Deleuze nos dice que la sociedad
en la cual nosotros vivimos hoy es la sociedad del control, término que se
remonta al mundo paranoico de William Burroughs. Deleuze afirma seguir a Michel
Foucault cuando propone esta visión, pero hay que reconocer que es difícil encontrar
dónde, en la obra de Michel Foucault (en libros, artículos o entrevistas), hay
un análisis claro del paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de
control. De hecho, con el anuncio de este paso, Deleuze formula, después de la
muerte de Foucault, una idea que no se encuentra expresamente formulada en su
obra.
La formulación de esta idea por
Deleuze es, de todas maneras, muy escasa –el artículo apenas tiene cinco
páginas1. Nos dice muy pocas cosas concretas sobre la sociedad de control.
Constata que las instituciones que constituyen la sociedad disciplinaria
–escuela, familia, hospital, prisión, fábrica, etc.– están en crisis. Los muros
de las instituciones se están derrumbando, de tal suerte que sus lógicas disciplinarias
no se han vuelto ineficaces, sino que más bien se encuentran generalizadas bajo
formas fluidas a través de todo el campo social. El “espacio estriado” de las
instituciones de la sociedad disciplinaria cede el lugar al “espacio liso” de
la sociedad de control.
O, para retomar la bella imagen
de Deleuze, los túneles estructurales del topo son reemplazados por las
ondulaciones infinitas de la serpiente. Allí donde la sociedad disciplinaria
forjaba moldes fijos, distintos, la sociedad de control funciona con las redes
flexibles ,modulables, “como un molde auto-deformante que cambia continuamente,
de un instante a otro, o como un tamiz en el que las mayas cambian de un punto
a otro”2.
Deleuze nos da, de hecho, una
imagen simple de este paso, imagen sin duda bella y poética, pero que no está
suficientemente “definida” para permitirnos comprender esta nueva forma de
sociedad. Para hacerlo, pretendo ponerla en relación con una serie de pasos que
se han propuesto como características de la sociedad contemporánea.
Voy entonces a intentar
desarrollar la naturaleza de este paso, poniéndola en relación con el paso de
la sociedad moderna a la sociedad posmoderna, tal como se presenta en la obra
de autores como Frederick Jameson, pero también con el “fin de la historia”
descrito por Francis Fucuyama, y con la nuevas formas de racismo en nuestras sociedades
según Étienne Balibar y otros investigadores. Pero sobretodo, quiero situar la
formación de la que habla Deleuze en función de dos procesos que Toni Negri y
yo hemos intentado elaborar en el curso de estos últimos años: nosotros
calificamos el primero de estos procesos de debilitamiento de la sociedad
civil, lo que, como el paso a la sociedad de control, remite al declinar de las
funciones mediadoras de las instituciones sociales; con el segundo, se juega el
paso del imperialismo, logrado ante todo por los estados-naciones europeas, al Imperio,
en el nuevo orden mundial que se despliega hoy en torno aros Estados Unidos,
con las instituciones transnacionales y el mercado mundial. Dicho de otra
manera, cuando hablo de Imperio entiendo una forma jurídica y una forma de
poder muy diferente de los viejos imperialismos europeos. De un lado, según la
antigua tradición, el Imperio es el poder universal, el orden mundial, que se
realiza por primera vez hoy en día. De otro lado, el Imperio es la forma de
poder que tiene por objeto la naturaleza humana, y es de este modo el biopoder.
Lo que quiero sugerir es que la
forma social que toma este nuevo Imperio no es más que la sociedad de control
mundial.
Ya no Hay Afuera
El paso de la sociedad
disciplinaria a la sociedad de control se caracteriza de entrada por el
hundimiento de los muros que definían las instituciones. Cada vez menos se
distinguirá entre el adentro y el afuera. De hecho, es un elemento de cambio
general en la manera como el poder marca el espacio durante el paso de la
modernidad a la postmodernidad. La soberanía moderna siempre se ha concebido en
términos de territorio (real o imaginario) y de relación de ese territorio con
su afuera. Es así como los primeros teóricos modernos de la sociedad, de Hobbes
a Rousseau, comprendían el orden civil como un espacio limitado e interior, que
se opone o se distingue del orden exterior de la naturaleza. El espacio
delimitado del orden civil, su lugar de ejercicio, se define por su separación
de los espacios exteriores de la naturaleza. De manera análoga, los teóricos de
la psicología moderna han comprendido las pulsiones, las pasiones, los instintos
y el inconsciente metafóricamente en términos espaciales como un en-el-afuera
en el marco del espíritu humano, un prolongamiento de la naturaleza enterrada
en el fondo de nosotros mismos. La soberanía del individuo reposa aquí sobre
una relación dialéctica entre el orden natural de las pulsiones y el orden
civil de la razón y de la conciencia. Para terminar, los diversos discursos de
la antropología moderna sobre las sociedades primitivas funcionan, muy frecuentemente,
como el afuera que define las fronteras del mundo civil. El proceso de
modernización reposa entonces, en esos diferentes conceptos, sobre la
interiorización de en-el-afuera de la civilización de la naturaleza.
