domingo, 22 de mayo de 2011

"EL ESPACIO JURÍDICO. Lo global." por Daniel Zolo




I

Los procesos de globalización están acompañados por una gradual transformación no sólo de las estructuras de la política, sino también de los aparatos normativos, ante todo del derecho internacional. Está afirmándose aquello que ha sido llamado el “espacio jurídico global” y se difunde, en estrecha conexión, la ideología del “globalismo jurídico” . Junto a los Estados y a las tradicionales instituciones supranacionales, como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio, se perfilan nuevos sujetos de la ordenación jurídica internacional: las uniones regionales –in primis Europa–, las alianzas político-militares como la OTAN, las cortes penales internacionales, las corporaciones multinacionales, las organizaciones para la regulación financiera internacionales y las organizaciones no gubernamentales en general. Al lado de los tratados, de las convenciones y de las costumbres surgen nuevas fuentes del derecho internacional, como las actas normativas de las autoridades regionales, la jurisprudencia de las cortes penales ad hoc, los veredictos de las cortes arbitrales y, con particular importancia, las elaboraciones normativas de las transnational law firms, es decir, los grandes estudios de abogados y expertos legales que operan sobre todo en los sectores del derecho comercial, del derecho fiscal y de aquel financiero.

En un sistema internacional fuertemente condicionado por las conveniencias de las grandes agencias económicas y financieras, el poder decisional, dinámico e innovador de las fuerzas de los mercados tiende a prevalecer sobre la decreciente eficacia regulativa de las legislaciones estatales y de las instituciones internacionales.

Las law firms (en gran parte ubicadas en occidente, pero profundamente arraigadas en los “países en vías de desarrollo”) plasman las nuevas formas de la lex mercatoria. Estas se encuentran empeñadas en una permanente reelaboración del derecho contractual y en la introducción de esquemas contractuales “atípicos” –el franchising es un ejemplo característico– con el objetivo de favorecer la circulación y los intercambios de los productos y de sus marcas. El modelo organizativo de estas “empresas del derecho” es norteamericano y norteamericano es el tipo de profesionalidad que éstas cultivan: una profesionalidad empresarial que no practica un enfoque propiamente exegético de las normas, sino que las reinterpreta libremente con el fin de complacer a las nuevas exigencias de la vida económica . Naturalmente, los marchands de droit, como los llama Yves Dezalay, acuerdan una clara transparencia al derecho comercial respecto al derecho del trabajo, y al derecho privado respecto al derecho publico. Esta praxis comercial trasnacional es, por lo tanto, proclive a la privatización y a la deformación de las reglas jurídicas, mientras queda sustancialmente incierta la fuente de su legitimación, que no recava su autoridad de órganos estatales ni de instituciones internacionales. Declina así la eficacia y la previsibilidad del derecho mientras los mercados tienden a autoorganizarse y a expresar más bien “principios operativos y filosofías organizativas de carácter general”, que normas de prescripción .

Ya está fuera de lugar, sostiene Maria Rosaria Ferrarese, la imagen weberiana del derecho moderno como una ordenación coercitiva, garantizada por el monopolio de la fuerza ejercido por el Estado en un determinado territorio, y que debe su legitimidad al “cálculo” racional y a la previsibilidad de sus actos. Han cambiado los protagonistas del proceso jurídico y las modalidades de producción y de aplicación de las reglas jurídicas. El derecho no absorbe más las funciones de refuerzo de las expectativas de los actores jurídicos: funciona como un instrumento pragmático y con una variedad de influjos respecto a la gestión de los riesgos conectados a transacciones dominadas por la incertidumbre. Está afirmándose –bajo la influencia del “pragmatismo procedimental” de matriz estadounidense– un “sistema jurídico de las posibilidades”, fundado sobre el esquema privado del contracto . El instrumental jurídico necesario para este tipo de transacciones es producido por los nuevos sujetos públicos o semipúblicos, como las sociedades internacionales de revisión contable y de certificación o los aparatos burocráticos del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de la Comisión Europea; o bien, la “tecnología jurídica” adaptada a los casos particulares es “adquirida” por las law firms y los colegios arbitrales formados à la carte. Por ello, se sostiene que el nuevo orden jurídico representa, en muchos aspectos, un regreso al antiguo modelo medieval de la jurisprudencia pretoriana del jus commune.

