sábado, 21 de mayo de 2011

"RAZONAMIENTO ALTAMENTE ESPECULATIVO SOBRE EL CONCEPTO DE DEMOCRACIA por Alain Badiou


La palabra "democracia" es hoy el principal elemento organizador del consenso. Se
pretende reunir bajo esta palabra tanto el derrumbe de los Estados socialistas como
el supuesto bienestar de nuestros países o las cruzadas humanitarias del Occidente.
De hecho, la palabra "democracia" pertenece a lo que llamaré la opinión autoritaria.
Está de cierta forma prohibido no ser demócrata. Con mayor precisión: se da por
sentado que la humanidad aspire a la democracia, y toda subjetividad que se
suponga no demócrata es considerada patológica. En el mejor de los casos, ella
implica una paciente reeducación; en el peor, significa el derecho de injerencia de
los legionarios y paracaidistas demócratas.
La democracia así inscrita en la opinión y en el consenso atrae necesariamente la
sospecha crítica del filósofo. Desde Platón, en efecto, la filosofía es ruptura con la opinión. Está obligada a examinar todo aquello que espontáneamente es
considerado como normal. Si "democracia" designa un supuesto estado normal de
la organización colectiva, o de la voluntad política, entonces el filósofo pedirá que
se examine la norma de dicha normalidad. No admitirá ningún funcionamiento de la
palabra en el marco de una opinión autoritaria. Para el filósofo, todo lo que es
consensual es sospechoso.
Oponer la evidencia de la idea democrática a la singularidad de una política y,
particularmente, de una política revolucionaria, es un método antiguo. Se ha
utilizado ya contra los bolcheviques, aún con mucha anterioridad a la revolución de
octubre del 17. De hecho, la crítica dirigida a Lenin, según la cual la proposición
política que era suya no era democrática, es original. Todavía hoy en día es muy
interesante observar cómo Lenin respondió a la misma.
Lenin tenía sobre este punto dos sistemas de argumentación. El primero consistía
en distinguir, según la lógica del análisis de clase, dos figuras de la democracia: la burguesa y la proletaria, y sostener que la segunda vencía a la vez en extensión y
en intensidad a la primera.
Pero el segundo dispositivo de respuesta me parece más apropiado al estado actual
de la cuestión. Lenin insiste en el hecho de que por democracia, en verdad, debe
entenderse siempre una forma de Estado. Forma quiere decir configuración
particular del carácter separado del Estado y del ejercicio formal de la soberanía. Al declarar que la democracia es una forma de Estado, Lenin se inscribe en la filiación del pensamiento político clásico, incluyendo la filiación de la filosofía griega, según la cual "democracia" debe ser pensada en última instancia como una figura de la soberanía o del poder. Poder del demos, o del pueblo, capacidad del demos para ejercer por sí mismo la coerción.
Si la democracia es una forma de Estado, ¿qué uso propiamente filosófico le puede
ser destinado a esta categoría? La política, para Lenin, tiene como objetivo, o como
idea, la caída del Estado, la sociedad sin clases y, por lo tanto, la desaparición de
toda forma de Estado, inclusive la forma democrática, por supuesto. Es lo que
podría llamarse el comunismo genérico, tal como es presentado en su principio por
Marx en los Manuscritos de 1844. El comunismo genérico designa una sociedad
igualitaria de libre asociación entre trabajadores polimorfos, donde la actividad no
está reglada por estatutos y especializaciones técnicas o sociales sino por el control
colectivo de las necesidades. En una sociedad tal, el Estado queda disuelto como
instancia separada de la coerción pública. La política, en tanto que expresa los
intereses de grupos sociales y pone la mira en la conquista del poder, es ella misma
disuelta.
Así, toda política comunista tiene como fin su propia desaparición en la modalidad
del fin de la forma separada del Estado en general, incluso si se trata de un Estado
que se declara democrático.