En el mundo postmoderno, sin
embargo, se acabó esta dialéctica entre adentro y afuera, entre orden civil y
orden natural. Como lo dice Frederick Jameson: “el postmodernismo es lo que se
obtiene cuando se ha concluido el proceso de modernización, y la naturaleza,
por su parte, ha desaparecido”3. Ciertamente, siempre tenemos la floresta, las langostas
y las tormentas en nuestro mundo, y creemos todavía que nuestro psiquismo está
sometido a la acción de instintos y pasiones, pero no tenemos naturaleza, en el
sentido en que esas fuerzas y esos fenómenos ya no son comprendidos como
afuera, y no son percibidos como originales e independientes del artificio del
orden civil. En un mundo postmoderno, todos los fenómenos y todas las fuerzas
son artificiales, o, como lo dicen algunos, hacen parte de la historia. La dialéctica
moderna del adentro y el afuera ha sido sustituida por un juego de grados y de
intensidades, de hibridación y de artificialidad.
En segundo lugar, el en-el-afuera
también ha declinado desde el punto de vista de una dialéctica moderna muy
diferente de la que definía la relación entre lo público y lo privado en la teoría
política liberal. Los espacios públicos de la sociedad moderna que constituían el
lugar de la vida política liberal tienden a desaparecer en el mundo postmoderno.
Según la tradición liberal, el individuo moderno, que está consigo en sus
espacios privados, considera lo público como su afuera. El afuera es el lugar
propio de la política donde la acción del individuo se encuentra expuesta a los
ojos de los otros y donde busca ser reconocido. Ahora bien, en los procesos de
postmodernización, esos espacios públicos se ven cada vez más privatizados. El
paisaje urbano ya no es el del espacio público, del encuentro al azar y de la reunión
de todos, sino el de los espacios cerrados de las galerías comerciales, de las
autopistas y de las parcelaciones con entrada reservada. La arquitectura y el
urbanismo de algunas megalópolis, como Los Ángeles o Sao Pablo, están tendiendo
a limitar el acceso público y la interacción, creando más bien una serie de
espacios interiores, protegidos y aislados. Igualmente podemos observar que las
afueras parisinas se han convertido en una serie de espacios amorfos y no-definidos
que favorecen el aislamiento, en detrimento de cualquier interacción o
comunicación. El espacio público ha sido privatizado de tal manera que ya no es
posible comprender la organización social a partir de la dialéctica “espacios
privados-espacios públicos”, o “adentro-afuera”. El lugar de la actividad
política liberal moderna ha desaparecido, y así, desde ese punto de vista,
nuestra sociedad imperial postmoderna se caracteriza por un déficit de lo
político. El lugar de la política ha sido desrealizado.
A este respecto, el análisis de
Guy Debord de la sociedad del espectáculo, escrito hace treinta años, parece
más apropiado y más actual que nunca. En la sociedad postmoderna, el
espectáculo es un lugar virtual, o más exactamente, un no-lugar de la política.
El espectáculo es a la vez unificado y difuso, de tal manera que es imposible
distinguir un adentro de un afuera, lo natural de lo social, lo privado de lo
público. La noción liberal de lo público, como el lugar de en-el-afuera donde
nosotros actuamos bajo la mirada de los otros, se encuentra a la vez
universalizada (pues nosotros estamos hoy permanentemente bajo la mirada del
prójimo, bajo la vigilancia de cámaras) y sublimada, o desrealizada, en los
espacios virtuales del espectáculo. Así, el fin de en-el-afuera es el fin de la
política liberal.
En fin, en la perspectiva del
Imperio, o del orden mundial actual, en un tercer sentido ya no hay
en-el-afuera, y este es un sentido propiamente limitado. Cuando Francis
Fucuyama afirma que el paso histórico que estamos viviendo se define por el fin
de la historia, quiere decir que se acabó la edad de los grandes conflictos:
dicho de otra manera, la potencia soberana no confrontará su Otro, ya no estará
confrontada con su afuera, pero extenderá progresivamente sus fronteras hasta
abrazar el conjunto del planeta como su dominio propio. Ha concluido la
historia de las guerras imperialistas, interimperialistas y antimperialistas.
El fin de esta historia introdujo el reino de la paz. Salvo que, en realidad,
hemos entrado en la era de los conflictos menores e interiores. Cada guerra
imperial es una guerra civil, una acción de policía –desde Los Ángeles y la
Isla de Granada hasta Mogadiscio y Sarajevo–. De hecho, la separación de las tareas
entre el aparato interior y exterior del poder (entre la policía y la armada,
entre el FBI y la CIA) se convierte cada vez más vaga y mal determinada.
