miércoles, 20 de noviembre de 2013

"ADIOS JACQUES VERGES, EN DEFENSA PROPIA" por Xavier Orri.

 
El francés Jacques Vergès, personaje muy mediático y polémico que el cineasta galo Barbet Schroeder retrató en el documental El abogado del terror, falleció este jueves 16 de agosto de 2013 a los 88 años de edad.

"Lo que hay que recordar de Vergès es a la vez el talento, la valentía, el compromiso y el sentido de la contradicción. Un abogado no es un mercenario, es un caballero. Y Jacques Vergès era un caballero", dijo de él este jueves el expresidente el Consejo Nacional de la Abogacía, Christian Charrière-Bournazel.
 
 
SIN MAS REQUIEN QUE EL ESPERADO, LES DEJO UNA DE SUS ÚLTIMAS ENTREVISTAS:
 
 
 

Más sabio por viejo que por diablo, el abogado francés sigue ociosamente entretenido a sus 87 años. Su último pasatiempo fue denunciar al ex presidente Sarkozy de crímenes contra la humanidad por instigación de la revuelta libia. Al tiempo, prepara su segunda obra de teatro, epílogo del Serial Plaideur (Pleiteador en serie) que representó más de cien noches en el parisino Théatre de la Madeleine.

Iconoclasta de arrogancia abrumadora y verbo exquisito. Comunista adorador de De Gaulle. Abogado del nazi Klaus Barbie y lector devoto de Montaigne. Ateo místico convertido (efímeramente) al islam por amor. Jacques Vergès sigue siendo un misterio que exige el matiz para explicarse. Por etiquetas, su castillo de naipes se desmorona. El brillante abogado francés sigue en activo a sus 87 años, recibe en su despacho parisino del neuvième arrondissement, al minuto del Moulin Rouge, en el que se instaló hace dos décadas. Conserva la lucidez y el macabro sentido de la ironía que le encumbraron como uno de los agitadores más brillantes y temidos de su país. Adornan su recibidor una docena de tableros de ajedrez dispuestos para empezar la partida, sigue siendo el inquebrantable fumador de puros en el que el Che le convirtió en su primer y único encuentro en París, cuando el abogado todavía blasfemaba fumando pipa, y reconoce conservar a Mao en su corazón al tiempo que reniega, al menos en el terreno práctico, del comunismo al que se dedicó con devoción durante la década que siguió a la segunda guerra mundial. “Digamos que he perdido optimismo en relación a esta idea”, concede apenas arranca la conversación. Vergès, el abogado y ciudadano antiimperialista, el defensor de Slobodan Milosevic, de Carlos Ramírez ‘El Chacal’, de terroristas palestinos y de mujeres en busca de un divorcio dorado, sigue en pie de guerra.

Su última cruzada apunta al presidente Sarkozy y a su filósofo de cabecera, Bernard-Henry Lévy (BHL), a los que ha denunciado ante la Corte Penal Internacional por crímenes contra la humanidad por instigación de la revolución libia. Junto al ex ministro socialista Roland Dumas ha publicado el panfleto Sarkozy bajo BHL en el que destripa las interioridades de la sublevación. A saber, que el Gobierno francés, a través de la intermediación de BHL, fue el principal instigador de la revuelta. “Henry Lévy se reunió con la oposición libia [en un hotel de París] para que hicieran una acción que permitiera a Francia intervenir. Francia creó las condiciones para una guerra civil y después intervino en la guerra civil para conseguir que se imponga la anarquía”, resume el menudo abogado con la grandilocuencia que le define. No es que Vergès sea un devoto de Gadafi, ocurre que aborrece al presidente de la República y su “regreso a las políticas coloniales”.