Si ahora se representa la filosofía como aquello que designa, legitima o evalúa los
fines últimos de la política, o
é? Porque la democracia es una forma del Estado, que la filosofía evalúa los fines
últimos de la política, y que tal fin es también el fin del Estado, por lo tanto el fin de
toda pertinencia de la palabra "democracia".
La palabra filosófica adecuada para evaluar lo político puede ser, en este marco
hipotético, la palabra "igualdad" o la palabra "comunismo", pero no la palabra
"democracia", ya que esta palabra está atada de manera clásica al Estado, a la
forma del Estado.
El resultado de todo esto es que "democracia" sólo puede ser un concepto de la
filosofía si se renuncia a una de las tres hipótesis, ligadas entre ellas, que sustentan
la visión leninista del problema de la democracia. Recordemos estas tres hipótesis:
Hipótesis 1: El fin último de la política es el comunismo genérico, por lo tanto, la
presentación pura de la verdad de lo colectivo, o el decaimiento del Estado.
Hipótesis 2: La relación de la filosofía con la política consiste en evaluar, en dar un
sentido general o genérico a los fines últimos de una política.
Hipótesis 3: La democracia es una forma del Estado.
Bajo estas tres hipótesis "democracia" no es un concepto necesario de la filosofía.
Sólo puede serlo, por consiguiente, si se abandona como mínimo una de estas
hipótesis.
Se abren entonces tres posibilidades abstractas:
1. Que el fin último de la política no sea el comunismo genérico.
2. Que la filosofía sostenga con la política otra relación que la de señalar, iluminar o
legitimar sus fines últimos.
3. Que democracia designe otra cosa que una forma del Estado.
Bajo al menos una de estas tres condiciones, se pone en cuestión el dispositivo del
que partimos y en el cual "democracia" no tiene lugar en tanto concepto de la
filosofía, obligándonos a retomar el problema desde el principio. Quisiera examinar
una tras otra estas tres condiciones bajo las cuales "democracia" puede recomenzar
o comenzar a ser una categoría de la filosofía propiamente dicha.
Supongamos entonces que el fin último de la política no es la afirmación pura de la
presentación colectiva, que no es la asociación libre de los hombres, desprendida
del principio de soberanía del Estado. Supongamos que el fin último de la política,
así fuere a título de idea, no sea el comunismo genérico. ¿Cuál puede ser entonces
el fin de la política, la finalidad de su ejercicio en tanto que tal ejercicio concierna o
cuestione o ponga en cuestión a la filosofía?
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Pienso que se pueden ofrecer dos hipótesis principales a la luz de la historia de esta
pregunta. La primera es que la política tendría como fin la configuración, o el
advenimiento, de lo que se convendrá en llamar el "buen Estado". La filosofía sería
un examen de la legitimidad de las diferentes formas posibles del Estado. Buscaría
nombrar la figura preferible de la configuración estatal. Tal sería la meta última del
debate sobre los fines de la política. Esto es, en efecto, coherente con la gran
tradición clásica de la filosofía política la que, desde los griegos, está determinada
por la cuestión de la legitimidad de la soberanía. Entonces entra en escena,
naturalmente, una norma. Cualquiera que sea el régimen o el estatuto de tal
norma, una preferencia axiológica proclamada por tal o cual configuración estatal
relaciona al Estado a un principio normativo como, por ejemplo, la superioridad del
régimen democrático sobre el régimen monárquico o aristocrático, por tal o cual
razón, es decir, convocando un sistema general de normas que prescribe esta
preferencia.
Notemos de paso que no sucede lo mismo en el caso de la tesis según la cual el fin
último de la política es el decaimiento del Estado, ya que precisamente no se trata
del buen Estado. Lo que está en juego entonces es el proceso de la política como
anulación de sí misma, es decir, como algo que involucra la cesación del principio
de soberanía. No se trata de una norma que se uniría con la figura estatal. Se trata
de la idea de un proceso que incitaría la caída de la figura estatal por completo. La
figura del decaimiento no es parte de la cuestión normativa tal como ésta puede
ejercerse sobre la persistencia estatal. En cambio, si el fin último de la política es el
buen Estado, o el Estado preferible, entonces es inevitable que entre en escena una
norma.