Para nosotros, el fin de la
historia del que habla Fucuyama marca el fin de la crisis que está en el centro
de la modernidad, con la idea del conflicto coherente, que tiene una función de
definición, y que ha sido el fundamento y la razón de ser de la soberanía
moderna. La historia termina sólo en la medida en que se la concebía en términos
hegelianos: como el movimiento de una dialéctica de las contradicciones, como
el juego de las negaciones y las superaciones absolutas. Las parejas que
definían el conflicto moderno se han desvanecido. El Otro, que podía limitar un
Yo soberano, se ha pulverizado y vuelto indistinto; de manera que ya no hay
afuera para limitar el lugar de la soberanía. Mientras que durante la guerra
fría, en una versión exagerada de la crisis de la modernidad, cualquier enemigo
imaginable (desde los clubes de jardinería para damas o las películas de Hollywood
hasta los movimiento de liberación nacional)podía identificarse como comunista,
es decir, como formando parte del enemigo unificado (el afuera era eso que daba
a la crisis del mundo moderno e imperialista su coherencia), hoy en día, para los
ideólogos de los Estados Unidos es cada vez más difícil señalar al enemigo, o
más bien, parece que por todas partes hay enemigos menores e imperceptibles. El
fin de la crisis de la modernidad da nacimiento a una proliferación de crisis
menores y mal definidas en la sociedad imperial del control, o como preferimos
decirlo, da nacimiento a una omni-crisis.
No es inútil recordar aquí que el
mercado capitalista es una máquina que siempre ha ido al encuentro de cualquier
división entre el adentro y el afuera. El mercado capitalista es contrariado
por las exclusiones, prospera incluyendo en su esfera efectivos siempre
crecientes. El provecho sólo puede ser generado por el contacto, el desarrollo,
el intercambio y el comercio. La realización del mercado mundial constituirá la
culminación de esta tendencia. Bajo su forma ideal, no hay afuera del mercado
mundial: todo el planeta está en su dominio. Podríamos utilizar la forma del
mercado mundial como modelo para comprender en su integralidad la forma de la soberanía
imperial. De la misma manera como Foucault ha reconocido en el panóptico el
diagrama del poder moderno y de la sociedad disciplinaria, el mercado mundial
podría proporcionar una arquitectura de diagrama (aún si no es una anti arquitectura)
para el poder imperial la sociedad de control.
El espacio estriado de la
modernidad constituye un lugar perpetuamente libre y fundado sobre un juego
dialéctico con su afuera. El espacio de la soberanía imperial, al contrario, es
liso. Podría parecer exento de las divisiones binarias de las fronteras
modernas, o de cualquier estriaje, pero, en realidad, está recorrido a lo largo
y ancho de tantas líneas de falla que sólo en apariencia constituye un espacio
continuo, uniforme. En ese sentido, la crisis claramente definida de la
modernidad, cede su lugar a una omni-crisis en la estructura imperial. En ese
espacio liso del imperio, no hay un lugar del poder: él está en todas partes y
en ninguna. El Imperio es una utopía, o mejor, un no-lugar.
El Racismo Imperial
El final del afuera, que
caracteriza el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control,
muestra ciertamente uno de sus rostros más extraordinarios en las
configuraciones cambiantes del racismo y de la alteridad en nuestras
sociedades. De entrada, debemos señalar que se ha vuelto cada vez más difícil
identificar las vías generales del racismo. De hecho, escuchamos decir
infatigablemente,
De nuevo el pensamiento es posible
de los políticos, de los medios, y aún de los historiadores, que el racismo ha
cedido progresivamente en las sociedades modernas: desde el fin del esclavismo
hasta los conflictos de descolonización y los movimientos por los derechos
cívicos. Sin duda han declinado ciertas prácticas tradicionales específicas del
racismo, y podríamos estar tentados a ver en el fin de las leyes del apartheid
en África del Sur la clausura simbólica de toda una época de segregación racial.
Desde nuestro punto de vista, sin embargo, es claro que por el contrario el
racismo no ha cedido y que, en realidad, ha progresado en el mundo
contemporáneo, tanto en extensión como en intensidad. Sólo parece haber
declinado porque ha cambiado de forma y de estrategias. Si tomamos como
paradigma de los racismos modernos las divisiones maniqueas entre adentro y
afuera y las prácticas de exclusión (en África del Sur, en la ciudad colonial,
en el Sur de los Estados Unidos en Palestina), debemos ahora plantear la
pregunta: hoy en día, ¿cuáles son las formas y las estrategias del racismo en
la sociedad imperial del control?