Habla con convicción y conocimiento de causa cuando se trata de colonialismo, acaso su guerra mayor. Hijo de madre vietnamita y padre francés, nació en la colonizada Siam, creció en la Isla de la Reunión y se inició en la abogacía como defensor de terroristas argelinas del FLN que luchaban por la liberación del país africano a finales de los cincuenta. Mujeres como Djamila Bouhired o Zora Driff, que hicieron la revolución poniendo bombas en los cafés frecuentados por los colonos de Argel. En Francia las llamaban terroristas mientras en el resto del mundo las trataban de libertadoras. Vergès, por entonces un insolento abogado en prácticas, tuvo mucho que ver en el matiz lingüístico. A través del proceso de Djamila, más tarde esposa y madre de sus dos hijos, consiguió una campaña mediática por medio mundo en la que se reseñaban los crímenes de las terroristas argelinas, pero también los motivos de sus defendidas para asesinar a veinte civiles de un bombazo sin pestañear. En titulares, se trataba de combatir el modelo colonial impuesto por Francia en Argelia. Más allá del sentido racista de Estado, el ejército francés practicó con recurrencia la tortura, el asesinato y la violación durante los años previos a la revolución, estallada en 1954 y cerrada en 1962 con la independencia que concedió el general De Gaulle. La ilustración de la infamia la sirvió con crudeza el escritor y diplomático Romain Gary en una descripción del cuerpo de una prostituta en Djibouti a la que oficiales franceses habían marcado con sus nombres y fechas de paso. Tatuajes señalando las virtudes y disposiciones sexuales de su proveedora. La chupa bien. No se deja encular, grabaron para el siguiente sobre su cuerpo. “Francia negó la dignidad y la existencia del argelino, negó la lengua árabe, negó la historia del país, los dioses del país. ¡La gran mezquita de Argel fue convertida en una Iglesia!”, dice Vergès acelerando ligeramente su discurso pausado y reflexivo. El proceso a Djamila terminó con una condena a muerte que nunca se cumplió. Fue indultada, sin solicitarlo, por el presidente de la República. “Un juicio es una operación mágica que permite la metamorfosis del acusado. Juana de Arco llegó a su juicio como un jefe de guerra y salió convertida en una santa. Djamila pasó de ser una terrorista a un símbolo mundial de la revolución contra el colonialismo”, recita Vergès usando una analogía nada nueva en su discurso.

 
 

 

Aún con los odios acumulados durante una larga carrera en la que ha tratado de cenutrios a buena parte de sus colegas, la profesión le reconoce más méritos que reproches. Su aportación jurídica no es menor: llevó a los juzgados un sentido estético de la justicia. “Mi posición se explica por oposición a la visión moralizante común a los juristas. Para mí lo interesante es que una infracción, que llamamos delito o crimen, plantea preguntas alrededor del orden público y nos obliga a reflexionar sobre ello”. Conceptualizada en su celebrado ensayo Estrategia judicial en los procesos políticos (reeditado por Anagrama en 2009), su perspectiva estética tomó forma práctica en lo que vino a llamar la estrategia de ruptura, un modelo de defensa tosco y extremadamente agresivo que consistía en negar la legitimidad del tribunal como punto de partida. Si el juez hablaba de terrorismo, el acusado reivindicaba la condición de resistente en una guerra. El juez trataba al acusado de francés, él se reclamaba argelino. “Reconocíamos los hechos criminales como ciertos”, sigue Vergès refiriéndose a su iniciación argelina, “así que dejábamos de discutir hechos con el juez para discutir valores”. No se discutía lo que hizo el acusado, sino por qué lo hizo. En el tribunal el motivo no es necesariamente eximente, pero cruzada la línea de los periódicos, entiende Vergès, el juicio entra en una dimensión política en la que la opinión pública dicta sentencia. En cuanto a la efectividad, los resultados fueron notables. “De todos mis clientes condenados a muerte en Argelia, puedo presumir que ninguno pasó por la guillotina”, se relame el abogado, con pausa dramática de por medio, recurrente cuando está a punto de colgarse una medalla.

 

Serial Plaideur.

Más allá de su ocio batallador, ahora con el presidente francés como diana, a Vergès le quedan tiempo y fuerzas, a sus 87 años, para descubrir el teatro desde el escenario. En abril cerró gira en el Théatre de la Madeleine tras más de cien funciones de su Serial Plaideur, un soliloquio de hora y cuarto en el que vanagloria su paso por la resistencia francesa y repasa su recorrido por los tribunales de medio mundo. Solo omite de su trayectoria la década de los setenta que pasó en la oscuridad, apartado del mundo, cuando huyó de Argelia y de su familia para escabullirse en ¿Oriente Próximo? ¿la Camboya de Pol Pot? para hacer la revolución por su cuenta y riesgo. Nadie sabe decir dónde estuvo. “Fui solicitado por algo que me parecía importante”, se excusa el abogado en el inquietante documental El abogado del terror que le dedicó Barbet Shroeder. ¿Habrá obra póstuma resolviendo su gran incógnita? “Ni eso le puedo responder”, se excusa hoy.