Ahora bien, ésta es una cuestión difícil porque la norma resulta inevitablemente
exterior, o trascendente. El Estado, si se le considera en sí mismo, es una
objetividad sin norma. Es el principio de soberanía o de coerción, de funcionamiento
separado, necesario al colectivo como tal. Recibirá su determinación en una
prescripción proveniente de temas subjetivables que son precisamente las normas
según las cuales la cuestión del Estado preferible o del buen Estado se presentará.
Si tomamos la situación presente, es decir, la situación de nuestros Estados
parlamentarios, se ve que la relación subjetiva a la cuestión del Estado se
reglamenta bajo tres normas: la economía, la cuestión nacional y, justamente, la
democracia.
La economía, en primer lugar. El Estado es responsable de que haya un mínimo de
funcionamiento en la circulación y la distribución de bienes; es desacreditado como
tal si se muestra demasiado incapaz de satisfacer esta norma. Desde el punto de
vista de la esfera de la economía en general, cualquiera que sea su relación
orgánica al Estado, privada, pública, etcétera, el Estado es subjetivamente
responsable de que funcione la economía.
En segundo lugar, la norma nacional. El Estado se encuentra bajo la prescripción de
datos tales como la nación, la representación en el escenario mundial, la
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independencia nacional, etcétera. Es responsable de que exista el principio
nacional, a la vez en sí mismo y para el exterior.
Tercero, la democracia hoy en día es en sí misma una norma que se toma en
cuenta en la relación subjetiva con el Estado. El Estado es responsable de la
cuestión de saber si es democrático o despótico, cuál es la relación que instituya a
fenómenos como la libertad de opinión, de asociación, de movimiento. La oposición
entre forma dictatorial o forma democrática es algo que funciona como una norma
subjetiva en la evaluación del Estado.
Digamos que la situación actual de la cuestión pone al Estado bajo la triple
normatividad del funcionamiento económico, de la evaluación nacional y de la
democracia. En esta situación, "democracia" interviene como una caracterización
normativa del Estado, y más precisamente como aquello que podría llamarse la
categoría de una política. No de la política en general. Entendamos aquí por una
política aquello que regula una relación subjetiva al Estado. Y digamos que
podemos convenir en llamar parlamentarismo -personalmente, yo diría capitaloparlamentarismo-
a la forma estatal que regula su relación subjetiva con el Estado
bajo las tres normas ya mencionadas: la economía, lo nacional y lo democrático.
Pero en tanto que "democracia" es convocada aquí como la categoría de una
política singular, política cuya universalidad se sabe problemática, no se la
designará como constituyendo por sí misma una categoría filosófica. En este nivel
de análisis sostendremos pues que "democracia" aparece como una categoría que
singulariza, a partir de la constitución de una norma subjetiva de la relación al
Estado, una política particular que debe recibir su nombre y para la cual
proponemos el nombre de "parlamentarismo".
Hasta aquí para el caso de situarse en la hipótesis de que la política tenga por fin la
determinación del buen Estado. A lo que ésta nos lleva a lo sumo es a la idea de
que "democracia" puede ser la categoría de una política singular, el
parlamentarismo. Esto no ofrece una razón decisiva para que "democrac
do sino que constituiría respecto a sí misma su propio fin; de cierta manera, y a la
inversa de lo que se ha dicho anteriormente, sería el movimiento de pensamiento y
de acción que se sustrae libremente a la subjetividad estatal dominante y que
propone, convoca, organiza proyectos que no se dejan reflejar o representar en las
normas según las cuales funciona el Estado. Podríamos decir también que la política
en este caso se presenta como práctica colectiva singular a distancia del Estado. O
también que no es portadora, en esencia, de un programa de Estado o de una
norma estatal, sino que es más bien el desarrollo de lo que podemos afirmar como
dimensión de la libertad colectiva, precisamente sustraída al consenso normativo en
el cual el Estado es el centro -incluso, por supuesto, cuando esta libertad
organizada se pronuncia sobre el Estado.