Muchos analistas describen este
paso como un deslizamiento, en la forma dominante de la teoría del racismo, de
una teoría del racismo fundada sobre la biología a una teoría racista basada en
la cultura. La teoría racista dominante de la modernidad y las prácticas desegregación
que lo acompañan se focalizan sobre diferencias biológicas esenciales entre las
razas. La sangre y los genes son los que, detrás de las diferencias de color de
piel, constituyen la verdadera sustancia de la diferencia racial. Concebimos
así (al menos implícitamente) pueblos sojuzgados como diferentes a humanos, como
si se tratara de un orden de seres diferentes, de otra naturaleza. De hecho,
nos vienen al espíritu numerosos ejemplos de discursos colonialistas que
describen a los indígenas por medio de calificativos animales como si no fueran
humanos. Esas teorías racistas modernas fundadas sobre la biología,
sub-entienden –o tienden hacía– una diferencia ontológica: una ruptura
necesaria, eterna e inmutable, en el orden de los seres. Como reacción a esta
posición teórica, el antiracismo moderno se posiciona contra la noción de esencialismo
biológico y afirma firmemente que las razas están más bien constituidas por
fuerzas sociales y culturales. Esos teóricos antirracistas modernos operan a
partir de la creencia de que el constructivismo social debe liberarnos del
corset del determinismo biológico: si nuestras diferencias están determinadas
social y culturalmente, entonces todos los seres humanos, en principio, son
iguales y pertenecen a un mismo orden ontológico, a una misma naturaleza.
De todos modos, el paso al
Imperio, a la sociedad de control, a la post-modernidad, ha implicado un
desplazamiento en la dirección dominante de la teoría racista, de tal suerte
que las diferencias biológicas, representaciones claves del odio y el miedo
raciales, han sido reemplazadas por las significaciones sociológicas y
culturales. La teoría racista imperial toma así al inverso la teoría anti-racista
moderna, y de hecho, coopta y retoma sus argumentos. La teoría racista imperial
está de acuerdo en decir que las razas no constituyen unidades biológicas
aislables y que no se podría dividir la naturaleza en razas humanas diferentes.
Igualmente reconoce que el comportamiento de los individuos y sus capacidades o
sus aptitudes no son el producto de su sangre ni de sus genes, sino que se
deben al hecho de que pertenecen a diferentes culturas históricamentedeterminadas4.
Así, las diferencias no son fijas e inmutables, sino efectos contingentes de la
historia social. La teoría racista postmoderna la teoría anti-racista moderna
dicen, de hecho, en gran parte, lo mismo, y es muy difícil diferenciarlas. De
suerte que es precisamente porque se supone que esta argumentación relativista y
culturalista es necesariamente anti-racista, que la ideología dominante en
nuestra sociedad parece, hoy en día, hostil al racismo, y que la teoría racista
post-moderna parece no ser racista en lo más mínimo.
Debemos mirar más de cerca el
modo de funcionamiento de la teoría racista imperial. Étienne Balibar califica
este nuevo racismo de racismo diferencia lista, de racismo sin raza, o más
precisamente, de racismo que no reposa sobre un concepto biológico de raza. Si se
abandona la biología como fundamento y apoyo del racismo, la cultura es la
llamada ahora a cumplir el papel que jugaba la biología. Tenemos el hábito de
pensar que la naturaleza y la biología son fijas e inmutables, pero que la
cultura es maleable y fluida: las culturas pueden cambiar en la historia y
mezclarse para suscitar híbridos al infinito. Sin embargo, hay un límite a la
flexibilidad de las culturas en la teoría racista post-moderna. Pues, en último
análisis, las diferencias entre las culturas y las tradiciones son
insuperables. Es vano y peligroso, según la teoría racista post-moderna,
permitir o imponer una mezcla de culturas: los serbios y los croatas, los Hutus
y los Tutsis, el afro-americano y los coreano-americano deben permanecer
separados. La posición cultural no es menos “esencialista “como teoría de la
diferencia social que una posición biológica, o al menos establece una base
teórica igualmente fuerte para la separación la segregación social. Se trata de
una posición teórica de un pluralismo indiscutible: todas las identidades
culturales son iguales en principio. Ese pluralismo acepta todas las
diferencias en nuestras identidades todo el tiempo en que estemos de acuerdo en
actuar fundándonos sobre diferencias de identidades y mientras las preservemos
como indicadores, tal vez contingentes, pero de hecho sólidos, de la separación
social. La sustitución teórica de la raza o la biología por la cultura se
encuentra así, paradójicamente, metamorfoseada en teoría de la preservación de
la raza. Este deslizamiento en la teoría racista nos muestra cómo la teoría imperial
y postmoderna de la sociedad de control puede adoptar lo que se concibe,
generalmente, como una posición anti-racista (es decir, una posición pluralista
contra todos los indicadores necesarios de la exclusión racial), conservando un
sólido principio de separación social.
