lunes, 17 de septiembre de 2012
"FUNDAMENTOS. LA PROPUESTA DE REFORMA CONSTITUCIONAL." por Plataforma 2012
Etiquetas:
DERECHO,
MANIFIESTO
Septiembre de 2012
Para abordar la cuestión Constitucional el presente documento de Plataforma 2012 propone reflexionar sobre cuatro áreas fundamentales que pueden ser resumidas en las siguientes proposiciones:
I- El principal problema constitucional que hoy enfrenta el país no se relaciona con lo que la Constitución incluye u omite incluir en su texto, sino con las violaciones a derechos fundamentales que sufre día a día nuestro pueblo, con las acciones que el actual gobierno ha llevado adelante para desvirtuar la Constitución, y las omisiones en que ha incurrido, impidiendo cumplirla.
II- La Constitución vigente ya incluye la mayoría de las reformas que el gobierno demanda.
III- La Constitución vigente no es ni ha sido un freno a políticas reformistas.
IV- Existen razones para cambiar la matriz del modelo constitucional que tenemos, pero en una dirección muy diferente a la propuesta por el gobierno.
Veamos cada una de estas proposiciones:
I. El principal problema constitucional que hoy enfrenta el país no se relaciona con lo que la Constitución incluye u omite incluir en su texto, sino con las violaciones a derechos fundamentales que sufre día a día nuestro pueblo, con las acciones que el actual gobierno ha llevado adelante para desvirtuar la Constitución, y las omisiones en que ha incurrido, impidiendo cumplirla.
Cuando uno presta atención a las razones que invoca el oficialismo a favor de una reforma constitucional, advierte que en realidad los problemas que se señalan no encuentran su fuente en la Constitución, sino en indebidas acciones y omisiones constitucionales del gobierno. Dichas acciones y omisiones son numerosas, y tan preocupantes como llamativas, sobre todo teniendo en cuenta la amplia mayoría legislativa con la que cuenta el oficialismo -una mayoría que le permitiría remediar prontamente algunos de los problemas jurídicos que hoy se enfrentan y que no justifican una reforma constitucional. Para ilustrar lo dicho, tomemos algunos casos relevantes.
En primer lugar, ¿es necesaria una reforma constitucional para incorporar a la Constitución elementos de protección del ambiente, necesarios para estar a la altura de los tiempos? En realidad, la Constitución ya incluye múltiples e interesantes referencias relacionadas con la protección del ambiente, su preservación, su utilización racional, el respeto del patrimonio natural y cultural y de diversidad biológica, a través de normas que son obligatorias tanto para la Nación como las provincias (especialmente, art. 41 CN). No. Las violaciones a los derechos del ambiente, que hoy padecemos, se vinculan con acciones que hoy se llevan a cabo, en violación (y no por requerimiento) de la Constitución. Y, en relación con lo anterior, ¿qué decir del argumento que sugiere la necesidad de una reforma constitucional para promover los derechos de los pueblos indígenas, sobre todo en cuestiones relacionadas con el ambiente y el territorio en el que viven? Tampoco es un argumento relevante. El texto fundamental, por ejemplo, ya hace referencias directas a la participación de los pueblos indígenas en “la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten” (art. 75 inc. 17 CN). Ocurre, en todo caso, que a pesar de las exigencias constitucionales, el gobierno se ha negado a dictar leyes más protectoras de las comunidades indígenas, a la vez que ha violentado sistemáticamente los derechos territoriales de los pueblos originarios, que no han sido consultados -como era obligatorio hacerlo, de acuerdo con la Constitución- cada vez que se decidió explotar los recursos que se sitúan en sus territorios.
Cabe agregar, por lo demás, que el oficialismo tampoco se ha animado a iniciar otros debates orientados a consolidar el carácter colectivo de los derechos, o a afirmar la interdependencia de los derechos, o a establecer nuevos paradigmas bajo los cuales no puedan realizarse interpretaciones y aplicaciones desarrollistas o economicistas de los derechos ya reconocidos. Discusiones con esta profundidad y sentido se han dado en otros países latinoamericanos en la última década (en países como Bolivia o Ecuador), al momento de pensar sus nuevas constituciones (incluyendo referencias a otras democracias, como la comunitaria y la participativa; o al derecho a proteger y conservar los bienes comunes, entre otros).
