martes, 18 de octubre de 2011

"MONTONEROS, LA SOBERBIA ARMADA" por Pablo Giussani. CUARTA ENTREGA.

Con el debido respeto y la latente actualidad que tienen las reflexiones de Pablo Giussani, intentaré embarcarme en la entrega de este soberbio libro, que aunque ya tiene una casi treinta años, devela porque la Argentina es Argentina de hoy.
Retóricas, discursos, juegos dialecticos de "rebeldes" a quienes el traje de "revolucionarios" les quedó inmenso.
Los manejos de Perón, Mussolini y un grupo de aburridos burgueses jugando a ser desafiantes con "los padres" y luego llorando por el reto recibido.

Reconstruyamos nuestros pensamientos con la valentía de ponernos en duda y de dialogar con nuestras miserias humanas.

Darío Yancán.





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No es necesario precisar que la descripción de este narcisismo revolucionario es también, en gran medida, una descripción de Montoneros, con su sanguinolento folklore, sus redobles guerreros, su gesticulación militar.
El narcisismo revolucionario necesita, en adición a su imagen, situaciones exteriores que la justifiquen. Su obsesiva visualización de la realidad como fascismo responde también a la urgencia por disponer de un contorno de estímulos a los que sólo pueda responderse con conductas iconográficamente satisfactorias, con movimientos fijables en un poster de tema heroico.
En otros términos, el narcisismo revolucionario necesita, de un modo visceral y como componente de su propia identidad, situaciones de violencia. Violencia practicada y violencia padecida.
Heroísmo y martirio.
Esta imaginería heroica, cuando se traduce a término teóricos, construye fabulosas teologías de la violencia, concepciones que asumen la violencia, no como respuesta circunstancial a determinadas condiciones exteriores, sino como una irrenunciable manera de ser.
La violencia no es ocasionalmente aceptada como una imposición externa, sino interiorizada, entrañabilizada, vivida como la expresión de la propia naturaleza y del propio destino.
Nada ilustra mejor esta interiorización de la violencia que el abismal contraste observable entre las imágenes con que construye su iconografía el narcisismo revolucionario y las que acompañan en Italia toda recordación -plástica, literaria o cinematográfica- de la resistencia contra el fascismo y la ocupación nazi.
El partigiano rescatado por la iconografía de la resistencia es, básicamente, un civil. El fusil o la ametralladora se agregan extrínsecamente a gastados pantalones campesino, sacos de oficinistas, raídos sombreros de fieltro y a veces hasta corbatas.
En el partigiano presentado por estas imágenes, la violencia aparece asumida como una anormalidad, como un momento extraño al propio programa de vida. Fue necesario tomar las armas y se las tomó, fue necesario matar y se mató, pero no como un acto de autorrealización sino como un doloroso paréntesis.
En la iconografía del narcisismo revolucionario, el arma es intrínseca al personaje. Entronca sin solución de continuidad con el uniforme verde oliva, el birrete con la estrellita, la mirada épica.
Pasajera y puramente adjetiva es la personalidad del partigiano, la ametralladora es, en cambio, sustantiva y constitutiva de la personalidad de ese revolucionario autocontemplativo del que Montoneros mostró una de las tantas variantes latinoamericanas, quizás la más arquetípica.
Se explica así que, con el triunfo peronista en las elecciones de marzo de 1973 y el ascenso de Cámpora a la presidencia13, comenzará para los montoneros un período de raro desasosiego, inadvertido al principio, pero palpable a las pocas semanas.
Legalizados, instalados de pronto en bancas parlamentarias, oficinas ministeriales y aA los pocos meses resultaba evidente, para cualquiera que los frecuentara en ese período, que no se soportaban ya a sí mismos. Su identidad se les estaba escurriendo melancólicamente por entre los expedientes de las subsecretarías. Se los notaba cada vez más urgidos a pedir disculpas, a dar explicaciones, a deslizar en oídos extraños confidencias revolucionariamente imperdonables sobre su parque de armas, su subsistente infraestructura militar. La perspectiva de que sus primos hermanos del ERP los calificaran de “ reformistas” los aterraba.