En este estadio debemos notar,
con mucha atención, que la teoría racista imperial de la sociedad de control es
una teoría de la segregación y no de la jerarquía. Allí donde la teoría moderna
coloca una jerarquía entre las razas como condición fundamental que hace
necesaria la segregación, la teoría imperial no se pronuncia sobre la
superioridad o inferioridad, de principio, de las razas o los grupos étnicos
diferentes. Esto lo considera como contingente, como una cuestión práctica. En
otras palabras, la jerarquía de las razas no es percibida como una causa sino
como un efecto de las circunstancias sociales. Por ejemplo, los jóvenes
Afro-Americanos de tal región tienen resultados generalmente más flojos en los test
de aptitud que los jóvenes asiáticos. La teoría imperial ve ahí el resultado,
no de una inferioridad racial necesaria, sino de diferencias culturales: la cultura
de los americanos de origen asiático atribuye una mayor importancia a la educación,
estimulando a los jóvenes a estudiar en grupo, y así sucesivamente. La
jerarquía de las razas es determinada a posteriori, como efecto de sus
culturas, dicho de otra manera, a partir de sus performances. Según la teoría
imperial, la hegemonía y la sumisión de las razas no es una cuestión teórica
sino que aparece a lo largo de una libre competencia, una especie de ley del
mercado de la meritocracia cultural.
Sabemos que la práctica racista
no corresponde necesariamente con la teoría racista. A partir de lo que
acabamos de ver, es claro que la práctica racista en las sociedades de control
se encuentra privada de un sostén central: no dispone de una teoría de la
superioridad racial, percibida como fundante de las prácticas modernas de la exclusión
racial. Ahora bien, según Deleuze y Guattari, “el racismo europeo [...]nunca ha
procedido por exclusión, ni asignación de alguien designado como Otro. [...] El
racismo procede por determinación de las diferencias de desviación, en función
del rostro del Hombre blanco que pretende integrar en las ondas más excéntricas
y retardadas los trazos que no le son conformes. [...] Desde el punto de vista del
racismo, no tiene exterior, no hay gentes del afuera”5. Deleuze y Guattari nos
llevan, entonces, a concebir la práctica racista, no en términos de exclusión,
sino de inclusión diferencial. Ninguna identidad es designada como Otro, nada
es excluido del dominio, no hay afuera. Si no estamos enteramente convencidos
de que tal ha sido el caso, como lo presentan Deleuze y Guattari, ciertamente
hay aquí una excelente descripción de la condición racista de la sociedad de
control. Pues, de igual manera que la teoría racista postmoderna no puede
plantear como punto de partida las diferencias esenciales entre las razas
humanas, la práctica racista imperial no puede comenzar por una exclusión del
Otro racial. Lo propio de la dominación blanca es desarrollar el contacto con
la alteridad para enseguida someter las diferencias según los grados de
desviación con el carácter blanco. Esto no tiene nada que ver con la xenofobia,
que es el odio y el temor al bárbaro desconocido. Es un odio nacido de la
proximidad y que se desarrolla con los grados de diferencia de la vecindad.
Lo que no quiere decir que
nuestras sociedades estén exentas de exclusión racial: están seguramente
recorridas de numerosas líneas que crean un obstáculo racial, y eso a través de
todos los paisajes urbanos, e implicando el mundo entero. Sin embargo, lo
importante es que la exclusión racial aparece generalmente como un resultado de
la inclusión diferencial. Entonces sería erróneo plantear como paradigma de la
jerarquía racial las leyes del apartheid sudafricano o el código segregacionista
que existía al Sur de los Estados Unidos. La diferencia no está inscrita en el
texto de las leyes, y la imposición de la alteridad no llega hasta designar a
alguien como Otro. El Imperio no piensa la diferencia en términos absolutos, no
plantea nunca las diferencias raciales como diferencias de naturaleza, sino
siempre como diferencias de grado; nunca las plantea como necesarias sino siempre
como accidentales. La sumisión es realizada en los regímenes de las prácticas
cotidianas más móviles y más flexibles, pero que crean jerarquías raciales que
no son menos estables y brutales.
La forma y las estrategias
adoptadas por el racismo postmoderno contribuyen más generalmente a poner en
evidencia el contraste entre soberanía moderna y soberanía imperial. El racismo
colonial, el racismo de la soberanía moderna, comienza por llevar la diferencia
hasta el extremo, después recupera en un segundo tiempo al Otro como fundamento
negativo del Yo. La construcción moderna de un pueblo se encuentra directamente
implicada en esta operación. Un pueblo no se define solamente en términos de
pasado común, de deseos o de potencial comunes, sino ante todo en una relación
dialéctica con su Otro, su afuera. Un pueblo (sea o no diaspórico) se define
siempre en términos de lugar (sea virtual o real). En contraste, el orden
imperial nada tiene que ver con esta dialéctica. En la sociedad de control, el
racismo imperial o diferencial integra a los otros en su orden, pues orquesta
esa diferencia en un sistema de control. Las nociones fijas y biológicas de los
pueblos tienden así a disolverse en una multitud fluida y amorfa, a la que
atraviesan, seguramente, líneas de conflicto y de antagonismo, pero sin que
ninguna aparezca como frontera fija y eterna. La superficie de la sociedad
imperial se mueve continuamente, de tal suerte que desestabiliza cualquier
noción de lugar. El momento central del racismo moderno se produce en su
frontera, en la antítesis global entre adentro y afuera. Como lo ha dicho W. E.
