Planteas una apertura en dos polos: por un lado hablas de Roland Barthes y su defensa de la importancia de la imagen y de la fotografía como algo que presenta lo real, que da testimonio directo de ello, y, por otro lado, hablas del descrédito de la fotografía en el espectáculo, de la sospecha que levantan Guy Debord –de forma terrorífica– y Jean Baudrillard –en clave más retórica–. Son dos posiciones antagónicas, y me gustaría saber si tu propuesta de lectura de la imagen busca acercar posturas, hallar un lugar intermedio de consenso o si, por el contrario, pretendes trabajar manteniendo a la vez las dos aseveraciones, paradójicamente, con la contradicción de acreditar ambos discursos.
En efecto, el curso comienza a partir de una situación polémica que, en mi opinión, no se resume en la oposición Barthes versus Baudrillard, sino que está ya en el propio Barthes, donde conviven una especie de ontología de la fotografía –la fotografía sería el lugar donde se capta, bajo la forma de un fantasma, la verdad del ser– y una retórica. Diría que esta doble posición, a la vez crítica –cuando se afirma que hay ahí una retórica, se está siendo crítico– y de confianza –pues confianza es lo que implica una ontología de la imagen–, estaba ya, por lo demás, en Walter Benjamin. Por mucho que, en un artículo sobre la fotografía, haya dicho que el aura está decayendo y que él ya no la busca, lo cierto es que la sigue buscando, que persigue lo que él llama el salto de la autenticidad, el Ursprung, es decir, el origen. Ahora bien, esto no quiere decir que en Benjamin haya una ontología de la imagen, lo que quiere decir es que mantiene una cierta confianza en la relación entre la imagen y lo real.
Cuando la sospecha se transforma en puro rechazo, se convierte en paranoia. En la polémica sobre la imagen que he mantenido en Francia con ciertos teóricos lacanianos y neolacanianos, he creído siempre advertir un movimiento que va de la sospecha generalizada al rechazo ontológico, en una suerte de proceso paranoico. Siempre que la sospecha conduce al rechazo, es porque se le está pidiendo demasiado a la cosa de la que se sospecha. No se puede pedir demasiado al psicoanálisis como tampoco se puede pedir demasiado a la imagen; basta con los fragmentos, con los pequeños momentos. Se puede decir que la imagen es una herramienta para la manipulación, pero eso sólo es cierto si soñamos con un signo sin manipulación, algo que no existe. En cuanto a mi utilización del psicoanálisis –lo diré muy rápidamente– se trata de un uso crítico y no clínico. Uno de los conceptos más importantes en mi trabajo es el de «síntoma», pero eso no quiere decir que busque aquello que causa o produce dicho síntoma, no busco el «síntoma de» ni digo que la sociedad es más bien esquizofrénica o más bien histérica. Lo que busco en realidad, y en ello se basa mi utilización del psicoanálisis, son los propios síntomas. Tú me hablas de capacidad de verdad, y yo lo que digo es que esa capacidad de verdad hay que temporalizarla, hay que entender que sólo ocurre en momentos muy breves. Lo dice Benjamin: es un destello, un destello momentáneo, que dura sólo un instante. Y eso es lo que me interesa. Hace poco he acabado un texto sobre la imagen como mariposa. Si realmente quieres verle las alas a una mariposa primero tienes que matarla y luego ponerla en una vitrina. Una vez muerta, y sólo entonces, puedes contemplarla tranquilamente. Pero si quieres conservar la vida, que al fin y al cabo es lo más interesante, sólo veras las alas fugazmente, muy poco tiempo, un abrir y cerrar de ojos. Eso es la imagen. La imagen es una mariposa. Una imagen es algo que vive y que sólo nos muestra su capacidad de verdad en un destello.
Hay una consideración de Giorgio Agamben en torno a la imagen que me parece pertinente; afirmaba que Aby Warburg no trabajaba sobre las imágenes, sino sobre el gesto, y recriminaba muy duramente a toda la corriente iconológica –a Edgar Wind, a Erwin Panofsky o incluso a Ernst Gombrich– el haber falsificado, de alguna manera su trabajo al reducirlo a meros signos, indicios, iconos, cuando la propuesta de Warburg era de relaciones, era un trabajo de gestos, de momentos. Tu mariposa.
Creo que la oposición es, en efecto, entre la imagen como gesto –y esto es Warburg, una antropología de la imagen viviente– y una iconología empobrecida que sólo intenta ver signos en las imágenes, y no gestos. Por eso el «síntoma» es tan importante para mí, porque es un concepto semiótico –habla del significado–, pero es también corporal. Y esto es precisamente lo que es un gesto: un movimiento del cuerpo que está investido de cierta capacidad de significado o de expresión. Por lo tanto, lo que nos interesa es, en realidad, lo que ocurre entre el mundo de los signos y el mundo del cuerpo. Eso es una imagen. Cuando los iconógrafos se interesan únicamente por las imágenes como emblema de una idea, entramos de lleno en el reino del concepto, en un ámbito totalmente abstracto.