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En un día de agosto de 1973, se produjo un episodios menor y aparentemente policial que no atrajo demasiado la atención de la prensa. Un joven fue sorprendido por la policía en momentos en que intentaba “levantar” un automóvil. Hubo un tiroteo y el frustrado ladrón, herido de bala, fue internado bajo custodia en un hospital.
Horas más tarde, un grupo armado irrumpió en el hospital, inmovilizó a la guardia y rescató al preso.
Esa noche, Paco Urondo14 estaba invitado a cenar en mi casa, y llegó exultante. “ No sabes lo contento que estoy”, me dijo. “ esa operación fue nuestra, y salió perfecta. Yo tenía tanto miedo de que nos estuviéramos achanchando en la legalidad. Pero lo de hoy demuestra que no es así”
Los montoneros venían cumpliendo en aquellos momentos una acción política que presentaba todas las apariencias de una creciente madurez, desarrollando organizaciones de masas, abriéndose hacia los cuatro costados en busca de aliados, promoviendo inclusive un principio de diálogo con el ejército. Pero aquella evaluación de Paco me produjo por primera vez la sensación de que todo esto iba a termina mal. La inserción montonera en la legalidad iba a terminar sofocada por aquella cola de paja que la acompañaba, por la creciente angustia del heroísmo en receso.
Un mes después de ese episodio, como vikingos rescatados por fin del tedio de la tierra firme para nuevas aventuras guerreras en el mar, los montoneros fueron convocados a perpetrar y asumir, el 25 de setiembre de 1973, el asesinato de Rucci15.
“Era algo que necesitábamos”, me dijo algún tiempo después un montonero: “Nuestra gente se estaba aburguesando en las oficinas. De tanto en tanto había que salvarla de eses peligro con un retorno a la acción militar”,
Una vez más, los montoneros rescataban su identidad y se reencontraban consigo mismos por fuera de la política, con una acción no apuntada a buscar efectos en el mundo exterior sino revertida sobre ellos mismos, como una auto terapia revolucionaria.

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Años más tarde, ya ahogada en sangre la aventura guerrillera, la temática y el lenguaje de los montoneros en el exilio sufrió algunos cambios. La exaltación de la propia aptitud para matar a Aramburu o a Mor Roig16 cedió paso a la condena de la matanza inversa practicada contra la guerrilla por el régimen militar del general Videla.
La obsesión por este tema se comprende en un proceso horrendo como el que ha vivido la Argentina, y es legítima además su utilización para denunciar los sangrientos métodos del régimen militar. Pero siempre creí percibir algo más que un afán de denuncia en esta especie de delectación macabra con que los montoneros describían en detalle los horrores de la tortura, las espantosas muertes en los campos de concentración.
También la izquierda chilena padeció sufrimientos similares bajo el régimen militar del general Pinochet y los utilizó en el exilio como tema de denuncia. Pero la actitud era distinta, indefinible pero perceptiblemente distinta. Había en la denuncia montonera un “plus” de morbosidad cuya naturaleza era difícil de aferrar, pero que me producía, por lo pronto, una sensación de rechazo.
Me parecía que se estaba desarrollando aquí una nueva y horrible variante del mismo sensacionalismo autocontemplativo que, en otro contexto, se expresó a través del asesinato de Aramburu y de la posterior celebración folclórica de la propia aptitud para cometerlo.
De uno u otro modo, en términos de morbosidad activa al principio y de morbosidad pasiva al final, se estaba subrayando la excepcionalidad montonera. No era ya el viejo canto de “ Duro, duro, duro aquí están los montoneros que mataron a Aramburu”. Pero era el mismo “aquí están” autoexaltatorio, con el acento de excepcionalidad desplazado de la violencia perpetrada a la violencia sufrida.
No pudiendo ya producir asesinatos sensacionales, los montoneros pasaban a padecer asesinatos sensacionales, preservando aquel nivel de espectacularidad que los definía e identificaba como grupo. Era necesario dejar constancia de que los montoneros, para matar y para morir, eran grandiosas personalidades fuori serie.
Se trataba en realidad de una horrorosa utilización del propio martirio- real y terrible- para asegurar la continuidad de un mismo personaje excelso, sobresaliente como sujeto de violencia y sobresaliente como objeto de violencia.