También Pier Paolo Portinaro subraya con fuerza la derivación privada que parece haber embestido amplios sectores del derecho internacional. A su parecer, el surgimiento de nuevos órganos de jurisdicción internacional no va en la dirección de una suerte de governanza jurisdiccional planetaria. El proceso de globalización parece ir más bien hacia “La afirmación de expertocracias mercenarias, facciosas y abogadísticas que explotan estratégicamente las oportunidades y los recursos de una nueva litigation society. Más que la figura del juez (y del juez constitucional), con su balanza equilibrada de diferentes valores y principios ético-jurídicos, quien controla el campo y expande cuantitativa y cualitativamente su poder es actualmente el ‘comerciante del derecho’” .

A los juristas especialistas del instrumento jurisdiccional, sostiene Portinaro, están poniéndose al lado de las prácticas de la “sociedad civil mundial” los especialistas del lobbying político de los grandes centros federales o nacionales del poder ejecutivo, al lado de ellos, los especialistas del contencioso de los negocios, los litigators. Son estas dos categorías de abogados que están adquiriendo el peso mayor en los foros de la globalización económico-financiera. A la ética de la imparcialidad estos juristas-estrategas contraponen un maquiavelismo jurídico que los aleja de los fundamentos culturales del Estado de derecho de matriz cristiano-occidental. Ellos ofrecen sus competencias al servicio de las corporaciones trasnacionales frente a las cuales las instituciones de los Estados nacionales están siempre en menor grado de defender los derechos fundamentales de los individuos .

En una sociedad de mercado lejana de las idealizaciones de los filósofos morales de la escuela escocesa, no está confirmándose en el ámbito global el modelo de los tribunales super-partes, ocupados profesionalmente en la búsqueda de la verdad y de la imparcialidad. Se afirman, más bien, verdaderas multinacionales del derecho comercial capaces de movilizar a su favor adecuados apoyos políticos para la decisión de parte o de todos modos oportunista de las controversias jurídicas sobre las cuales están interesados. Gracias a los procesos de globalización, el clásico modelo de la rule of law parece disolverse en un “sistema dualístico de justicia”, en el cual hay una “justicia sobre medida”, confeccionada por los detentadores del poder económico y, a su lado, una “justicia de masas” para los “consumidores ordinarios” . Es efectivamente este nuevo dualismo el que –según Portinaro– amenaza la subsistencia del Estado de derecho en los sistema políticos de la edad de la globalización. Sentencias clamorosas, capaces de poner en dificultad grupos corporativos multinacionales, son del todo excepcionales. El riesgo es, por lo tanto, que se pase de la experiencia europea de las democracias nacionales bajo la supervisión de los jueces constitucionales a una “sociedad civil global” en la cual las corporaciones legales hagan prevalecer los intereses de los más potentes y las estrategias más desprejuiciadas. En este mundo, se reducen también los instrumentos para contrastar las nuevas formas de la criminalidad organizada en escala trasnacional .

Guido Rossi expresa, con bien notable competencia y autoridad, un punto de vista igualmente radical . Según Rossi, el derecho de los contratos está hoy sometido, en particular en el ámbito de las transacciones financieras internacionales, a reclamos funcionales que alteran el carácter sinalagmático, volviéndolo una relación altamente precaria. Todo el sector financiero está caracterizado por fenómenos nuevos y heterogéneos, como la circulación global de los instrumentos financieros, el uso generalizado de la tecnología digital, la posibilidad del trading on-line o la facilidad con la cual las cortes estadounidenses ejercen extraterritorialmente sus propios poderes jurisdiccionales. Se trata sustancialmente de una situación de anarquía normativa y regulativa . El capitalismo financiero global, afirma Rossi, es la patria del “conflicto de intereses”, es decir, de una elevada asimetría de poder entre las partes contractuales: “en su origen existe un fuerte desequilibrio a favor de uno de los actores. Tal desequilibrio se debe al exceso de satisfacción de la situación jurídica de quien hace el conflicto respecto de quien lo sufre. La consecuencia es la dominación, que se manifiesta en cualquier relación contractual, cada vez que uno de los dos contrayentes extrae por una excesiva posición de fuerza, o bien cuando posee mucha más información sobre el objeto de la tratativa y está en grado de esconderla” .