Un ejemplo particularmente ilustrativo de la política del gobierno en la materia (que evidencia su permanente doble discurso), se advierte en el actual proceso de reforma del Código Civil. A pesar de lo que exige la Constitución al respecto, y en contra además de lo establecido por el Convenio 169 de la OIT, y la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, el gobierno se ha empeñado en aprobar el Código Civil sin implementar los mecanismos de consulta contemplados en la normativa señalada. Más específicamente, el nuevo Código Civil propuesto por el oficialismo viola gravemente los derechos de los pueblos originarios ya protegidos jurídicamente, al querer someter la propiedad comunitaria al régimen tradicional y conservador del derecho privado. Y la violación no es sólo sustantiva (como en el caso señalado), sino además procedimental, ya que no se ha hecho un proceso de consulta previa con los pueblos indígenas afectados. Lo ocurrido no sólo resulta ofensivo respecto de los derechos de tales minorías étnicas y culturales (que el gobierno reivindica en las palabras pero agrede y excluye en los hechos), sino que además amenaza con convertir en inconstitucional a la propia reforma del Código Civil.
Más en general, podríamos decir que es el gobierno y no la Constitución quien viene impidiendo la puesta en marcha de mecanismos favorables a la participación política de la ciudadanía. De hecho, la Constitución ya contiene algunos mecanismos de avanzada para promoverla. Ello así, por ejemplo, a través de sus arts. 39 –referido a la iniciativa popular- y 40 –referido a la consulta popular. Sin embargo, si instituciones tales no se han puesto en marcha todavía, ello se debe, en parte, al hecho de que el gobierno desalienta la participación política de la ciudadanía (salvo aquella dirigida a aclamar lo que la elite gobernante ya ha decidido), y en parte al hecho de que la legislación necesaria para activar tales mecanismos (legislación elaborada en las últimas décadas pero aún no modificada), se ha dirigido a obstaculizar el funcionamiento de los instrumentos participativos dispuestos en la Constitución (un hecho que se ve ratificado por la pobre práctica que ha seguido a la legislación anterior).
En efecto, ambas instituciones –la iniciativa ciudadana y la consulta popular- han sido objeto de reglamentaciones legislativas fuertemente restrictivas. La Ley 24.747, de 1996, estableció requisitos exigentes en términos de las firmas que deben juntarse para poder motorizar una iniciativa (1, 5% del padrón); la proveniencia de las mismas (seis provincias diferentes); y las condiciones que debe reunir el grupo promotor para financiar la operación. Todo ello agravado por la decisión de permitirle al Congreso que no trate la iniciativa, en caso de no tener la voluntad de hacerlo (ello, frente a otras alternativas posibles, como la de someter la iniciativa a una consulta popular vinculante, por ejemplo). Es decir, fue el Congreso el que decidió degradar la voluntad de la Constitución, dificultando la puesta en marcha de la institución constitucional de la iniciativa popular, y desincentivando en definitiva su realización.
Algo similar puede decirse en relación con la consulta popular. La misma fue reglamentada a través de la Ley 25.432, del 2001, que volvió a poner trabas al desarrollo de tal medio de participación cívica. Así, por caso, exigiendo –contra lo que resulta ya parte del sentido común en la materia- que la consulta no coincida con ningún otro acto eleccionario, lo que implica elevar enormemente los costos de la realización de la misma.
De manera similar, la Constitución incluye cláusulas vinculadas con la necesidad de asegurar la participación del pueblo en la justicia, a través del juicio por jurados (art. 24 CN) –una institución propia de la Constitución histórica de 1853, que la política ha decidido no implementar desde hace casi dos siglos.