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A principios de 1976, la conducción montonera anunció la condena a muerte de Roberto Quieto, hasta entonces uno de los líderes máximos de la organización junto con Firmenich. Su secuestro por un grupo paramilitar a fines del año anterior fue seguido por algunos procedimientos represivos que llevaron a presumir una delación bajo efectos de la tortura.
Fundada en este supuesto, la condena fue anunciada a través de un documento que constituía toda una asunción teórica del heroísmo como virtud básica del revolucionario. Quieto fue sentenciado a muerte, en efecto, por no ser un héroe.
Lamentablemente no tengo a mano la declaración y debo omitir, en consecuencia, las citas textuales. Pero la tesis de fondo era la siguiente: El heroísmo es consustancial con la vida revolucionaria. Sólo el heroísmo, en el combate o en el martirio, preserva la naturaleza del revolucionario, inmunizándolo contra las tentaciones del aburguesamiento, del liberalismo, del individualismo.
Implícita en esta tesis yacía naturalmente la concepción del heroísmo como una virtud en ejercicio permanente. No se trataba del heroísmo potencial que en cualquier individuo -liberales y burgueses incluidos- puede exteriorizarse excepcionalmente en alguna situación dramática, como el coraje de arriesgar la propia vida para salvar a los ocupantes de una casa en llamas. Se trataba, por el contrario, de un heroísmo militante y metódico, puesto a prueba cada día y necesitado de circunstancias que le aseguraran cotidianamente oportunidades de exteriorización.
Esta necesidad presidió de algún modo en setiembre de 1973 el asesinato de Rucci, asumido como un retorno redentor a la militarización . La misma necesidad habría de llevar a la autoproscripción17, anunciada en setiembre de 1974 junto con una declaración de guerra contra el gobierno de Isabel Perón, y, un año después , a la decisión de entrar en operaciones contra las fuerzas armadas a los pocos meses de poner en marcha al Partido Auténtico18.
Ciertos disidentes del grupo denuncian hoy estas decisiones montoneras como reiteraciones de una misma maniobra política destinada a consolidar a Firmenich y su equipo en la cúpula de la organización. Pero aun así, sólo una conciencia colectiva hechizada por la guerra y enajenada a la violencia como fórmula irrenunciable de autoidentificación explica que haya sido posible adoptar resoluciones de semejante gravedad, y tan indefendibles racionalmente, sin precipitar una desgarradora crisis en el seno de la organización.

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Una pretendida línea revolucionaria fundada en esta cotidiana necesidad de heroísmo, y de un contexto violento que posibilite su ejercicio, lleva a trazar el camino de la revolución en términos de una metodología para titanes. La revolución se convierte en una proeza de personajes homéricos a la que el hombre común, la masa, no puede tener acceso.
Los montoneros, aprisionados por estas formas wagnerianas de autoidentificación, acababan fatalmente por asumirse como una élite nibelunga cuya relación con la masa no podía menos de oscilar entre el paternalismo y la instrumentación.
En 1975, una huelga declarada por los trabajadores de Propulsora Siderúrgica tuvo inicialmente un desarrollo muy combativo, pero fue debilitándose gradualmente ante la intransigencia de la empresa. En determinado momento, el retorno espontáneo a las puestos de trabajo fue cobrando caracteres masivos, y todo indicaba que era inminente el levantamiento del paro en un implícito reconocimiento del fracaso.
Pero intervinieron entonces los montoneros, que en una enésima muestra de su eficacia operativa secuestraron al gerente de la firma y reclamaron a cambio de su vida la satisfacción de las demandas obreras. La empresa cedió.
De pronto, una huelga que parecía condenada al fracaso culminó con un sorpresivo triunfo.
Pero un triunfo no de los huelguistas, sino de aquellos seres prodigiosos descendidos del Olimpo que arrebataron a los obreros el papel protagónico de la lucha. La claudicación de la empresa no fue una conquista obrera sino una gracia paternalista de los semidioses.
¿ Podía esperarse de este desenlace otro resultado que el de una menor disponibilidad obrera para futuras batallas sindicales? ¿ Valía la pena abandonar el trabajo, corriendo los riesgos del despido, la represión y el hambre en una lucha podría ser librada y ganada por otros ? Además, la posibilidad de que una huelga acabe por caer bajo la sospecha de haber sido organizada en articulación con planes operativos guerrilleros constituye un riesgo que excede las posibilidades de un obrero medio y que pesa como un factor inhibitorio sobre su disposición a participar en un paro.
Poco después del golpe militar que derrocó en marzo de 1976 al gobierno de Isabel Perón, la guerrilla se insertó con un secuestro similar en una huelga automotriz. Al día siguiente, todos los obreros entraron a trabajar.
Una genuina conducción revolucionaria jamás plantea fórmulas de lucha que excedan la combatividad posible del hombre común ,de la masa. Si la lucha emprendida a nivel de masa fracasa, se asume la derrota, se medita sobre ella y se utilizan las enseñanzas extraídas de esta meditación para encarar con mayor acierto las acciones siguientes. En esta paciente tarea de recoger y aplicar experiencias sin rebasar el nivel de la combatividad popular se resume toda la historia del movimiento obrero mundial.
Pero los montoneros, cultores de una revolución hecha a medida para superhombres, estaban constitutivamente impedidos de actuar en este cuadro de protagonismo multitudinario. Sus vías de inserción den la masas eran, a la vez, maneras de distinguirse de ella. De alguna forma había allí una clase media vergonzante, pero aún apegada a sí misma, que utilizaba como inconfesable subterfugio para preservar su diferenciación social aquella heroicidad selecta de las operaciones de comando, en las que el papel reservado a la masa era el de trasfondo o de acompañamiento coral.