¿Puede ser entonces "democracia" una categoría pertinente? Sí, diremos que puede
serlo si "democracia" se toma en un sentido distinto a una forma de Estado. Si la
política en este sentido es a sí misma su propio fin, en la distancia que es capaz de
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establecer frente al consenso estatal, podrá eventualmente ser llamada
democrática, pero a condición, naturalmente, de que la categoría no funcione ya en
el sentido leninista, en el sentido de una forma de Estado, lo cual nos envía de
regreso a nuestra tercera condición negativa en relación con las tres hipótesis
leninistas.
Esto completa el examen de la primera posibilidad, o sea: ¿qué es lo que pasa si la
política no tiene por fin el comunismo genérico?
La segunda posibilidad concierne la filosofía misma. Pongamos la hipótesis de que
la filosofía no tiene con la política la relación de ser la representación o la captura
de sus fines últimos, que la filosofía tiene otra relación con la política y que ella no
es la evaluación, la comparecencia ante un tribunal crítico o la legitimación de los
fines últimos de la política. ¿Cuál es entonces la relación de la filosofía con la
política, cómo llamarla o cómo prescribirla? Una primera hipótesis es que la filosofía
tendría como cargo lo que yo llamaría la descripción formal, la tipología de las
políticas. La filosofía constituiría un espacio de discusión de las políticas de acuerdo
con el emplazamiento de sus tipos. En suma, la filosofía sería una aprehensión
formal de los Estados y de las políticas en tanto que preelabora o exponga los tipos
en cuestión a normas posibles. Pero cuando éste es el caso -como sin duda alguna
ocurre con una parte del trabajo de pensadores como Aristóteles o Montesquieu- es
evidente que "democracia" interviene en la filosofía misma en tanto que
designación de una forma de Estado. No hay duda alguna. La clasificación se ejerce
en efecto a partir de configuraciones estatales, y "democracia" vuelve a significar,
incluso filosóficamente, la designación de una forma de Estado, que se opondrá a
otras formas como la tiranía, la aristocracia, etcétera.
Pero si "democracia" designa una forma de Estado, todo se juega sobre qué se
piensa, con respecto a esta forma, de los fines de la política. ¿Se trata de querer
esta forma? Entonces estamos en la lógica del buen Estado y regresamos al punto
examinado arriba. ¿Se trata de ir más allá de esta forma, de disolver la soberanía,
incluso la democrática? Volvemos, entonces, al marco leninista, a la hipótesis del
decaimiento. En todos los casos, esta opción nos devuelve a la primera discusión.
La segunda posibilidad es que la filosofía intente ser la aprehensión de la política
como actividad singular del pensamiento, de la política misma como productora, en
lo histórico-colectivo, de una figura de pensamiento que la filosofía debe captar
como tal, si se entiende aquí por filosofía -definición consensual- la aprehensión en
pensamiento de las condiciones de ejercicio del pensamiento en sus diferentes
registros. Si la política es el ejercicio de un pensamiento, en un registro que le es
absolutamente propio (se reconocerá aquí la tesis central de Sylvain Lazarus), se
dirá que la filosofía tiene por tarea la de hacerse cargo de las condiciones de
ejercicio del pensamiento en este registro singular llamado política. Luego, se
sostendrá lo siguiente: si la política es un pensamiento y en la medida que lo sea,
es imposible que esté subordinada al Estado; no puede reducirse o reflejarse en su
dimensión estatal. Arriesguemos una fórmula un poco bastarda: el Estado no
piensa.