Como también Joseph Stiglitz ha subrayado , la asimetría de la información entre los actores del contrato –entre el prestador y el mutuario, entre la compañía de seguros y el asegurado, entre el manager industrial y el trabajador dependiente, entre el consejo de administración y el accionista individual, etcétera– entablan una relación con un alto riesgo. Ello permite anomalías como el reciclaje de dinero sucio y alimenta verdaderas patologías societarias del tipo de aquellas que se han manifestado recientemente en el capitalismo norteamericano, comenzando por los casos de Enron, Tyco y Global Crossing .

Los remedios intentados con la ética de los negocios o con los códigos de autorreglamentación de las sociedades por acciones, sostiene Rossi, no son sino inoperantes y equívocas utopías, pero es ilusoria también la perspectiva del “globalismo jurídico” que, para contrastar la ilegalidad difundida en los ambientes financieros, sugiere el recurso a una autoridad supranacional. La idea es dar vida a una red de autoridades y de agencias instaladas en los varios ámbitos nacionales, pero autónomas respecto a las autoridades estatales (agencias que en parte ya han existido), capaces de imponer una disciplina global a los mercados financieros. Se crearía así, según el modelo organizativo de las IFROS (International Financial Regulatory Organizations), una ordenación jurídica policéntrica que de hecho suprimiría los confines entre el derecho internacional y el derecho nacional. Pero este proyecto seguramente sugerente, observa Rossi, choca con el hecho de que son siempre los tribunales de los países –y de los países más fuertes– los que juzgan la validez, según su ordenación interior, de las reglas formuladas por las agencias internacionales independientes. Esto impide que se afirme una lex mercatoria como sistema jurídico autónomo de los ordenamientos de los Estados individuales y como forma de normatividad global .

También por este aspecto, comenta escépticamente Guido Rossi, el escenario jurídico internacional, con el derecho público que se retrae y el derecho privado que avanza, recuerda cercanamente a la Europa medieval, con la agravante de que hoy no se vislumbra huella ni de un jus comune ni de un jus gentium en grado de regular jurídicamente la economía mundial .
Si el análisis de Guido Rossi es esperable, parece correcto concluir que, no obstante la difundida retórica sobre el “espacio jurídico global”, debe registrarse la ausencia de un derecho internacional que en las confrontaciones con las relaciones económicas desarrolle una función imperativa y regulativa análoga a aquella que ha sido llevada a cabo, al interior de los Estados nacionales, por el derecho constitucional y, más en general, por el derecho público. Aún más, en los sectores del derecho comercial, fiscal y financiero, el ordenamiento internacional en formación no sólo tiende a modelarse según la lógica privada del contrato, sino que ni siquiera propone, como obsequio al pragmatismo empresarial que lo inspira, hacer del contrato una estructura jurídica realmente vinculante. El contrato no es, por lo tanto, capaz de regular con equidad las relaciones entre los contrayentes, tutelando en particular a los sujetos más débiles.

II

Paralelamente a estos fenómenos, se asiste a un proceso evolutivo igualmente relevante: la función judicial y el poder de los jueces tienden a expandirse tanto a nivel nacional como a escala internacional, limitando el poder legislativo de los parlamentos y erosionando ulteriormente la soberanía jurisdiccional de los Estados. El índice empírico más evidente del fenómeno es la multiplicación de las cortes internacionales. Hoy están operando en el ámbito internacional –sin contar las cortes regionales como la Corte Europea de Justicia- la Corte Internacional de Justicia, la Corte Europea de los Derechos del Hombre (cuya competencia se extiende también hoy hasta la Federación Rusa), el Tribunal Penal Internacional de Arusha para Ruanda, el Órgano para la Resolución de los Conflictos de la Organización Mundial del Comercio, el Tribunal Internacional para el Derecho del Mar, la Corte Penal Internacional (International Criminal Court). Esta última corte, cuyo estatuto fue aprobado en Roma en el verano de 1998 y que hace poco se ha establecido en La Haya después de la ratificación de su estatuto por parte de más de setenta países, goza de una amplia competencia para la represión sobre escala global de graves ilícitos internacionales: el genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes contra la humanidad y probablemente, en el futuro, también los crímenes contra la paz (agresión). A diferencia de todos los anteriores tribunales penales internacionales, del Tribunal de Nuremberg al de Tokio, del Tribunal de La Haya al de Arusha, esta corte no es una audiencia temporal y especial, sino que está dotada de una competencia permanente y universal, tanto de naturaleza complementaria en relación con aquélla de las cortes nacionales. Más allá de esto, dicha corte no nació por voluntad de los ganadores de una guerra mundial ni por iniciativa de las grandes potencias. Al contrario, ella surgió no obstante la oposición de Estados Unidos. Por estas razones, después de la experiencia controvertida de los tribunales penales ad hoc, acusados de escasa imparcialidad y autonomía política, hoy sobre la nueva corte se concentran grandes expectativas .