Otra reforma institucional necesaria, que la Constitución avala pero el gobierno bloquea, se relaciona con los mecanismos destinados a prevenir y erradicar la tortura. Al respecto, convendría destacar la negativa del actual gobierno a dar sanción plena al Sistema Nacional de Prevención de la Tortura, que ya cuenta con media sanción de parte de la Cámara de Diputados desde el 2011. Esta particular omisión del gobierno resulta especialmente sorprendente a la luz del informe 2012 del Comité Provincial de la Memoria, que informa que en las cárceles de la Provincia de Buenos Aires aumentaron las torturas, las muertes violentas (en un 30 % respecto de 2010), y los hechos violentos informados (un 31% en relación con el mismo año).
Por lo demás, ¿podría decirse que es necesaria una reforma constitucional para garantizar la transparencia de los actos administrativos y mejorar el acceso a la información de la población? No. Por el contrario, aquí también se advierten fallas graves en relación con la política constitucional del gobierno, que contrastan –otra vez- con una Constitución clara, que consagra en su art. 38 garantías para la difusión de ideas políticas y acceso a la información pública. Lamentablemente, tales compromisos constitucionales resultan denigrados en la práctica gubernamental, de varias maneras. Ante todo, el gobierno se ha negado a dictar una ley de acceso a la información pública. Mucho peor que eso, este gobierno es el principal responsable de un gravísimo proceso de negación de información pública y distorsión de cifras relevantes, como pocas veces ha sufrido la Argentina en su historia democrática. Por ello, recientemente, la Argentina ha sido denunciada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por los graves retrocesos que se han producido en el área. Como sostuvieran entonces representantes de la Asociación de Derechos Civiles frente a la CIDH, “al no haber una autoridad central promoviendo políticas de transparencia, la información de oficio disponible para los ciudadanos varía de acuerdo a las prácticas de distintas dependencias que no coordinan esfuerzos ni comparten estándares”. Dichos retrocesos se extreman debido a la ausencia de una autoridad de aplicación independiente; por la sistemática negativa de organismos públicos (como la Inspección General de Justicia o la Auditoría General de la Nación) a suministrar datos públicos; por la persecución y sanción a quienes ofrecen información pública que difiere de la que ofrece el gobierno; y por la destrucción del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos. Ello provoca que hoy carezcamos de cifras públicas confiables en relación con temas vitales para la producción racional de políticas pública, como los relacionados con los índices de inflación, pobreza, desigualdad o indigencia.
Por todo lo expuesto, podemos concluir que es el gobierno el que no respeta derechos ya consagrados, y no cumple con normas que favorecerían claramente a la población y sobre todo a grupos marginados de la misma. Más que reformar la Constitución por ser conservadora, el gobierno debería cumplir con los mandatos de una Constitución que es más progresista que sus políticas.
A veces de modo implícito, otras de modo explícito, la Constitución incorpora ya la mayoría de los cambios que hoy el oficialismo propone para reformarla.
En primer lugar, la Constitución Nacional, como la mayoría de las constituciones del mundo, apela (sobre todo en el Preámbulo y en la sección referida a los derechos) a un lenguaje abstracto, a la vez que se compromete con principios generales (como los de libertad e igualdad), destinado a hacer posible un texto que pueda ser suscripto desde concepciones diferentes, y que a la vez pueda perdurar en el tiempo. La idea constitucional es, justamente, la de tornar innecesaria una modificación en el texto vigente frente a cada nuevo matiz o variación que aparezca a partir de los desarrollos que vayan teniendo ideales como los de libertad e igualdad.
En segundo lugar, y en apoyo de lo anterior, el art. 33 CN deja en claro que los derechos y garantías no enumerados explícitamente por el texto constitucional no deben entenderse como negación de los derechos no enumerados explícitamente en el texto de la misma.