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Señalemos de paso que el hecho de que el Estado no piense está en la raíz de toda
suerte de dificultades del pensamiento filosófico sobre la política. Puede mostrarse
cómo todas las "filosofías políticas" (y es precisamente por ello que debe
abandonarse semejante proyecto) deben pasar por la prueba de este punto de que
el Estado no piensa. Y cuando estas filosofías políticas intentan tomar al Estado
como guía para la investigación de la política como pensamiento, la dificultad se
duplica. El hecho de que el Estado no piense conduce a Platón, al final del libro IX
de la República, a enunciar que en última instancia se puede hacer política en
cualquier lado, salvo en su patria. Es también lo que conduce a Aristóteles a la
constatación desoladora de que, una vez aislados los tipos ideales de la política, en
lo real sólo existen tipos patológicos. Por ejemplo, la monarquía es para Aristóteles
un Estado que piensa y que es pensable. Pero, en la realidad, no hay sino tiranías,
las cuales no piensan y son impensables. El tipo normativo no se realiza jamás. Es
lo mismo que lleva a Rousseau a constatar que en la historia no existen en realidad
más que Estados disueltos, pero ningún Estado legítimo. Finalmente, estos
enunciados, que provienen de concepciones políticas extremadamente variadas,
designan un punto real en común: no es posible tomar al Estado como puerta de
entrada para la investigación de la política, al menos si la política es un
pensamiento. Se tropieza inevitablemente con el Estado como no-pensamiento. Las
cosas deben considerarse desde un ángulo distinto.
En consecuencia, si "democracia" es una categoría de la política como pensamiento,
es decir, si es necesario que la filosofía utilice "democracia" como categoría para
captar el proceso político como tal, se ve que éste está sustraído a la prescripción
pura del Estado, ya que el Estado mismo no piensa. Resulta entonces que
"democracia" no se toma tampoco allí como una forma de Estado, sino de otra
manera, o en un sentido distinto. Hemos sido devueltos, así, al tercer problema.
Podemos entonces adelantar una conclusión provisoria: "democracia" no es una
categoría de la filosofía excepto cuando designe otra cosa que una forma de Estado.
¿Pero qué?
Éste es a mi modo de ver el centro de la cuestión. Es un problema de conjunción.
¿A qué debe unirse la democracia para ser verdaderamente un acceso a la política
como pensamiento que no sea su conjunción con el Estado? Con respecto a esta
pregunta existe evidentemente una herencia política considerable, que no es
pertinente detallar aquí. Daré simplemente dos ejemplos de la tentativa de unir
"democracia" a otra cosa que el Estado, de tal suerte que la palabra pueda servir a
retrazar metapolíticamente (filosóficamente) la política como pensamiento.
La primera unión consiste en enlazar directamente "democracia" con la actividad
política de masas -no a la configuración estatal sino a lo que le resulta más
inmediatamente antagónico, pues la actividad política de masas, la movilización
espontánea de las masas se da generalmente en una pulsión antiestatal. Esto ha
producido el sintagma, que llamaré romántico, de la democracia de masas, y la
oposición entre democracia de masas y democracia como figura del Estado, o
democracia formal. Para cualquier persona que tenga la experiencia de la
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democracia de masas, es decir, de los fenómenos en historicidad del tipo asambleas
generales colectivas, reuniones multitudinarias, movimientos amotinados, etcétera,
salta a la vista que hay un punto inmediato de reversibilidad entre democracia de
masas y dictadura de masas. La esencia de la democracia de masas se da en efecto
como una soberanía de masas, y ésta es una soberanía de lo inmediato, o sea, del
agrupamiento en sí mismo. Se sabe que la soberanía del agrupamiento, en las
modalidades de aquello que Sartre llamaba "el grupo en fusión", ejerce la
fraternidad-terror. Sobre este punto la fenomenología sartreana continúa siendo
indiscutible. Hay una correlación orgánica entre el ejercicio de la democracia de
masas como principio interno del grupo en fusión y un punto de reversibilidad con
el elemento inmediatamente autoritario o dictatorial que opera en la fraternidadterror.