De lo que sí habla sin obviar detalles es de Klaus Barbie, el oficial nazi al que defendió en un macrojuicio celebrado en Lyon en el 87’. El veredicto estaba dictado de antemano. El Carnicero de Lyon había sido el máximo responsable de la Gestapo en la región lionesa y se le acusó de ser el instigador de la tortura y el asesinato de un icono de la resistencia francesa como Jean Moulin. Ni jueces ni periódicos iban a inclinarse a los argumentos de Vergès, por válidos que pudieran parecer. Pero el abogado de ojos rasgados defendió de todos modos al supremacista ario delante de 39 jueces. Su objetivo, más allá de la defensa de Barbie, era formular una pregunta que Francia había rehuido desde la guerra argelina. “¿Qué nos da derecho a juzgar a Barbie cuando nosotros, como sociedad y como nación, somos culpables de crímenes tan parecidos en Argelia?”, repitió en el juicio y ante los micrófonos. Completó la puesta en escena llevando a su lado a un abogado argelino y a otro congolés para la foto: un euroasiático, un negro y un árabe defendiendo a un nazi delante de 39 jueces blancos y franceses que proclamaban los derechos del hombre que Francia se había ventilado tres décadas antes en Argelia. “Intentaron hacer de Barbie un monstruo, un Marqués de Sade, cuando en realidad era un personaje de nuestro tiempo. Era un oficial subalterno que asegura la represión en un país conquistado. Era el oficial francés en Argel. Era el oficial americano en Irak”, explica Vergès recogiendo la tesis arendtiana que asimiló el nazismo al colonialismo tradicional. La salvedad, apuntó el poeta martinico Aimé Césaire, fue el destino de su colonialismo. Si España sometió a indios, Francia a negros e Inglaterra a aborígenes australianos, la Alemania nazi tuvo la funesta idea de intentarlo con blancos europeos. “Al hacer de Barbie un monstruo, estaban exonerando el nazismo y se negaron a comprender cómo llegó un hombre ordinario como él a hacer lo que hizo, rechazaron escuchar las preguntas que planteaba su caso. Y es que incluso el peor de los criminales nos plantea preguntas… siempre y cuando esté bien defendido”, apostilla Vergès con asumida coquetería.

  • ¿Qué preguntas planteaba el grupo terrorista de Carlos Ramírez ‘El Chacal’, al que usted defendió, cuando ponía bombas en los Campos Elíseos a principios de los ochenta?

  • A raíz de lo ocurrido en Múnich [dónde un comando palestino del grupo Septiembre Negro secuestró a once deportistas israelís durante los Juegos Olímpicos de Múnich que fueron ejecutados durante el fallido rescate], una banda del Mossad se paseó por toda Europa abatiendo a los responsables de la Organización para la Liberación Palestina. El Mossad hizo de París un campo de batalla en el que los otros respondieron.

  • Con bombas contra civiles…

  • Cuando hablo de estos atentados no digo que los aprobaría si yo fuera el responsable, pero puedo defender al autor porque soy capaz de entenderlo.

Entender al criminal. No excusarlo, ni justificarlo, ni minimizar su crimen, ni mucho menos absolverlo, solo entenderlo, se explica Vergès. “Comprender”, recitaba en Serial Plaideur, “arma a la sociedad para que el crimen no vuelva a producirse”. Pero más allá de esta función didáctica, meterse en la piel del criminal fue el gran vicio que encontró Vergès para dedicarse a la abogacía. Poder vivir la vida de todos los hombres como la suya propia, pócima nietzscheana de la felicidad reseñada en La gaya ciencia, despertó su vocación. “Descubrí que este era el trabajo que quería hacer cuando me enfrenté a mi primer caso. Era un chico joven, estaba sentado enfrente de él y pensaba: ‘Este tipo soy yo. Comprendo muy bien lo que ha hecho’”. ¿Qué había hecho? “Un asesinato”, responde Vergès escondiéndose tras una carcajada.

  • ¿Ha tenido algún problema moral con el hecho de que un criminal sea liberado por su defensa?

  • Si el fiscal es un cretino incapaz de ofrecer buenos argumentos, él es el único responsable de que el criminal quede en la calle. Si en una orquesta, el pianista toca de maravilla pero el violinista es un desastre, ¿cargaremos el muerto al pianista?

Alimenta Vergès su retrato para la historia con escaso pudor. Asume que su altisonancia, sus insultos a media frase y su natural talento para la provocación le dejarán en el recuerdo como el beligerante abogado de terroristas que se pasó por el forro el principio de autoridad, pero poco le preocupa. ¿Tiene alguna preferencia de cómo quedará en el imaginario colectivo? “Como el príncipe mesopotámico que grabó en su tumba Yo, yo y yo. Los imbéciles ven un signo de pretensión, para mí es un síntoma de modestia. Seré yo y nada más”.

 

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