Con este título quiero indicar dos cosas muy sencillas. La primera es un tópos de nuestra tradición occidental, un tópos que consiste en afirmar que la existencia es un exilio. La segunda es una pregunta: ¿tenemos que reapropiarnos hoy de este lugar común de nuestra tradición, hoy, en un mundo asolado en todos los sentidos por toda clase de exilios?; y, en caso afirmativo, ¿de qué modo o en qué sentido?
Que la existencia es un exilio constituye un lugar común de Occidente, y ello hasta tal punto que podría resumir por sí solo una buena parte de nuestra tradición greco-judeo-cristiana (en esto, menos romana y menos árabe sin duda). Desearía intentar ver con ustedes el modo en que se han construido un significado importante del exilio, así como los problemas que plantea.
Digamos para empezar que, si ese tópos de la existencia como exilio retorna hoy con una fuerza llena de inquietud e interrogación (algo que se n pone de manifiesto, por ejemplo, con la celebración de este coloquio) tras haber sido durante mucho tiempo el tópos de una existencia humana en tanto que pasaje -el exilio como pasaje que preludia y prepara un regreso-, es porque nuestra experiencia, en el extremo de nuestra tradición, parece ser en muchos aspectos la experiencia de un exilio definitivo y sin retorno.
El hombre moderno es el hombre cuya humanitas ya no es identificable, es ese hombre cuya figura se borra o se ha borrado, como decía Foucault, se confunde con su borradura, que no es más que la consecución de la ausencia de respuesta a la pregunta "¿Qué es el hombre?" (aunque esa ausencia de respuesta es, como saben, la respuesta de Kant a la pregunta). Se borra así el hombre que ya no puede responder a su propia pregunta -o a la pregunta de lo propio-, el hombre que es en suma exiliado fuera de sí mismo, fuera de su humanidad. La radicalización Filosófica de esta experiencia se encuentra en un enunciado mayor o matricial del pensamiento de Heidegger, a saber, que lo existente humano, el Dasein, es el siendo cuya esencia consiste en la existencia. En la existencia comprendida de tal modo, en la existencia moderna o en este sentido moderno de la existencia, lo que cuenta o lo que más pesa - para decirlo sencilla y burdamente- ya no es el segundo momento de la palabra, ya no es la "estancia" o la "instancia" de la "existencia", ya no es la posición del ser en acto y ya no es la entelequia en el sentido aristotélico, es decir, la realización del ser en su forma Final, sino que lo que cuenta es el primer momento, es decir, el ser e momento de la salida y del fuera, ese momento que Heidegger subraya escribiendo "ek-sistence" y que, para acabar, ya no es un momento, sino la cosa entera. La existencia ya sólo es ese ex.
Parece, pues, como si hubiera una especie de exilio constitutivo de la existencia moderna, y que el concepto constitutivo de esta existencia fuera él mismo el concepto de un exilio fundamental: un "estar fuera de", un "haber salido de", y ello no sólo en el sentido de un ser arrancado de su suelo, ex solum, según la falsa etimología latina que Massimo Cacciari evocaba, sino según lo que parece ser la verdadera etimología de "exilio": ex y la raíz de un conjunto de palabras que significan "ir"; como en ambulare, exulare sería la acción del exuz el que sale, el que parte, no hacia un lugar determinado, sino el que parte absolutamente.
La cuestión del exilio es pues la cuestión de esa partida, de ese movimiento como movimiento siempre empezado y que quizá no debe terminar nunca. Sin embargo, si lo que se deja no es el suelo, ¿qué es lo que se deja?, ¿de dónde parte ese movimiento? Según el significado dominante, exilio es un movimiento de salida de lo propio: fuera del lugar propio (y en este sentido es también, en el fondo, el suelo, cierta idea del suelo), fuera del ser propio, fuera de la propiedad en todos los sentidos y, por lo tanto, fuera del lugar propio como lugar natal, lugar nacional, lugar familiar, lugar de la presencia de lo propio en general.