Si se examina esta cuestión de la democracia de masas por sí misma, se
verá que no es posible legitimar su principio bajo el único nombre de democracia,
ya que en esta democracia romántica está contenida de inmediato, tanto en la
experiencia como en el concepto, su reversibilidad en dictadura. Nos vemos
entonces frente a una pareja democracia/dictadura que no se deja designar de
modo elemental, o aprehender filosóficamente, bajo el solo concepto de
democracia. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que cualquiera que atribuya una
legitimidad a la democracia de masas, en todo caso hasta hoy, lo hace sobre el
horizonte o a partir del horizonte de la perspectiva no estatal de la presentación
pura. La valoración, sea ésta bajo el nombre de democracia, de la democracia de
masas como tal es inseparable de la subjetividad del comunismo genérico. No es
posible legitimar esta pareja de la inmediatez de lo democrático y lo dictatorial en
el elemento de la democracia de masas, a menos que se piense esta pareja y se la
valore desde el punto genérico de la desaparición del Estado mismo, o a partir de
una postura radicalmente antiestatal. En realidad, el polo práctico que se opone a la
consistencia del Estado y que se da precisamente en lo inmediato de la democracia
de masas es un representante provisorio del comunismo genérico mismo. Resulta
entonces que volvemos a las cuestiones de nuestra primera gran hipótesis: si
"democracia" se une a masas, se supone en realidad que el fin de la política es el
comunismo genérico, de donde se sigue que "democracia" no es una categoría de la
filosofía. Esta conclusión se verifica empírica y conceptualmente por el hecho de
que, en cuanto a la democracia de masas, es imposible discernir la democracia de
la dictadura. Es evidente que esto es lo que ha mantenido la posibilidad para los
marxistas de utilizar la expresión "dictadura del proletariado". Hace falta
comprender que lo que valoraba subjetivamente la palabra "dictadura" era
precisamente la existencia de puntos de reversibilidad entre democracia y
dictadura, tales como se producen históricamente en la figura de la democracia de
masas, o democracia revolucionaria, o democracia romántica.
Queda otra hipótesis totalmente distinta: haría falta unir "democracia" a la
prescripción política misma. "Democracia" no remitiría ni a la figura del Estado ni a
la figura de la actividad política de masas, sino de forma orgánica a la prescripción
política, bajo la hipótesis -la cual seguimos- de que la prescripción política no está
subordinada al Estado, o al buen Estado, no es programática. "Democracia" estaría
ligada orgánicamente a la universalidad de la prescripción política, o a su capacidad
de universalidad, y habría un lazo entre la palabra "democracia" y la política como
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tal. Política, una vez más, en el sentido en el que ella es otra cosa que un programa
de Estado. Habría una caracterización intrínsecamente democrática de la política en
la medida, por supuesto, en que la política se autodetermine como espacio de
emancipación sustraído a las figuras consensuales del Estado.