B. Du Bois hace casi cien años, el problema del siglo XX es el problema de la
barrera del color. Pero el racismo imperial, pensando quizá en el siglo
próximo, reposa sobre el juego de las diferencias y la gestión de
micro-conflictualidades en una zona en expansión ininterrumpida.
Bien visto, hay mucha gente en el
mundo para quien el relativismo racial del Imperio y su movimiento primero de
inclusión universal son, en sí, amenazantes. Estar afuera ofrece una cierta
protección, una cierta autonomía. En ese sentido, podemos ver, en el ascenso de
diversos discursos de la diferencia, racial o étnica, esencial y original, una
reacción de defensa contra la inclusión imperial. Los progresos del
confucionismo en China o de los fundamentalismos religiosos en los Estados
Unidos y en el mundo árabe plantean, todos a su manera, la identidad del grupo
como fundado sobre orígenes antiguos y, en última instancia, inconmensurable
con el mundo exterior. Así, hemos adoptado el hábito de comprender los
conflictos étnicos en Ruanda, en
los Balcanes y aún en el Medio
Oriente como re-emergencias de alteridades antiguas, irreprimibles e
irreconciliables. Pero desde nuestro punto de vista, esas diferencias y esos
conflictos no podrían comprenderse en el contexto de orígenes perdidos en la
noche de los tiempos; al contrario, es necesario volver a colocarlos en la
configuración imperial actual. El Imperio acepta siempre las diferencias
raciales y étnicas que encuentra, y sabe utilizarlas; permanece a la sombra,
observa esos conflictos e interviene cuando es necesario un ajuste. Cualquier
tentativa de seguir siendo otro en el cara-a-cara del Imperio es vana. El
Imperio se nutre de la alteridad, relativizándola y gestionándola.
De la Generación y de la Corrupción de la Subjetividad
El fin del afuera, o la falta
gradual de distinción entre el adentro y al afuera en el paso de la sociedad
disciplinaria a la sociedad de control, tiene implicaciones importantes para la
forma de la producción social de la subjetividad. Es una de las tesis centrales
y más comunes en los análisis institucionales de Deleuze y Guattari, Foucault,
Althusser y otros: la subjetividad no está dada de entrada y originalmente, se
forma, en cierto grado al menos, en el campo de las fuerzas sociales. Las
subjetividades que interactúan sobre el plano social son ellas mismas
sustancialmente creadas por la sociedad. En ese sentido, esos análisis
institucionales han vaciado de su contenido cualquier noción de subjetividad
pre-social, para firmemente arraigarla producción de la subjetividad en el funcionamiento
de las instituciones sociales mayores, tales como la prisión, la familia, la
fabrica y la escuela. Debemos subrayar dos aspectos de ese proceso de
producción. Primero, no consideramos la subjetividad como algo fijo y dado. Es
un proceso de engendramiento constante. Cuando el patrón saluda en el taller, o
el director en el colegio llama a izar la bandera, se forma una subjetividad.
Las prácticas materiales dispuestas por el sujeto en el contexto de la
institución (sea que se trate de arrodillar separa orar o de cambiar los
pañales para algunos) forman procesos de producción de su propia subjetividad.
El sujeto es activo, engendrado de manera reflexiva por las vías de sus propios
actos. Enseguida, las instituciones proporcionan sobre todo un lugar discreto
(el hogar, la capilla, el salón de clase, el taller) donde se monta la
producción de la subjetividad. Las diversas instituciones de la sociedad moderna
deberían considerarse como un archipiélago de fábricas de subjetividad. En el
transcurso de una vida, un individuo entra en esas diversas instituciones (de
la escuela al cuartel y a la fabrica) y en la serie lineal formada por ellas.
Cada institución tiene sus reglas y sus lógicas de subjetivación: “La escuela
nos dice: ya no estás en la familia, y la armada dice: ya no estás en la
escuela”6. De otro lado, en el interior de los muros de cada institución, el
individuo está, al menos parcialmente, al abrigo contra las fuerzas de otras
instituciones: en el convento, estamos en un lugar seguro contra el aparato de
la familia; en casa, fuera del alcance de la disciplina fabril. La relación entre
adentro y afuera es central para el funcionamiento de las instituciones
modernas. De hecho, el lugar claramente delimitado de las instituciones se
refleja en la forma regular y fija de las subjetividades producidas.