En tercer lugar, la Constitución argentina se encuentra entre las más completas que se conocen, en materia de derechos. Más aún, ella ha otorgado jerarquía constitucional a más de una decena de tratados de derechos humanos (incluyendo a la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; al Pacto de San José de Costa Rica; a la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer; o a la Convención sobre los Derechos del Niño; o la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, entre otros), en una decisión plenamente innovadora dentro de la región. Dicha robustez constitucional en materia de derechos pone en duda que la misma pueda ser fácilmente descripta como “de carácter neoliberal.” Por otro lado –y tal como señalara el actual Presidente de la Corte Suprema- tal robustez constitucional no deja demasiado espacio para la incorporación de nuevos derechos, que no se encuentren ya formando parte integral de la misma.[1]
En cuarto lugar, el artículo 75 inc. 22 de la Constitución, referido a la incorporación de tratados sobre derechos humanos, permite la reforma de la Constitución por medios diferentes al procedimiento tradicional establecido en el art. 30 CN. Dicha modificación puede darse a través de la aprobación por parte del Congreso, de tratados internacionales en la materia. De ese modo, se prevé que el país pueda actualizar su sistema jurídico, y no quede al margen de los avances en materia de derechos humanos que son objeto de consensos extendidos a nivel internacional (una actualización que ya ha ocurrido por lo menos dos veces desde el dictado de la Constitución de 1994).
Por razones como las antedichas, referidas al lenguaje abstracto de la Constitución; a su explícito compromiso con reformas igualitarias; a su explícita vocación inclusiva hacia grupos tradicionalmente marginados; o a su toma de partido por los derechos de los consumidores y usuarios frente a las pretensiones del puro mercado; la Constitución actual no puede verse de ningún modo como un obstáculo para avanzar en reformas legales contrarias a políticas “neoliberales” del tipo de las que marcaron al país desde la década de los 90. De todos modos, resulta especialmente importante reafirmar esta idea, dado que algunos grupos han invocado esta excusa como razón fundamental para propiciar una reforma de la Constitución.
La mejor prueba de que la Constitución no obstaculiza la introducción de reformas económicas puede encontrarse en el hecho de que en los últimos años se adoptaron una diversidad de medidas que el gobierno reivindica enfáticamente, y que no encontraron el mínimo obstáculo constitucional para su aprobación: desde el decreto que instaló la Asignación Universal por Hijo, hasta la modificación de la carta orgánica del Banco Central, la estatización de las AFJP o la “expropiación” de YPF promovidas desde el Congreso.[2]
Es decir, en estos últimos años se pudieron poner en marcha una serie de medidas económicas nuevas con completa anuencia constitucional, y si no se adoptaron más o mejores medidas al respecto, ello de ningún modo puede atribuirse a la estructura constitucional vigente.[3]
Más allá de lo señalado, muchos de nosotros propiciamos una relación distinta entre la Constitución y la economía. En este aspecto, nuevamente, nuestra posición difiere de la que ha sido propiciada desde el oficialismo. Para algunos de los que simpatizan con el gobierno, resulta necesario utilizar la Constitución para construir un muro o “barrera antineoliberal.” Sin embargo, si el muro antineoliberal en el que están pensando tuviera que ser capaz de amparar las bases de la política económica de estos últimos diez años –una política que ha implicado, sistemáticamente, la concentración y extranjerización de la economía a niveles inéditos, índices históricos de desigualdad, la explotación abusiva e inconsulta de los bienes naturales, o niveles extraordinarios de trabajo precario y en negro- nos encontraríamos con un “muro antineoliberal” con filtraciones y grietas portentosas –un resultado que nos invitaría a proponer, otra vez, una construcción constitucional muy diferente a la que en los hechos propone el gobierno.
Lo anterior nos remite al mito principal que propicia la coalición gobernante, es decir, el mito según el cual sus políticas promueven una transformación social a favor de los sectores populares. Desde aquí rechazamos la idea de que esa transformación social se haya dado o se esté produciendo. Más aún, señalamos que las principales reformas institucionales promovidas por el gobierno hasta el momento, no sólo contradicen la vocación reformista (favorable a una política de la “transversalidad”) alegada por el oficialismo años atrás, en los comienzos de su gobierno; sino que además muestran al mismo como un actor desleal hacia los sectores no oficialistas, y en particular hacia los partidos minoritarios.[4]
Muchos de los miembros de Plataforma consideramos que podría resultar valioso cambiar la matriz que organiza la Constitución. Sin embargo, entendemos que dicha reforma sería en algunas ocasiones distinta, y en otras directamente contraria a la sugerida o propuesta por la coalición gobernante y sus defensores. Si tomamos en cuenta, por caso, todo lo que han dicho los voceros del gobierno sobre el tema de la reforma constitucional, nos encontramos con que sus propuestas se relacionan persistentemente con la reforma en la sección dogmática de la Constitución, es decir, la referida a los derechos incorporados en la Constitución (la coalición gobernante reniega, por caso, de un cambio hacia un sistema parlamentario como el que propone uno de los miembros de la Corte Suprema Argentina, afín al gobierno). Muchos de nosotros, en cambio, cuando pensamos en la reforma, concentramos nuestra atención en la sección orgánica de la Constitución, esto, es la dedicada a la organización del poder. Ello así, a partir de preocupaciones que resultan contradictorias con las que aparecen como propias del gobierno.