Ante estos desarrollos, existen autores que hablan de una “judicialización del derecho” a nivel global –usando expresiones como judicial globalization y global expansion of judicial power –, como de un “internacionalismo judicial”, referente a la expansión de la justicia penal internacional (international criminal justice). No hay duda de que la justicia penal está hoy obligada a desarrollar funciones y a garantizar valores e intereses cuya promoción un tiempo fue confiada a otros sujetos sociales o, bien, a otras instituciones. Alessandro Pizzorno, en un ensayo reciente, lúcidamente ha analizado este fenómeno desde un punto de vista sociológico, señalando la profunda novedad tanto en el interior de los ordenamientos nacionales como en el plano internacional .

Sobre este último plano, es cierto que, desde la epopeya napoleónica hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, las instituciones internacionales jamás han practicado la represión penal de los comportamientos individuales (por lo demás, los individuos no eran ni siquiera considerados sujetos de la ordenación internacional). Las cortes de justicia jamás han sido titulares de una jurisdicción obligatoria, ni siquiera en las confrontaciones de los Estados, y siempre han desarrollado funciones marginales. Con el objetivo de garantizar el orden mundial, las grandes potencias siempre han usado la fuerza político-militar y la diplomacia, no los instrumentos judiciales. Esto puede ser dicho tanto para la Santa Alianza, como la Sociedad de las Naciones, así como, finalmente, para las Naciones Unidas. Hoy, en sinergia con los procesos de globalización, se asienta con fuerza la idea, surgida sobre el plano teórico en los inicios del siglo pasado, que la criminalización de los individuos responsables de graves ilícitos internacionales ofrezca una contribución decisiva para el mantenimiento de la paz y para la tutela internacional de los derechos del hombre.

Para la mayor parte de los observadores y de los estudiosos, se trata de un desarrollo altamente positivo: la ordenación internacional está adaptándose con rapidez a un escenario en el cual está en camino de ser superado el principio groziano de la exclusión de los individuos de la subjetividad del derecho internacional y se asiste a la multiplicación de sujetos no estatales. Se trata de una pertinente réplica normativa a la difusión, después del final de la Guerra Fría, de fenómenos de conflictualidad étnica, de nacionalismo virulento y de fundamentalismo religioso que llevan a extensas y graves violaciones de los derechos del hombre. Nunca más alguien –se declara– deberá poder pensar que le sea consentido desencadenar conflictos o promover campañas nacionalistas que terminen en genocidio sin ser perseguido por una policía internacional e incurrir en las sanciones de una corte de justicia. En este sentido, el instrumento penal internacional –se sostiene– puede ejercer una eficaz función de prevención en los tratos con las “nuevas guerras”.

Antonio Cassese, que ha sido el primer presidente del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia y hoy dirige el Journal of International Criminal Justice, dice que las cortes penales internacionales pueden garantizar, en modo bastante más eficaz respecto a las cortes nacionales, la tutela de los derechos del hombre y la represión de los crímenes de guerra, en virtud de que los tribunales estatales son bastante poco proclives para perseguir crímenes que no presenten relevantes conexiones territoriales o nacionales con el Estado al cual los tribunales pertenecen. Además, las cortes internacionales son técnicamente más competentes que aquéllas internas en el acertar e interpretar el derecho internacional, en el juzgar los crímenes desde un punto de vista imparcial y no prejuzgar políticamente, al cumplir las complejas indagaciones necesarias a nivel internacional y en el garantizar estándares judiciales uniformes. Además, los procesos internacionales, gozando de una visibilidad mediática muy superior a los procesos internos, expresan con mayor eficacia la voluntad de la comunidad internacional de castigar a los sujetos culpables de graves crímenes internacionales y atribuyen más claramente a las penas infringidas una función de estigmatización de los condenados y no de simple “retribución” .