En el paso a la sociedad de
control, el primer aspecto de la condición disciplinaria moderna ciertamente es
todavía válido, es decir, que las subjetividades continúan siendo producidas en
la fábrica social. De hecho, las instituciones sociales producen la
subjetividad de una manera más intensa que nunca. Nosotros podríamos decir que la
postmodernidad es lo que se obtiene cuando la teoría moderna del
constructivismo social es llevada al extremo y toda subjetividad es reconocida
como artificial. El paso no es de oposición sino de intensificación. Como lo
dijimos antes, la crisis contemporánea de las instituciones significa que los
espacios cerrados que definían el espacio limitado de las instituciones han
dejado de existir, de tal manera que la lógica que funcionaba hasta hace muy poco
en el recinto de los muros institucionales se extiende hoy en día sobre todo el
terreno social. Debemos señalar, sin embargo, que esta omni-crisis de las
instituciones tiene un aspecto muy diferente según el caso. Por ejemplo, en los
Estado Unidos la proporción de la población implicada en una familia de tipo
nuclear decrece constantemente, mientras la proporción de la población
encerrada en prisiones crece regularmente. Pero podemos decir que esas dos
instituciones, familia nuclear y prisión, están igualmente y por todas partes
en crisis en el sentido en que el lugar de su efectividad es cada vez más
indefinido.
Los muros de las instituciones se
derrumban, de tal suerte que afuera ya dentro devienen imposibles de
distinguir. No hay que creer que la crisis de la familia nuclear haya llevado
al declinar de las fuerzas patriarcales; al contrario, los discursos y las
prácticas que invocan los “valores de la familia” parecen investir todo el
campo social. La crisis de la prisión significa que las lógicas y las técnicas
carcelarias están cada vez más extendidas a otros dominios de la sociedad. La
producción de la subjetividad en la sociedad imperial del control tiende a no
limitarse a lugares específicos. Uno está siempre y todavía en familia, siempre
y todavía en la escuela, siempre y todavía en prisión, y así sucesivamente. En
el colapso generalizado, el funcionamiento de las instituciones es a la vez más
intensivo y más extenso. Como el capitalismo, entre más desarregla, mejor
funciona.
Comenzamos a saber, en efecto,
que la máquina capitalista sólo funciona estropeándose... Sus lógicas recorren
las superficies ondulantes en olas de intensidad. La no-definición del lugar de
la producción corresponde a la indeterminación de la forma de las
subjetividades producidas. Las instituciones sociales de control en el Imperio
podrían, entonces, percibirse en un proceso fluido de engendramiento y de
corrupción de la subjetividad. El control es así una intensificación y una
generalización de la disciplina, donde las fronteras de las instituciones han
sido violadas, vueltas permeables, de tal suerte que ya no se distingue el
afuera del adentro. Se debería reconocer que los aparatos ideológicos del Estado
operan así en la sociedad de control, y quizás con más intensidad y
flexibilidad de lo que jamás lo imaginó Althusser.
Ese paso no es exclusivo de los
países económicamente más avanzados y más poderosos, sino que tiende, en
diferentes grados, a generalizarse en el mundo entero. La apología de la administración
colonial apunta hacia la creación de instituciones sociales y políticas en las
colonias. Las formas no coloniales de dominación contemporánea implican
igualmente la exportación de instituciones.
El proyecto de modernización
política en los países subdesarrollados o dependientes tiene como finalidad
establecer un conjunto estable de instituciones que sea capaz de formar la
espina dorsal de una nueva sociedad civil. ¿Es necesario recordar que los
regímenes disciplinarios necesarios para poner a punto el sistema mayorista
mundial de producción han demandado que se constituya toda una gama de
instituciones sociales y políticas? No es difícil dar ejemplos de esta
exportación de instituciones (que simplemente indica un proceso más general y
más difuso) donde las instituciones-madre, en los Estados Unidos o en Europa,
adoptan y protegen instituciones aún balbucientes: los sindicatos oficiales
como la AFL animan y forman sucursales extranjeras, los economistas del mundo desarrollado
contribuyen a crear instituciones financieras y enseñan la responsabilidad
fiscal, y también los parlamentos europeos y el Congreso de los Estados Unidos
enseñan las formas y procedimientos de gobierno. Brevemente, mientras que en el
proceso de modernización los países más poderosos exportan formas
institucionales hacia los países dependientes, en el proceso actual de postmodernización
lo exportado es la crisis general de las instituciones. La estructura
institucional del Imperio es como un programa de computador que llevaría en sí
mismo un virus, de tal suerte que modulara y corrompiera continuamente las formas
institucionales que lo rodean. Es necesario que olvidemos cualquier idea de una
secuencia lineal de las formas por las cuales debería pasar cada sociedad
–desde el así llamado “estadio primitivo” hasta la “civilización”–, como si las
sociedades contemporáneas de América Latina o de África pudieran tomar la forma
que tenía la sociedad europea hace cien años. Cada formación social
contemporánea está ligada a todas las otras, como haciendo parte del proyecto
imperial.
