Andaba dibujando en un cuadernito, una costumbre que recién adquirí, cuando
vi por la televisión, encendida sin sonido, la imagen de Chavela. Di voz al
aparato. Se nos fue, escuché. Y me cogió un llanto irreparable. Lo que nunca me
había sucedido. Siempre me culpé por no ser capaz de llorar con la muerte de mis
padres, pero esta vez me venció el desconsuelo. Yo nunca me tomé copas con mis
ídolos: Bob Dylan, Leonard Cohen o Brassens. Y sí, con Chavela, con la que he
cantado, nos hemos abrazado y reído hasta hartarnos. Todas esas veces cuentan y
contarán siempre entre las más grandes cosas que me han sucedido en la vida.
Será difícil, por ejemplo, olvidar cómo la conocí. Fue una noche de hace unos
veinte años, en Madrid, en la sala Morasol. Dijo: Yo vivo en el bulevar de los
sueños rotos . Y yo tuve que escribirle una canción con esa frase. Ya se había
recuperado de su alcoholismo. Calculaba que había bebido algo así como 1,8
millones de botellas de tequila y solía decirme cuando me veía beberlo a mí:
Joaquín, ese tequila tuyo es muy malo; el bueno de verdad ya nos lo bebimos José
Alfredo Jiménez y yo . Al conocer la triste noticia, que todos veníamos
anticipando, he sentido la necesidad de bajar al bar a tomar uno a su salud,
aunque el brebaje sin ella siempre será de los malos. Aquella primera vez, pedí
a Pedro Almodóvar que nos presentara. Al acercarme, escuché cómo él le contaba
quién era yo, pues Chavela no tenía la menor idea.
La admiro desde niño , le dije.
Yo también le admiro mucho a usted, contestó. Ante la mentira, exclamé Vete a
la mierda . Nos fundimos en un largo abrazo que nunca aflojamos hasta ayer
mismo, incluso aunque no pudiéramos vernos en su última visita a España, un
viaje que quizá no debió hacer, pues no estaba en condiciones.
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