Otros autores avanzan críticas y reservas tanto de la oportunidad como de la eficacia a propósito de la jurisdicción penal internacional. Algunas dudas ya habían sido expresadas en la segunda posguerra por Hannah Arendt, Bernard Röling y, en particular, por Hedley Bull y Hans Kelsen . Con referencia a los procesos de Nuremberg y de Tokio, Bull había sostenido que la jurisdicción penal de las cortes internacionales administraron una justicia selectiva y “ejemplar”, es decir, en patente violación del principio de igualdad jurídica de los sujetos. Kelsen, no obstante ser favorable a la institución de los tribunales penales internacionales, había denunciado la clamorosa violación del imperativo nulla culpa sine iudicio, vuelto inservible, más allá de la composición de las cortes y de los procedimientos adoptados, de la espectacular atribución de culpabilidad que anticipaba el juicio penal.

Estas evaluaciones críticas han sido retomadas a propósito de los tribunales ad hoc para la ex Yugoslavia y para Ruanda . Se ha sostenido que también en estos casos la represión penal fue ejercida, según criterios no claramente definidos, solamente en las confrontaciones de un número muy limitado de sujetos, genéricamente individuados como los más responsables sobre el plano político o como los más directamente involucrados en actividades delictuosas. La lesión de algunos principios fundamentales del derecho moderno –la irretroactividad de la ley penal, la igualdad de las personas frente a la ley y la certeza del derecho– ha sido de proporciones vistosas. Notorias dudas fueron levantadas también sobre la calidad de una justicia supranacional que viene ejercida, como es inevitable que sea, mucho más afuera y por arriba de los contextos sociales, culturales y económicos dentro los cuales han operado los sujetos sometidos a sus sanciones .

No ha faltado también una penetrante critica filosófico-jurídica de orden general. Se ha sostenido que la ausencia de una reflexión, en términos de una filosofía de la pena y de una sociología de las instituciones penitenciarias, sobre las funciones y sobre los efectos de las sanciones penales inflingidas por las cortes internacionales está en riesgo de minar la legitimidad y la atendibilidad de sus sentencias. Ralph Henham ha denunciado con vigor, sobre la base de un cuidadoso análisis de las motivaciones de las sentencias de las actuales cortes internacionales, la oscuridad conceptual y la confusión (obfuscation and confusion) de las finalidades atribuidas a los jueces en las sanciones que ellos conminan . Una visión simplificada de la relación entre el ejercicio del poder judicial y el orden mundial, ha sostenido Henham, aplica tout court a las relaciones internacionales un modelo de justicia punitiva –sustancialmente inspirado en el arcaico paradigma de la función retributiva de la pena– que en su experiencia en el interior de los Estados continúa levantando graves interrogantes .

Otros autores se han preguntado si quitar la vida o de todos modos inflingir graves sufrimientos, tanto en el contexto altamente simbólico de los rituales judiciales internacionales a un número pequeño de individuos desarrolle una eficaz función disuasiva en las confrontaciones de la guerra y de los conflictos civiles. Se ha observado que los procesos penales internacionales de la segunda posguerra mostraron una eficacia decisiva prácticamente nulificada. En la segunda mitad del siglo XX, las deportaciones, las atrocidades, los crímenes de guerra, los crímenes contra la humanidad y los genocidios no disminuyeron: más bien, si debe darse crédito a los informes de Amnesty International, las violaciones de los derechos fundamentales están en constante aumento. Numerosas guerras de agresión, impunemente conducidas también por Estados y que habían dado vida a los procesos de Nuremberg y de Tokio, han provocado cientos de miles de víctimas. Ningún efecto decisivo parece haber ejercido la actividad represiva desarrollada por el tribunal de La Haya en las confrontaciones de las atrocidades cometidas en Bosnia en 1991-1995, si es verdad que atrocidades no menos graves se verificaron después, por acción de todos los beligerantes, incluida la OTAN, en la guerra de Kosovo en 1999. En realidad, nada parece garantizar que una actividad judicial que aplica sanciones, también las más severas, contra individuos responsables de ilícitos internacionales repercuta sobre las dimensiones macroestructurales de la guerra, es decir, pueda accionar sobre las razones profundas de la agresividad humana, del conflicto y de la violencia armada.

III

El debate sobre las funciones de la jurisdicción penal internacional lleva a una serie de cuestiones más generales, respecto sobre todo al fundamento teórico y a la aceptabilidad ético-política del así llamado “globalismo jurídico” y, en segundo lugar, sobre la legitimidad política y jurídica de una tutela internacional de los derechos del hombre que asuma formas coercitivas –jurisdiccionales y militares– en nombre de la universalidad de la doctrina de los derechos del hombre. Obviamente también aquí las opiniones se dividen en modo claro. Los autores que miran con favor a la expansión de la jurisdicción penal internacional normalmente desean también el advenimiento de un “derecho cosmopolítico” en el lugar del actual derecho internacional y están inclinados a suscribir la tesis de la universalidad de los derechos del hombre. Sucede efectivamente lo contrario: los críticos de la justicia penal internacional normalmente se oponen también a la idea del “derecho cosmopolítico” y a cualquier universalismo normativo.