Quienes hoy en día reclaman a
grandes gritos una nueva constitución de la sociedad civil como medio para
salir de los estados socialistas o de los regímenes de dictadura, coincidiendo
en el sueño de una modernización política que no era tan rosa cuando ella tenía
todavía una cierta efectividad, son simplemente nostálgicos de un estadio
anterior de la sociedad capitalista. Pero poco importa: la pos modernización
imperial hace de todo esto, irrevocablemente, una cosa del pasado.
Tendencialmente, la sociedad de control está por todas partes al orden del día.
Conclusiones
Quisiera proponer tres hipótesis
con respecto a las sociedades de control, tres hipótesis embrionarias, que
puedan ser materia rediscusión.
Primera hipótesis: La sociedad de
control (imperial y postmoderna) se caracteriza por la corrupción. La sociedad moderna,
lo sabemos, estaba caracterizada por la crisis, es decir, por una contradicción
bipolar y una división maniquea. Piensen, si ustedes quieren, en la guerra fría
o en el modelo moderno del racismo. La sociedad de control, al contrario, no
está organizada alrededor de un conflicto central sino en una red flexible de
micro-conflictualidades. Las contradicciones en la sociedad imperial son múltiples,
proliferantes. Los espacios de esta sociedad son impuros, híbridos. El concepto
que la caracteriza es, entonces, ya no la crisis sino la omnicrisis; o bien,
como prefiero llamarlo, la corrupción.
No daremos a este concepto de
corrupción una significación moral o apocalíptica. Hay que concebirlo, a la
manera de Aristóteles, como el proceso inverso de la generación, como un
devenir de los cuerpos, un momento en el vaivén de la formación y de la
deformación de las subjetividades. Entonces hay que pensarlo según su
etimología latina: corrumpere, estropear. Si la máquina capitalista sólo funciona
estropeándose, como lo dicen Deleuze y Guattari, la sociedad de control también
se estropea, y no funciona más que estropeándose. He aquí su corrupción.
Segunda hipótesis: La sociedad de
control representa una etapa ulterior hacia una sociedad propiamente
capitalista; en ese sentido propone una forma de soberanía (o una forma de
gobierno) que tiende hacia el campo de inmanencia. Ahora bien, me parece que en
la época moderna siempre había conflicto entre la trascendencia de la soberanía
y la inmanencia del capitalismo. El concepto de soberanía de la soberanía
moderna implicaba siempre una trascendencia, es decir, una superioridad y una
distancia entre el poder (del Estado, por ejemplo) y las potencias de la
sociedad. Aún la noción de institución en la sociedad disciplinaria, con su
territorialización y su estriaje del espacio social, indicaba una cierta
distancia, una cierta trascendencia con relación a las fuerzas sociales
inmanentes. El capitalismo, en cuanto a sí mismo, no es una forma trascendente.
Según Deleuze y Guattari, “el capitalismo define un campo de inmanencia, y llena
permanentemente ese campo. Pero ese campo desterritorializado se encuentra
determinado por una axiomática [...]”7. El desmoronamiento de los muros de las
instituciones, que caracteriza el paso hacia la sociedad de control, constituye
un paso hacia el campo de inmanencia, hacia una nueva axiomática social, que
quizá es más adecuada a una soberanía propiamente capitalista. Una vez más,
como el capitalismo mismo, la sociedad de control sólo funciona estropeándose.
Con la sociedad de control llegamos finalmente a una forma de sociedad
propiamente capitalista que la terminología marxiana llama la sociedad de la
subsunción real.
Tercera y última hipótesis: No
podemos pensar la sociedad de control sin pensar el mercado mundial. El mercado
mundial, según Marx, es el punto de partida y el punto de llegada del
capitalismo. Con la sociedad de control tocamos finalmente este punto, el punto
de llegada del capitalismo. Como el mercado mundial, ella es una forma que no
tiene afuera, sin fronteras, o mejor aún, con límites fluidos y móviles. Para
volver al título de mi exposición, la sociedad de controles ya, e
inmediatamente, una sociedad mundial de control.
Traducción: Ernesto Hernández
1 Cf., Deleuze, Gilles. Poruparlers (1972-1990). París: Les
Éditions de Minuit 1990 (“Post-Scruptum sobre las Sociedades de Control”. En:
Conversaciones. Valencia: Pre-Textos, 1995, pp. 277-286).
2 Íbid., p. 242 (en la edición francesa).
3 Jameson, F.
Posmodernism. Or the cultural logic of late capitalism. Duke University Press,
1991, p. IX.
4 Cf., E.
Balibar – I. Wallerstein. Race, nation, classe. París: Éditions dela Découverte, 1988.
5 G. Deleuze – F. Guattari. Mille plateux. Les Éditions de
Minuit, 1980, p. 218.
6 Ibíd., p. 254.
7 G. Deleuze – F. Guattari. El Anti-Edipo. París: Les
Éditions de Minuit.1973, p. 298.