En efecto, muchos de los integrantes de Plataforma rechazamos el aspecto más conservador de la Constitución, relacionado con la concentración del poder político en el Ejecutivo. Dicho sistema de concentración de la autoridad se acompaña en nuestra práctica (como suele ocurrir en estos casos) con dos agregados preocupantes, que representan derivados propios del modelo presidencialista extremo, hoy vigente: por un lado, la erosión (en la actualidad, un directo vaciamiento) del sistema constitucional de frenos y contrapesos (valioso, al menos, como primera estrategia destinada a evitar la concentración del poder en cualquiera de las ramas de gobierno); y por otro, bajos niveles de participación popular. Éste ha sido, sin dudas, el modelo de organización del poder que el oficialismo ha usufructuado y extremado en todos estos años –un modelo que se corresponde con una práctica política elitista del gobierno, que cultiva la adulación de sus simpatizantes, y se muestra arrogante y agresivo con quienes lo critican.
La re-reelección presidencial –como tantas veces, la verdad no dicha de la iniciativa a favor de la reforma constitucional- solamente extrema el costado más conservador de la Constitución. Se trata de la misma iniciativa que utilizó históricamente el conservadurismo (incluyendo, arquetípicamente, al gobierno de Menem), con el declarado objeto de “transformar” a la sociedad, basada finalmente en la incapacidad que atribuye a la ciudadanía para tomar las riendas de la política en sus propias manos, y en la tradicional desconfianza elitista frente al pueblo como responsable de su propio destino. Para el conservadurismo, el destino de una Nación depende siempre de una figura salvadora, y no de la voluntad soberana y democrática del pueblo, puesto de pie como sujeto emancipado, capacitado para actuar por sí mismo, e independiente de tutores y guías providenciales.
Finalmente, una Constitución más igualitaria y democrática, como la que muchos de los miembros de Plataforma defendemos, procuraría revertir la matriz de organización conservadora del poder que el constitucionalismo oficialista ha propiciado durante casi una década. Para esta mirada igualitaria sobre el derecho, la parte orgánica de la Constitución debería ser reemplazada por otra que articule un sistema institucional asambleario y participativo; que asegura la decisión y el control ciudadanos sobre los asuntos públicos. Esto es decir, pensamos en un sistema de gobierno contradictorio con el verticalismo, la falta de controles, y la baja intensidad participativa que el oficialismo ha exigido para consolidarse. En definitiva, consideramos que la ciudadanía debe poder tomar a su cargo la organización del poder definida en la Constitución, que hoy se deja bajo la custodia de los servidores del poder. Más específicamente, consideramos que dicha reforma sobre la organización del poder debe orientarse en una dirección precisa: la de democratizar el poder constitucional, en lugar de seguir concentrándolo para el usufructo de unos pocos que actúan para su propio beneficio pero bajo el nombre impropio de todos.
De este modo, tornaríamos más consistente la sección constitucional referida a los derechos, que se ha ido “democratizando” (luego de haber estado al servicio de la limitación de los derechos políticos), con la referida a la organización del poder, que continúa trabajando a favor de una institucionalidad política jerárquica y poco democratizada, y que considera al voto periódico como exclusiva forma real de la participación política.
La perspectiva democrática que reivindicamos no consiste en fantochadas leguleyas como las que hoy la coalición gobernante alega para esconder su propósito reeleccionista, sino en la recuperación del pueblo como sujeto emancipado, no dependiente de nadie y responsable de las decisiones que por sí mismo toma.
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Publicado por DARÍO YANCÁN en 16:27
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