La idea del “globalismo jurídico” fue propuesta en la segunda mitad del siglo pasado por autores como Richard Falk, Norberto Bobbio y en particular Jürgen Habermas, que han hecho referencia a la idea kantiana del Weltburgerrecht o “derecho cosmopolítico” . La premisa filosófica del “globalismo jurídico” es la unidad moral del género humano. Esta idea iusnaturalista e iluminista había sido articulada por Hans Kelsen en algunas tesis teórico-jurídicas innovadoras y radicales: el primado del derecho internacional, el carácter “parcial” de las ordenaciones jurídicas nacionales y la necesidad de pregonar la idea misma de soberanía. Sobre el plano normativo, el universalismo kantiano había sido traducido por Kelsen en la instancia de la globalización del derecho en la forma de una ordenación jurídica universal que reconociera a todos los hombres una plena subjetividad de derechos internacionales y absorbiera en sí cualquier otra ordenación. Según los iusglobalistas, el derecho debería por tal asumir la forma de una legislación universal –una suerte de lex mundialis válida erga omnes– sobre la base de una gradual homologación de las diferencias políticas y culturales, mas allá de las costumbres y de las tradiciones normativas nacionales.

La unificación planetaria del “espacio jurídico” debería mirar en primer lugar a la producción del derecho, cuya tarea deberá ser confiada a un organismo central, identificable en línea de principio en un parlamento mundial. En segundo lugar, el proceso de globalización deberá atañer a la interpretación y a la aplicación del derecho, ante todo el penal. Esta doble función deberá ser desarrollada por una jurisdicción universal y obligatoria, competente para juzgar los comportamientos de los individuos y no solamente las responsabilidades de los Estados. En este contexto normativo, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 es elevada, por así decirlo, al papel de “norma fundamental”: es asumida como un núcleo de principios jurídicos en grado de ofrecer una legitimación constituyente a la cosmópolis normativa de la cual se desea su realización.

En particular, Jürgen Habermas afirma que la tutela de los derechos del hombre no puede ser dejada en las manos de los Estados nacionales, sino que debe ser confiada siempre más a los organismos supranacionales. La premisa general de esta tesis es obviamente la universalidad de la doctrina de los derechos del hombre. Para Habermas, esta doctrina contiene en sí un núcleo de intuiciones morales hacia el cual convergen las grandes religiones universales del planeta: un núcleo que goza por tal de una universalidad trascendental, mas allá de los sucesos históricos y culturales del occidente . Pero existe un segundo orden de argumentos, de carácter pragmático, que Habermas propone: la universalidad de la doctrina de los derechos del hombre está en el hecho de que sus estándares normativos son dictados por la necesidad que hoy todos los países tienen para responder a los desafíos de la modernidad y de la creciente complejidad social que ella comporta. La condición moderna es ya un hecho global con el cual están obligados a medirse todas las culturas y las religiones universales, no sólo la civilización occidental. Dentro las modernas sociedades complejas –se encuentran en Asia, en África o en Europa–, no existen equivalentes funcionales que puedan sustituir al derecho en su capacidad de “abstracta” integración social de sujetos “extraños” entre ellos. En este sentido, el derecho moderno occidental, con sus normas al mismo tiempo coercitivas y garantes de la libertad individual, es un aparato normativo técnicamente universal y no la expresión de una ética de particularismo .