Hay una indicación en este sentido en Rousseau. En el capítulo 16 del libro III del
Contrato social, Rousseau examina la cuestión del establecimiento del gobierno -
aparentemente la cuestión contraria a aquella que nos ocupa-, la cuestión de
establecer un Estado. Y se tropieza con una dificultad bien conocida, que es que el
acto de establecer un gobierno no puede ser un contrato, no puede provenir del
espacio del contrato social, en el sentido en que éste es fundador del pueblo como
tal, ya que la institución del gobierno concierne a personas particulares y esto no
puede ser entonces una ley. Para Rousseau, en efecto, una ley es necesariamente
una relación global del pueblo consigo mismo y no puede designar a personas
particulares. La institución de un gobierno no puede ser una ley. Esto quiere decir
que no puede ser tampoco el ejercicio de una soberanía, pues la soberanía es
precisamente la forma genérica del contrato social y es siempre una relación de
totalidad a totalidad, del pueblo a sí mismo. Aparentemente, se está en un
impasse. Es necesario que haya una decisión a la vez particular (ya que ella fija el
gobierno) y general (ya que ella es tomada por todo el pueblo, y no por el
gobierno, que no existe todavía y que es cuestión de instituir). Sin embargo, es
imposible en opinión de Rousseau que tal decisión provenga de la voluntad general,
ya que toda decisión de este tipo debe presentarse bajo la forma de una ley o de un
acto de soberanía que no puede ser otro que el contrato que todo el pueblo haya
establecido para todo el pueblo y que no puede tener un carácter particular. Se
puede decir también: el ciudadano vota las leyes, el magistrado gubernamental
toma los decretos particulares. ¿Cómo nombrar magistrados particulares cuando no
hay aún magistrados, sino sólo ciudadanos? Rousseau se libra de esta dificultad
proponiendo que la institución del gobierno es el efecto "de una conversión súbita
de la soberanía en democracia por una nueva relación de todos a todos; los
ciudadanos, convertidos en magistrados, pasan de los actos generales a los actos
particulares". Ha habido muchas buenas conciencias que han dicho que esto era un
truco extraordinario. ¿Qué significa esta conversión súbita, sin modificación de la
relación orgánica de totalidad a totalidad? ¿Cómo un simple desplazamiento de esta
relación, que es el contrato social como constituyente de la voluntad general,
permite pasar a la posibilidad de proceder a actos políticos particulares? Esto quiere
decir en el fondo -si se deja de lado el argumento formal- que la democracia se
relaciona de modo originario al carácter particular de los asuntos tratados por la
prescripción política. La prescripción política, en tanto que pone en juego asuntos
particulares -y en última instancia no tiene otros- está sometida a lo democrático.
El caso rousseauniano de la institución del gobierno no es sino un caso simbólico
ejemplar. De manera general se dirá que la universalidad de la prescripción política
tal y como se sustrae al dominio singular del Estado sólo puede desplegarse como
tal bajo condiciones particulares, y que está constreñida, cuando se despliega sobre
asuntos particulares, simplemente por seguir siendo política, a revestir la figura
democrática. Aquí se opera efectivamente una conjunción primordial entre la
democracia y la política.
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Se podría definir entonces la democracia como aquello que autoriza una ubicación
de lo particular bajo la ley de la universalidad de la voluntad política. "Democracia",
de algún modo, nombra las figuras políticas de la conjunción entre las situaciones
particulares y una política. En este caso y sólo entonces, "democracia" puede ser
retomada como categoría filosófica, en tanto que designará en lo sucesivo aquello
que puede llamarse la efectividad de la política, es decir, la política en su coyuntura
con problemas particulares, la política obviamente entendida en un sentido que la
libera de su ordenamiento al Estado.
Si quisiéramos elaborar este punto, mostraríamos que "democracia", en esta unión
a la prescripción política como tal, designa en filosofía la captura de una política
cuya prescripción es universal, pero que puede juntarse a lo particular en una
figura de transformación de situaciones, de tal forma que aspire a que ningún
enunciado desigualitario sea posible.