NOTAS
13 Héctor J. Cámpora, presidente de la Cámara de Diputados durante una parte del régimen peronista de 1946-1955, fue el hombre elegido por Perón para encabezar la fórmula presidencial del movimiento en las elecciones del 11 de marzo de 1973. triunfante en las urnas tras una campaña electoral que se había radicalizado considerablemente bajo la influencia de los montoneros, Cámpora sólo logró ejercer la residencia durante 40 días. En reacción a sus vínculos con esa organización, la derecha peronista forzó su renuncia al cargo con el ostensible respaldo del general Perón.
14 Francisco Urondo, poeta, cuentista y dramaturgo, ingresó en los últimos años '60 en las Fuerzas Armadas revolucionarias (FAR), organización que pocos años después confluiría con Montoneros. Como poeta, que era su condición de mayor relieve en el campo literario, publicó numerosos libros desde mediados de los años '50, incluidos Historia Antigua, Breves, Lugares, Del otro lado y otros. Como cuentista se distinguió con Todo eso, y Al taco, y como autor teatral, con Muchas Felicidades y Sainete con variaciones. Su única novela, Los pasos previos, fue publicada en 1973, mientras alcanzaba también su máxima intensidad la militancia política de Urondo. Arrestado bajo el gobierno militar del general Alejandro A. Lanusse, a fines de 1972, fue excarcelado en mayo del año siguiente gracias a la ley de amnistía con la que inauguró su gestión el presidente Héctor J. Cámpora. Poco después pasó a desempeñarse durante un breve período como director del Departamento de Letras de la Facultad de Filosofía y letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Con el retorno de los montoneros a la clandestinidad, en setiembre de 1974, la vida de Urondo retomó un carácter predominantemente militar. En 1976, murió en una emboscada policial en la provincia de Mendoza. Sorprendido por los agentes de seguridad mientras viajaba en un automóvil junto con otras personas, ordenó a sus acompañantes que huyeran mientras él los protegía abriendo fuego contra los policías. Consumidas todas sus municiones, se mató ingiriendo la pastilla de cianuro que todo miembro de la organización guerrillera llevaba consigo para no caer vivo en manos de la policía.
15 José Rucci, dirigente metalúrgico y secretario general de la Confederación general del Trabajo (CGT), era un fiel exponente del peronismo sindical más ortodoxo. Los montoneros lo asesinaron dos días después del clamoroso triunfo electoral que por tercera vez convirtió a Perón en presidente de la República. La conducción montonera nunca reivindicó públicamente esta operación, pero la asumió en comunicaciones internas ante su militancia.
16 Arturo Mor Roig, dirigente de la Unión Cívica Radical (UCR) -la mayor fuerza política argentina después del peronismo-, se desempeñó como ministro del Interior durante el gobierno militar del general Alejandro A. Lanusse. Desde ese puesto le tocó conducir el difícil proceso de apertura política iniciado por Lanusse en el cuadro del régimen militar implantado en 1966, y que culminó con las elecciones generales del 11 de marzo de 1973, ganadas por una coalición cuyo eje era el peronismo. Durante la gestión ministerial de Mor Roig se produjo en la base naval de Trelew, el 22 de agosto de 1972, la matanza de dieciséis guerrilleros presos por obra de oficiales de la armada. En una aparente represalia por este episodio, un comando montonero asesinó a Mor Roig el 15 de julio de 1974. 17 Aun que Firmenich y su grupo nunca emplearon el término “autoproscripción” su uso se hizo habitual en la prensa argentina para mencionar la decisión montonera de retornar a la clandestinidad y reanudar la lucha armada dos meses después que la señora de Perón asumió la jefatura del Estado.
18 El Partido Auténtico fue fundado por iniciativa montonera a fines de 1974, como una suerte de brazo político legal de la organización guerrillera. El gobierno de María Estela Martínez de Perón dispuso su proscripción en noviembre del año siguiente, luego de un sangriento ataque armado llevado a efecto contra una dependencia militar en los suburbios de Buenos Aires (Monte Chingolo). Esta operación, en la que perdieron la vida más de cincuenta jóvenes guerrilleros, no fue reivindicada por los montoneros sino por el Ejercito Revolucionario del Pueblo (ERP), un grupo armado de extracción trotskista. Las autoridades, sin embargo, insistieron en considerarla como una acción armada conjunta de las dos organización, con lo que se daba fundamento a la decisión de declara fuera de la ley al Partido Auténtico en su condición de colateral montonera.

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