado muy deprisa: habría que abordarlo con pies de plomo. Pero el motivo de la universalidad o de la catolicidad del orden imperial, tan seriamente pensado en la Edad Media, nos proporciona un hilo para concluir, y más comprometidamente, [86] con el tema (que el lector implicado habrá querido encontrar de todas formas ya en filigrana en las reflexiones anteriores) del imperio, hoy.
Según la evocada Marguerite Boulet-Sautel, la vocación de lo universal es el «alma del imperio». Se nos dice que «paradójicamente» los viejos imperios orientales parecerían responder mejor a esa vocación que el Imperio macedónico (a pesar de que éste lleva consigo el universalismo de la filosofía aristotélica). Hemos visto por nuestra parte que para el pensamiento político romano, genuinamente republicano, «mixto» o equilibrado en el sentido de Polibio y de Cicerón, el Imperio romano es un «problema», pero al menos ya no un enigma, como en el fondo para los griegos. Vengo a que sería fácil el acuerdo con esa mirada que destacaría un oxímoron en la ciudad imperial, en el Imperio macedónico: la interpretación como una paradoja del hecho de que el Imperio de Alejandro, conformado a través de su fulgurante combate con el Imperio de los persas, transmita al mundo la cultura política, genuinamente antiimperial, de las polis griegas (valga la redundancia). Pero en cambio está menos claro que los «problemas» y las crisis en el curso de la revolución romana que habría acabado con la «vieja república» (alojada sobre todo en la cabeza nostálgica de un Catón) puedan resumirse simplemente en términos de «estallido de las estructuras tradicionales de la ciudad» (así, de nuevo, Boulet-Sautel, cit. p. 402). Y menos claro resulta todavía la opinión ahí expresada –por lo demás muy compartida– según la cual César, a partir del 45, y al disponer de un imperium ilimitado, se habría convertido en «un monarca al estilo oriental oculto bajo el manto romano del imperator» (ibid.). Una en parte impensada axiomática grecocéntrica dicta esa percepción del imperator como, en suma, un impostor. ¿Por qué no asignar beligerancia a la idea de universalidad imperial como cosa no sólo oriental, y acaso no genuinamente oriental, como negocio más bien propio de Occidente? [87]
Cierto que el cristianismo, que asedia el Imperio romano primero como religión perseguida hasta cierto punto, y por momentos insumisa, luego como religión estatal, fue visto entonces y después por muchos justo como cosa oriental. Pero se es más bien de allí adonde se va que de donde se viene, dicho a la Hölderlin: el cristianismo tiene una vocación por lo pronto pragmática, mundana, «realista», por Roma. El cristianismo será católico o no será: dicho sea cum mica salis por un observador inmoderadamente escéptico de las cien millones y pico de religiones «cristianas» que dice haber encontrado Harold Bloom en Estados Unidos.
La idea imperial, si repensada entonces en hipercrítico sentido occidental, podría tal vez permitir, obligar en verdad a identificar el contexto determinante de la democracia hoy. Amenazada, todo el mundo lo ve o a todo el mundo se le hace ver, por unos nuevos «bárbaros» muy organizados (cuya desactivación, policial o bélica, no es técnicamente posible), y amenazada también, más temibles éstos, por unos cuantos «dirigentes» del mismo imperio, entre los que habría que incluir sobre todo los productores de la ideologíabasura del «ataque preventivo». La democracia o será peligrosa o no será: o estará en peligro o habrá ya llegado al final de su historia (en un sentido algo diferente de lo que propone esa otra ideología angloamericana ahora menos verosímil pero todavía virulenta en muchos foros del «fin de la historia»). En códigos muy diferentes, todo «verdadero» demócrata sabe que la democracia o está en curso, abierta a posibilidades inéditas, o no es democracia. Está en la lógica de la cultura política moderna constitucional ese no-cierre: que nadie pueda decir, como una constatación, y definitiva, «soy, somos demócratas»; o al menos que nadie pueda decirlo sin el compromiso de una promesa, sin una inquietud por la inadecuación entre tal o cual democracia efectivamente existente y la democracia buscada. La renovación de la democracia moderna, su reinvención en el curso de las revoluciones burguesas o más bien [88] como resultado tendencial de éstas, no habrá podido nunca olvidar la memoria de la democracia de los hoplitas griegos, ni los ecos del republicanismo romano, ni el novum cristiano (a pesar de los equívocos de una interpretación comunitarista fratercentrista en suma regresiva, de ese novum, que habría llegado a su cenit en la ideología de la Revolución francesa, como muestra el análisis implacable de Derrida en Políticas de la amistad (trad. esp. en Trotta, 1997). Lo indeterminado de la democracia moderna tendría mayormente probablemente que ver con la acogida del huésped desconocido (a lo que bellamente y lúcidamente apuntan Massimo Cacciari y Carlo Maria Martini en Diálogo sobre la solidaridad, Herder, 1997). Huésped desconocido, siempre, en tanto que desconocido, peligroso, posible hostis. Una conexión que estaría inscrita en una cierta profundidad de las lenguas indoeuropeas, si seguimos muy sólidas encuestas de Benveniste. Ese huésped desconocido, cualquier otro que es en cada caso completamente diferente, si tout autre eit tout autre, podría en principio tener más acogida en un orden imperial (que sólo podemos imaginar) que en los territorios cerrados de las soberanías nacionales, hasta hoy o hasta ayer única base existencial de la democracia.
¿Es seguro entonces que la promesa democrática es simplemente incompatible con el universalismo de la soberanía imperial como cree saber la doxa común? Aparte de que aviados estaríamos entonces, esa instalación en una fácil ideología anti-imperialista dejaría intacta, como utopía pura, la idea culpablemente idealista de la democracia de los bien intencionados. Con mucha vigilancia ante esa naïveté culpable, el último Levinas ha explotado diversamente la complejidad de la reflexión talmúdica sobre el hecho imperial (el de Alejandro, y el romano). Las ingenuidades teóricas del antiimperialismo ideológico (aunque sea en un discurso tan savant como el del Edward Said de Cultura e imperialismo, Anagrama, 1996) facilitan las cosas al imperialismo ideológico (de un Kissinger [89] digamos). Muy otro tendría que ser el compromiso efectivo de un pensamiento responsable con la democracia: así, la necesaria crítica radicalmente deconstructiva de los idola de la democracia, de las ilusiones quasi trascendentales de ésta, tendrá que estar en permanente negociación (a la vista pues de nuevas situaciones singulares, irrepetibles, inéditas) con el orden imperial.
{1} A. Momigliano, «Daniel y la teoría griega de la sucesión de los imperios», in La historiografía griega, Crítica, Barcelona, 1984.

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