Las principales consecuencias prácticas de estas premisas filosóficas son para Habermas la exigencia que en el ámbito de Naciones Unidas sean creados nuevos órganos ejecutivos y judiciales que tengan el poder de verificar las violaciones de los derechos humanos. Es necesario que sean organizadas fuerzas de policía judicial a disposición de los tribunales internacionales ya operantes para la represión de los crímenes de guerra y de los crímenes contra la humanidad . Pero, si se quiere que los derechos fundamentales gocen de la norma erga omnes propia del derecho positivo, sostiene Habermas, no puede detenerse la constitución de tribunales internacionales: es necesario que Naciones Unidas intervenga también militarmente en la represión de las violaciones a los derechos humanos, usando las fuerzas armadas puestas bajo su mando directo . Estas fuerzas no sólo deberán prescindir del principio de la no-injerencia en los asuntos internos de los Estados, sino deberán limitar militarmente la soberanía todas las veces en las cuales vendrán verificadas graves responsabilidades de sus autoridades políticas. Por lo tanto, será recibida positivamente la praxis del intervencionismo humanitario armado, inaugurado en abril de 1991 por Estados Unidos y por Inglaterra con sus intervenciones a favor de la minoría kurda en Iraq septentrional y después continuada en Somalia y en las guerras balcánicas de los años noventa del siglo pasado.

Los críticos del “globalismo jurídico” –en particular los teóricos del new legal pluralism como Boaventura de Souza Santos y John Griffiths– replican reivindicando sobre todo la multiplicidad de las tradiciones normativas y de las ordenaciones jurídicas hoy en vigor a nivel planetario y subrayan su predominante carácter “trasnacional” . Al hacerlo, ellos se apegan a investigaciones clásicas de la antropología del derecho, como aquéllas de Leopold Pospisil y de Sally Falk Moore. Santos, por ejemplo, habla de interlegality, indicando con este término la existencia de “redes de legalidad” paralelas –superpuestas, complementarias o antagónicas– que obligan a constantes transiciones y transgresiones y que no son reconectables en algún paradigma unitario normativo preexistente a las controversias. Las normas están en constante elaboración y las controversias son resueltas por quien tiene el poder de decidir cuál debe ser la norma por aplicar en el caso concreto en un contexto conflictual que puede ser llamado “the politics of definition of law” .

En este cuadro, es de gran relevancia la interacción entre los modelos normativos fuertes (occidentales) y las tradiciones normativas autóctonas. Este fenómeno ha sido estudiado en algunas áreas continentales que largamente han conocido la presencia colonial, en particular en el mundo latinoamericano y en un determinado número de países de Asia central y meridional. En Argentina, en Brasil, en México, en Perú, el derecho estatal de derivación occidental está en conflicto tanto con las reivindicaciones normativas de los movimientos políticos más radicales, como con las tradiciones jurídicas de las minorías nativas: basta pensar en el movimiento de los Sem Terra de Brasil, o en el zapatista de México, en la revuelta de los indios andinos de Perú. En Asia central, en particular en países como Pakistán e India, el derecho estatal heredado de la experiencia colonial es desafiado por las presiones hacia la recuperación de las tradiciones normativas precoloniales.

En segundo lugar, los adversarios del “globalismo jurídico” denuncian la debilidad de una doctrina que no obstante sus aspiraciones cosmopolíticas permanece anclada en la cultura de la vieja Europa, es decir, en el iusnaturalismo clásico-cristiano. La idea del derecho internacional que ella propone es indisociable de una visión teológico-metafísica –reflejada en la noción de civitas maxima– que ofrece como fundamento de la comunidad jurídica internacional la doble creencia en la naturaleza moral del hombre y en la unidad moral del género humano. Esta filosofía del derecho está influida por la idea, kantiana y neokantiana, de que el progreso de la humanidad pueda ser posible sólo a condición de que algunos principios éticos vengan compartidos por todos los hombres y que sean hechos valer por los poderes supranacionales que trasciendan el “politeísmo” de las convicciones éticas y de las ordenaciones normativas hoy existentes. No es gratuito, se sostiene, que la doctrina individualista-liberal de los derechos del hombre –también ella, como Kelsen ha reconocido, de talante iusnatural– sea presentada hoy en las culturas no occidentales como el paradigma de la constitución política del mundo e, incluso, el fenómeno de la guerra es imputado a la situación de “anarquía” que según esta filosofía monista ha caracterizado por lo menos desde hace tres siglos las relaciones entre los Estados.

Los críticos del “globalismo jurídico” expresan notables perplejidades también a propósito de las formas coercitivas de la tutela internacional de los derechos subjetivos. A su parecer, es para dudar que esta función pueda ser atribuida sin riesgos a organismos judiciales cuya imparcialidad queda de cualquier modo condicionada por la exigencia de confiar las funciones de policía judicial a las fuerzas armadas de las grandes potencias. Hay quien afirma que es poco oportuno confiar la protección de los derechos subjetivos a la competencia exclusiva –también solamente dominante– de organismos judiciales distintos de aquéllos nacionales, incluso en la hipótesis en la cual sean las autoridades políticas de un Estado nacional las que violan los derechos de los ciudadanos. Parece efectivamente poco realista pensar que la tutela de las libertades fundamentales pueda ser garantizada coactivamente en el ámbito internacional a favor de los ciudadanos de un Estado, si esta tutela no es antes que nada garantizada por las instituciones democráticas internas.