Nos encontramos así ante una paradoja. Por un lado, nuestra tradición nos representa esta salida fuera de lo propio como una desgracia y, aún más, como la desgracia por excelencia, como aquello en lo que pueden resumiese todas las desgracias; por otro, nos representa este exilio como una posibilidad positiva, la más positiva incluso, del ser o la existencia: caída o partida, alejamiento o alienación, la desgracia es indispensable para la realización del ser. Parece además que la historia contemporánea nos presenta simultáneamente una increíble proliferación de exilios, desplazamientos, deportaciones, que son la desgracia misma y que han llegado hasta constituir lo absoluto de la desgracia, el exterminio -el exilio consumado como exterminio, la expropiación absoluta-; y, por otra parte, la apariencia de una proliferación de posibilidades nuevas en las emigraciones, los movimientos y las mezclas, en los cuales se dibujaría la posibilidad de inventar un espacio mundial inédito. Y es así cómo interpretamos, simultánea y contradictoriamente, la "mundialización" que se desarrolla ante nosotros como implosión y como explosión, como multiplicación de las exclusiones y las desapropiaciones, y como apertura de posibilidades, de retroceso de los horizontes limitados.
¿Cómo pensar lo que ofrece el aspecto de una dialéctica del exilio? En realidad, si intentamos unir estas dos interpretaciones, estas dos evaluaciones, construimos lo que hay que llamar una dialéctica del exilio. Es decir, una dialéctica en la acepción hegeliana corriente del término (quiero decir, según la vulgata hegeliana e, incluso, el hegelianismo vulgar). El exilio es un pasaje por lo negativo o el acto mismo de la negatividad, comprendida ésta como el motor, el recurso a una mediación que garantiza que la expropiación termine reconvirtiéndose en una reapropiación.
Esta dialéctica del exilio del "yo", de lo propio en general, en la exterioridad, en la alteridad y la alteración, es, en el fondo, la gran figura cristiana del exilio. Un himno cristiano (el Salve Regina) llama a los hombres exsules filii Evae, en tanto que hijos de Eva, son exiliados in hac lacrimorum valle, y ruegan a la Virgen que les muestre el Salvador post hoc exsilium. Ésta es la recuperación o la sustitución de cierto modelo judío del exilio (no el modelo cabalista, sino el modelo que comporta el regreso y la restauración final). Moralmente, elexilio es pues la prueba comprendida entre la faltay la redención.
Sin duda aquí, como en otras partes, el cristianismo ha helenizado al judaísmo. En el modelo griego, el exilio (si es que hay de verdad uno: quizá sólo hay un elemento, un rasgo de su concepto moderno) es siempre el regreso, es el periplo de Ulises.
Si recusamos ese modelo dialéctico es porque en él el exilio sólo es transitorio; lo cual quiere decir que su negatividad sólo consiste en suprimiese a sí misma (ésa es la negatividad hegeliana, en la medida al menos en que la vulgata comprende dicha supresión de sí como restauración, consecución, reapropiación total y final de un Espíritu del mundo. El exilio -transitorio-- no es tenido en cuenta ni tomado en serio por sí mismo.
Y pienso, en efecto, que lo que más amenaza toda a reflexión sobre el exilio es la tentación de dialectizar en este sentido. Por el contrario, sabemos ya que ante todo hay que plantear una negatividad no dialectizable del exilio. Una negatividad pura y simple, la dureza y la desgracia del exilio que no conduce a nada, no se reconvierte en nada. La deportación sin retorno.
Creo que habría que vincular esta negatividad no reconstruible al modelo romano (del que Ovidio ha quedado como figura). En su primera forma romana, el exilio es un medio de escapar a la pena de muerte (lo que significa la imposibilidad de regreso); aunque, en la forma adoptada bajo la República tardía y bajo el Imperio, es la pena que consiste en colocar a un miembro de la comunidad romana fuera de esa comunidad (hay una forma menor, la relegación a un lugar del Imperio, que es revocable, y una forma mayor, la deportación fuera del Imperio, sin regreso posible). Deportatio-este término del Derecho romano ha dado la palabra que nos hace rememorar la Shoah -habría que decir, todas las Shoahs- en la medida en que la exterminación es mayor aún que el asesinato, yaque lleva a cabo un proceso de arrancamiento, destierro, expropiación absoluta.
Y sabemos que no se trata en absoluto de dialectizar la deportación. Más allá del exilio de los hijos de Eva y la deportación desapropiadora, ¿qué podemos pensar?
Quizá nos es dado pensar -don difícil, oscuro, como todo lo que es posible pensar- algo de un exilio que sea él mismo lo propio, sin dialectización en el sentido en que se ha mencionado. En efecto, la existencia como exilio, pero no como movimiento fuera de algo propio, a lo que se regresaría o bien, al contrario, a lo que sería imposible regresar: un exilio que sería la constitución misma de la existencia, y por lo tanto, recíprocamente, la existencia que sería la consistencia del exilio.