Me gustaría abundar en esta genealogía de tu trabajo, en la importancia de los archivos de imágenes y en la manera de recopilarlas del Atlas Mnémosyne, de Aby Warburg; de los Passagen-Werk, de Walter Benjamin y de la edición de los Documents, de Georges Bataille. ¿Cuál es la relación de tu trabajo, de tu proyecto de arqueología –hablamos de Michel Foucault, claro– con estos grandes atlas de imágenes?
Mi relación con Foucault es más que positiva, es fundamental; lo que sucede es que Foucault ha constituido archivos de discursos y, en el fondo, la tarea de constituir archivos de imágenes es más difícil. Los historiadores, por ejemplo, siempre dicen que les cuesta más clasificar imágenes que textos. Aunque sólo sea porque un texto, al menos, se puede clasificar alfabéticamente, mientras que para las imágenes no hay alfabeto, no hay un criterio dado que te permita saber cómo vas a clasificarlas. La cuestión del archivo es absolutamente fundamental porque es lo que determina la forma de la historicidad. No se puede hacer una verdadera historia de las imágenes siguiendo simplemente el modo de la crónica lineal, de la crónica cronológica, por la simple razón de que una sola imagen –al igual que un solo gesto–, reúne en sí misma varios tiempos heterogéneos. De manera que para historizar las imágenes hay que crear un archivo que no puede organizarse como un puro y simple relato, puesto que es algo fatalmente más complejo. Y en este sentido, es extremadamente interesante ver que en los años 1920-1930 –una época revolucionaria–, diversos historiadores o pensadores situaron el problema de la imagen en el centro de su pensamiento de la historia y concibieron atlas o sistemas de saber de un género completamente nuevo: Warburg, Benjamin, Bataille y un largo etcétera. Y que exactamente en el mismo momento surgía en el terreno artístico un verdadero pensamiento del montaje: Sergei Eisenstein, Lev Kulechov, Bertolt Brecht, los formalistas rusos. Me parece muy importante que en un momento en el que la historia de Europa está siendo sacudida completamente, haya pensadores y artistas que se replantean la historia en términos de estallido y reconstrucción, que es a lo que podemos llamar –así lo llamo yo– conocimiento por el montaje. Benjamin decía que una verdadera historia del arte no debe contar la historia de las imágenes, sino acceder al inconsciente de la vista, de la visión, algo que no puede lograrse a través del relato o la crónica, sino por medio del montaje interpretativo. Es lo que ocurre, por ejemplo, en un psicoanálisis: se hacen montajes interpretativos y en la reunión de dos cosas muy distintas surge una tercera que es el indicio de lo que buscamos.
Sin embargo, ayer en tu conferencia hablaste de Morelli –el inspirador del método indicial de Carlo Ginzburg– como «policía», mientras que ahora has hablado del trabajo de Ginzburg como «política», y me viene a la cabeza el productivo distingo que hace Jacques Rancière entre policía (en un sentido neutro, no peyorativo) y política como dos polos de una tensión necesarios. Rancière es muy claro al respecto: cuando existe la policía no hay política. Pero, en cierto modo, parece haber una continuidad, en el sentido de que política y policía están anudados, de que la política no tiene objeto propio y aparece en un lugar previamente ocupado por la policía…
Bueno, ahora me veo obligado a hacer un movimiento un tanto sutil para indicar que, si en la pregunta anterior estoy de acuerdo con Ginzburg contra Hayden White, en la pregunta presente estoy en contra de Ginzburg en un punto muy concreto pero muy importante, que es su artículo sobre el paradigma indiciario, la huella, donde argumenta que hay una suerte de unidad del conocimiento por huellas que vincularía, por un lado, a Morelli o a Sherlock Holmes y, por otro lado, a Warburg y Freud. Ginzburg sostiene que es lo mismo, mientras que yo digo que no es igual en absoluto. A mi modo de ver, Morelli y Holmes son la policía mientras que Warburg y Freud son la política. ¿Por qué? Porque Morelli, como Holmes, busca en los detalles desapercibidos, en las pequeñas cosas, el nombre del culpable, y una vez obtenido el nombre, la investigación se acaba: termina el relato de Sherlock Holmes y termina el de Morelli cuando dice «esto no es Leonardo Da Vinci sino que es Boltraffio». Una vez alcanzado el nombre, la interpretación se detiene; pero la interpretación no es eso. Cuando haces un psicoanálisis, de repente dices «¡mamá!», y sí, sin duda «mamá» también es un nombre, pero, ¿se ha acabado con ello el psicoanálisis? No, justamente está empezando, el verdadero trabajo de interpretación comienza ahí. La función del detalle en una economía policial es únicamente la de dar una clave para llegar al nombre, y esto es lo que ocurre en todos los iconógrafos. Mientras que en el tipo de trabajo que yo defiendo, una vez que tienes esa clave, la utilizas para abrir una puerta que va a dar a otra puerta, que a su vez va a dar a otra, en una red interminable: Borges, arborescencia, árbol, ramas, tramas… es lo que Lacan llama la cadena significante. Son, pues, dos cosas totalmente distintas.