De esta demostración un poco compleja no doy sino un esbozo. Admitamos que
"democracia" designa el hecho de que la política, en el sentido de una política de
emancipación, tiene por referente último la particularidad de la vida de las
personas, es decir, no el Estado sino las personas tales como se presentan en el
espacio público. Se ve entonces que la política sólo puede seguir siendo tal, es
decir, democrática, en el tratamiento de esta particularidad de la vida de las
personas, si no tolera ninguna acepción desigualitaria de este tratamiento. De lo
contrario, introduce una norma no democrática, en el sentido original en el que
hablo, y deshace la conjunción, es decir, no está ya capaz de tratar lo particular
desde el punto de vista de la prescripción universal. Lo tratará de otra manera,
desde el punto de vista de una prescripción particular. Ahora bien, podría mostrarse
que toda prescripción particular reordena la política al Estado y la somete a la
constricción de la jurisdicción estatal. En consecuencia, diremos que la palabra
"democracia", tomada en el sentido filosófico, piensa una política en la medida en
que aquello sobre lo que trabaja la efectividad de su proceso emancipatorio sea la
imposibilidad, en situación, de todo enunciado desigualitario que concierna a tal
situación. Que aquello sobre lo que una política trabaje sea real deriva del hecho de
que estos enunciados son, por la acción de una política así entendida, no prohibidos
sino imposibles, lo que es algo completamente distinto. La prohibición es siempre
un régimen de Estado, la imposibilidad un régimen de lo real.
Puede decirse también que la democracia, en tanto categoría filosófica, es lo que
presenta la igualdad. O incluso, aquello que hace que no puedan circular como
nominaciones políticas o como categorías de la política aquellos predicados,
cualesquiera que sean, que están formalmente en contradicción con la idea
igualitaria.
Esto limita a mi modo de ver de manera drástica la posibilidad de utilizar en
política, bajo el signo filosófico de la democracia, designaciones comunitarias, no
importa cuáles sean. Porque la designación comunitaria o la asignación de
identidades a subconjuntos como tales no se deja tratar según la idea de la
imposibilidad de un enunciado desigualitario. Se podría decir también, por
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consiguiente, que "democracia" es aquello que da norma a la política frente a los
predicados comunitarios, o predicados de subconjuntos. Es aquello que sostiene la
política en el elemento de universalidad propio a su destino y que hará que tanto
las nominaciones en términos de raza como las nominaciones sexuadas o en
términos de estatuto social, de jerarquía, o los enunciados en términos de problema
como por ejemplo: "hay un problema de inmigrado," serán enunciados que
deshacen la conjunción de la política y la democracia. "Democracia" quiere decir
que "inmigrante", "francés", "árabe", "judío" no pueden ser, sin desastre, palabras
de la política. Estas palabras, como muchas otras, remiten en efecto
necesariamente la política al Estado, y al Estado mismo a su función más esencial y
más baja: el recuento desigualitario de humanos.
En definitiva, la tarea de la filosofía es realmente la de exponer una política a su
evaluación. No en el sentido del buen Estado, ni tampoco en el sentido de la idea
del comunismo genérico, sino intrínsecamente, es decir, por ella misma. La política,
definida por secuencias como aquello que intenta crear la imposibilidad de
enunciados desigualitarios relativos a una situación, puede, a través de la palabra
"democracia", ser expuesta por la filosofía a lo que yo llamaría una cierta eternidad.
Digamos que es por medio de la palabra "democracia" así concebida que una
política puede ser evaluada por la filosofía, y sólo por ella, según el criterio del
eterno retorno. Entonces una política es capturada por la filosofía, no sólo como
avatar pragmático o particular de la historia de los hombres, sino como ligada a un
principio de evaluación que soporta sin ridículo, o sin crimen, que se avizore su
regreso.
Y en el fondo, una vieja palabra, una palabra usada, designa filosóficamente las
políticas que emergen victoriosas de tal prueba: es la palabra "justicia".
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* Edición original en francés: "Raisonnement hautement spéculatif sur le concept de
démocratie", Abrégé de métapolitique, París, Seuil, 1998, pp. 89-108. Traducción del
francés de Simone Pinet y Bruno Bosteels. Agradecemos al autor su autorización e interés
para repruducir este ensayo en el presente número de Metapolítica.
** Filósofo, dramaturgo y literato francés. Profesor de Filosofía en la Universidad de París-
VIII Vincennes y del Collége International de Philosophie.

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