Cuando a la pretensión universalista de la doctrina de los derechos del hombre, los opositores occidentales del “globalismo jurídico” no niegan el gran significado que tal doctrina ha tenido en la historia política y jurídica occidental: para ellos está fuera de discusión que ella represente uno de los legados más relevantes de la tradición europea del liberalismo y de la democracia. El problema es otro: tiene que ver con la relación entre la filosofía individualista que está conectada a esta doctrina, por una parte, y, por la otra, con la amplia gama de civilizaciones y de culturas cuyos valores están muy alejados de aquellos europeos como, en particular, los países del sureste y del nordeste asiático, de dominante cultura confuciana, el África subsahariana y el mundo islámico.

Bajo este perfil, se juzga iluminante la polémica que ha animado la segunda conferencia de Naciones Unidas sobre los derechos del hombre, desarrollada en Viena en 1993. Dos opuestas concepciones se han encontrado: por una parte, estaba la doctrina occidental de la universalidad y de la indivisibilidad de los derechos del hombre; por otra, estaban las tesis de muchos de los países de América Latina y de Asia, que reivindicaban la prioridad, en la temática de los derechos del hombre, del desarrollo económico social, de la lucha contra la pobreza y de la liberación de los países del Tercer Mundo del peso del endeudamiento externo. Estos acusaban a los países occidentales de querer usar la ideología de la intervención humanitaria para imponer a la humanidad entera su supremacía económica, su sistema político y su concepción del mundo.
Igualmente emblemática es considerada la reciente polémica que ha tenido como epicentro Singapur, Malasia y China y que ha dado lugar a la declaración de Bankog, en 1993, sobre la oposición de los Asian values a la tendencia de occidente al imponer a las culturas orientales sus valores ético-políticos conjuntamente a la ciencia, a la tecnología, a la industria y a la burocracia occidentales . También la doctrina de los derechos del hombre es acusada de fundarse sobre una filosofía individualista y liberal en contraste con el ethos comunitario de las tradiciones asiáticas, así como de aquellas antiguas culturas africanas y americanas.

Para los “antiglobalistas”, la universalidad de los derechos del hombre podría ser sostenida únicamente sobre la base de una “fundación” filosófica que argumentara en modo estricto la inherencia de los derechos del hombre en la naturaleza (o en la racionalidad) humana en cuanto tal, independientemente del particular contexto cultural que ha caracterizado su nacimiento en Europa. Se le opone a Habermas –como a muchos otros autores del universalismo de los derechos del hombre- que la rule of law y la doctrina de los derechos subjetivos tienen un origen impregnado del particularismo filosófico y jurídico . Se opone también, como afirma Bobbio en L’età dei diritti, la imposibilidad de fundar filosóficamente un conjunto de proporciones normativas, que es surcada por profundas antinomias deónticas, comenzando por aquella que opone los derechos de libertad y la propiedad privada a la igualdad social . Además está en duda, se demuestra, que la tutela de los derechos del hombre pueda ser pensada como una implicación técnica del formalismo jurídico vuelto necesario por los procesos de “modernización”. No obstante las tesis de Ulrich Beck acerca de la “segunda modernidad” global , es la misma noción de modernidad la que tiene profundas raíces en la tradición filosófico-política y ética occidental: ésta es impensable sin una referencia a la tradición liberal, a su individualismo, al racionalismo ético de su antropología, a su idea de progreso y, por último, a su agnosticismo religioso.

La universalidad de los derechos del hombre es un postulado racionalista ausente de confirmaciones sobre el terreno teórico y es justamente mirado con sospecha por las culturas no occidentales. Con gran previsión, Hedley Bull afirmó, hace casi veinte años, que la ideología occidental de la intervención humanitaria para la tutela de los derechos del hombre estaba en continuidad con la tradición misionaria y colonizadora del occidente: una tradición que se remonta a los inicios del siglo XIX, a la época de las intervenciones militares de los norteamericanos sobre Cuba y de los europeos sobre el imperio otomano .

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