Es curioso, es la misma discrepancia que mantiene con Ginzburg desde las arbóreas selvas chiapanecas el Subcomandante Marcos, en una famosa charla vía e-mail… Pero no me gustaría ser injusto con Morelli, al que le tengo un especial aprecio: él mismo sospechaba de su método. Se puso un nombre ruso, Iván Lermolieff, para marcar una cierta distancia exótica; publicaba en alemán, la lengua dominante en el campo de las ciencias…
Sí, sí, es un personaje de novela. Es interesante que Ginzburg equipare a Giovanni Morelli con Sherlock Holmes, y ambos son ficciones, mientras que Warburg y Freud existen realmente…
Sí, pero a lo que yo iba es a que el propio Morelli sospecha de su método: tiene que cubrirlo con disfraces de prestigio de la época –la lengua alemana, un nombre ruso– para que se le tenga en cuenta y, después, pasa al olvido. Tiene algo de jugador que se da cuenta del peligro de hacer trampas en el juego, pero es con ese truco con el que tiene que ganarse la vida. Abandona la profesión y se dedica a la política. En definitiva, lo que me interesa señalar es que necesariamente hemos de sospechar de las herramientas con las que trabajamos, no podemos aceptar que sean presentadas como verdades absolutas…
Claro, claro. Por ejemplo, Warburg utiliza como herramienta la fotografía pero sabe muy bien que cuando fotografías, por ejemplo, un fresco de Miguel Ángel, pierdes el espacio, pierdes el color, pierdes mucho. Estoy absolutamente de acuerdo contigo en que hay que mantener siempre una actitud crítica –y prefiero la palabra crítica porque, en francés, la palabra «sospecha» me resulta demasiado paranoica– en torno a las herramientas que utilizamos. Precisamente, Sherlock Holmes jamás duda de su instrumento: su magnifiying glass, su lupa. Mientras que por el lado de Warburg, de Freud, de Lacan o de Edgar Allan Poe siempre hay una desconfianza. En La carta robada, frente a la magnifiying glass, el personaje se pone gafas oscuras: se trata de aceptar ver menos, de aceptar verlo todo gris, pero terminar encontrando lo que se busca, la verdad.
También debemos tener cuidado con las gafas, con las gafas negras o de otro tipo que usamos para protegernos de lo real, de las imágenes terribles de la guerra o del holocausto. Hay muchos artistas en España que, por ejemplo, trabajan sobre los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y, sin embargo, sobre el terror más cercano, sobre el terrorismo de ETA o sobre los atentados de Atocha, apenas hay trabajos a tener en cuenta…
Por supuesto, es mucho más fácil trabajar sobre el 11 de septiembre, porque es «bonito»: son las gafas con las que uno lo ve –televisión, vídeo, internet– las que lo hacen «bonito», demasiado bonito… En Francia ocurre lo mismo. Llevo tiempo buscando a un artista que haya trabajado sobre la guerra de Argelia, nuestra guerra terrible, olvidada, pero es inútil, no hay buenos trabajos sobre la guerra de Argelia. Y para saber es preciso imaginar, es nuestra obligación imaginar el infierno…
En Alemania sí que hay obras importantes de Gehrard Richter o de Peter Feldman sobre la banda Baader-Meinhof, mientras que entre nosotros el único artista capaz de abordar estos asuntos sigue siendo Goya: en una exposición sobre la violencia en el museo Artium de Vitoria, el director del museo, Javier González Durana, hizo un trabajo sencillo de bricoleur, poniendo imágenes de los grabados de Goya de los desastres de la guerra junto a fotos periodísticas sobre el terrorismo. Lo hizo como un juego, como unas notas a una exposición sobre la violencia, y fue lo único en toda la muestra que, sin evasiones ni retóricas, hablaba directamente de la violencia, del terror, del terrorismo en España. ¿Por qué es tan difícil cuando es cercano, cuando te apela directamente?
No lo sé, estoy de acuerdo en que es muy difícil, y, desde luego, ése es el trabajo que hay que hacer.
Bueno, sigamos de algún modo con Goya o, al menos, con Madrid: no podemos dejar pasar la ocasión de hablar de flamenco, esa música que tanto te embarga. Estamos, además, en una institución de lustre, ilustrada y, por tanto, anti-flamenca –siempre hay excepciones claro, recuerdo hace unos años haber estado aquí con Carmen Linares, José Ángel Valente y Mauricio Sotelo, todos juntos en el mismo escenario–, como suelen ser las instituciones ilustradas en las provincias del Imperio. ¡Ah!, la tradición orteguiana contra la quincalla meridional… Pues bien, Giorgio Agamben hablaba de la importancia que tenía para él la imagen en el flamenco, de la capacidad del flamenco de construir imagen, de fijarla para, inmediatamente, desplazarla, ponerla a andar; de la capacidad que tiene la imagen en el flamenco de deshacerse y volverse a hacer. Lo decía hablando del baile, de forma evidente –es lo que los propios flamencos llaman «hacer la estampa»–, pero también se refería a la música, a la utilización de los silencios como momentos en los que se detiene el sonido –un poco en el sentido que le daba Luigi Nono–, y se produce una intensidad que convierte la voz en un sonido puro pero que, a la vez, es como una imagen, una imagen de una gran densidad de significado…
Cuando vine por primera vez me ofrecieron la posibilidad de traducir uno de mis libros y, naturalmente, propuse La danseur des solitudes, un libro escrito a partir de Arena, el baile flamenco de Israel Galván, y que es un recorrido por la imagen en movimiento muy enraizado en la tradición: Juan de la Cruz, José Bergamín, Federico García Lorca… La respuesta no fue sobre el libro. Me dijeron: «No, de flamenco no». Así que tienes toda la razón, sigue habiendo sitios anti-flamencos. Pero la comparación me interesa: tenemos anti-flamenco = Bellas Artes. Y a mí lo que me interesa del flamenco es precisamente su posición anti-Bellas Artes, es decir, su manera alternativa de componer las relaciones entre las artes. Porque, ¿qué quiere decir Bellas Artes? El origen hay que buscarlo en la distinción anterior al Renacimiento entre artes mecánicas –las de la mano, el cuerpo, la pintura– y las artes liberales, es decir, las del intelecto –la teología, la geometría, la retórica…–, pero, sobre todo, en la «operación Bellas Artes», la operación del Renacimiento, que consistió en meter ahí la pintura. A mí lo que me interesa es que esas cuestiones académicas –porque, al fin y al cabo se trata de la Academia, pues así se crearon las Bellas Artes– no existen en el flamenco. El flamenco no tiene el rigor de la Academia, tiene el de la Peña, que es otra cosa…
Muy seria y rigurosa también, desde luego…
Por supuesto, con jerarquía y todo, pero para mí representa un modelo no occidental, no ilustrado, de funcionamiento de una producción de forma, de forma vocal, musical, de baile… Durante mucho tiempo mi afición al flamenco y mi trabajo intelectual estuvieron totalmente separados. Antes de viajar por primera vez a Sevilla, por ejemplo, no había leído ningún libro sobre flamenco, no me interesaba y jamás hablaba del flamenco a nivel intelectual. Y en un momento dado entendí. Estaba leyendo a Warburg y comprendí cómo mi experiencia del flamenco formaba parte, de alguna manera, de mi trabajo sobre la imagen. Durante algún tiempo, en Francia, mi posición intelectual estaba en un difícil equilibrio: los filósofos no me consideraban filósofo, los historiadores del arte no me consideraban historiador. Y ahora que parecía que por fin la cosa estaba más tranquila, la voy a complicar metiendo el flamenco de por medio. Para mí el flamenco es, precisamente, una manera de mostrar –en el contexto del arte contemporáneo, es decir, en las galerías, en el mercado, en los museos e instituciones– que hay funcionamientos distintos, otras maneras de hacer.
Incluso puede servirnos más íntimamente: tú mismo lo has apuntado al señalar a Warburg quien, en su viaje por Nuevo México, al ver el baile de los indios navajos, encuentra una herramienta clave para leer a Boticelli, a Piero de la Francesca o a Ghirlandaio. De alguna manera, tu profunda afición y tu extraordinario entendimiento del compás, del silencio, de la voz y de los demás elementos del flamenco se convierten en un instrumento poderosísimo a la hora de desplegar lecturas, de reconstruir un tejido, una trama de interpretaciones que tienen que ver con esa tensión de imagen, gesto…
Exacto, exacto, la cuestión del gesto y la cuestión del ritmo son muy importantes para mí.
GEORGES DIDI-HUBERMAN
Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006
Venus rajada: desnudez, sueño, crueldad, Madrid, Losada, 2005
Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Manantial, 2004
Imágenes pese a todo: memoria visual del holocausto, Barcelona, Paidós, 2004
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