Así pues es el ex, ese mismo ex del exilio y la existencia, lo que sería o lo que haría lo propio, la propiedad de lo propio. No una existencia exiliada (y, por lo tanto, tampoco un exilio existencias), sino una propiedad en tanto que ex. Es esta extraña propiedad —esta propiedad de extrañamiento, habría que decir- lo que constituye el fondo del primer pensamiento de Heidegger y, más allá, lo que inquieta y moviliza lo esencial del pensamiento contemporáneo. Se trata entonces de pensar el exilio, no como algo que sobreviene a lo propio, ni en relación con lo propio -como un alejamiento con vistas a un regreso o sobre el fondo de un regreso imposible-, sino como la dimensión misma de lo propio. De ahí que no se trate de estar "en exilio en el interior de sí mismo", sino ser sí mismo un exilio: el yo como exilio, como apertura y salida, salida que no sale del interior de un yo, sino yo que es la salida misma. Y si el "a sí" adopta la forma de un "retorno" en sí, se trata de una forma porque "Yo" sólo tiene lugar "después" de la salida, después del ex, si es que puede decirse así. Sin embargo, no hay "después": el ex es contemporáneo de todo "yo" en tanto tal.
Esta perspectiva no viene a ser una especie de elogio generalizado del errar, la desapropiación, que a veces se practica hoy de forma harto burda.
Indica una tarea más difícil: pensar precisamente lo propio como ese exilio; pero pensar exactamente ese exilio como propio. Porque lo propio es necesario -no necesariamente una propiedad, ni una nación, ni una familia, etc. (quizá no dejen de ser formas alienadas de lo propio:¿ alienaciones del exilio, por decirlo de algún modo)- es necesario que la relación consigo mismo tenga lugar, que tenga su lugar, y ese lugar debe pensarse como exilio. Jean Améry, en su libro sobre los campos de concentración, consagra un capítulo a la cuestión. "¿En qué medida tenemos necesidad de una Heimat [patria]?". Esta cuestión, que jamás se había planteado antes de la deportación, es algo que la deportación obliga a plantear. No significa que sea necesaria una "natural", originaria, identitaria; significa que existe lo propio y que la desapropiación es violencia. Si lo propio es exilio, su dimensión de propiedad podría denominarse quizá "asilo". El campo de concentración es lo contrario del asilo. El campo es el exilio como desapropiación. Sin embargo, el asilo es el exilio como propio: el asilo de la hospitalidad, por ejemplo, del que hablaba Cacciari. El asilo es el lugar de quien no puede ser matrapado (es el sentido del griego ásylos- aquel que no puede convertirse en presa, en botín).
Pensar el exilio como asilo -y no como campo de deportación-, es justamente pensar el exilio como constituyendo por sí mismo la propiedad de lo propio: en su exilio, está al abrigo, no puede ser expropiado de su exilio. Ese lugar de asilo en el mexilio es triple: lugar del cuerpo, lugar del lenguaje, lugar del "estar con".
El cuerpo es por excelencia uno de los nombres del exilio tradicional: lugar de paso para un regreso al alma o el espíritu. No obstante, el cuerpo también puede pensarse, no como cuerpo caído, ni como "cuerpo propio" (al modo de Merleau-Ponty), sino más bien como exterioridad en la cual la "interioridad" se ve, ante todo y de modo esencial, expuesta: planteada fuera, planteada como fuera. No soy mi cuerpo -si no, no nombraría "el cuerpo"- y tampoco paso por el cuerpo para ir a otra parte, sino que el cuerpo es el exilio y el asilo en el que algo así como un "yo" viene a quedar ex- puesto, es decir, a ser.
También el lenguaje ha sido pensado como exilio del sentido, de un sentido puro, no expresado y no expresable. Aunque si el sentid tiene que ser pensado, no como consecución de un significado, sino como la posibilidad de que haya significados, y de que haya infinitos significados, si el sentido es lo inagotable del significado y, por lo tanto, simultáneamente lo inagotable del intercambio de los significados, entonces el sentido es él mismo ese "exilio" y ese "asilo" que es el lenguaje. El sentido es la lengua o las lenguas mismas, en tanto que transporte indefinido de significado, ese reimpulso y esa redemanda indefinidos de significado que constituyen la lengua finísima, y con ella Babel.
Y así, como en la unión del cuerpo y el lenguaje, el "estar con" -el Mitsein o el Mitdasein de Heidegger-, designaría esa relación con los otros que no es ni la interioridad y la propiedad de algo "común" (comunidad, comunión), ni la exterioridad de la multitud o de la masa, y del osario, sino el "junto a", (con, apud hoc), la proximidad que es alejamiento porque está "en lo más cerca de" y, por consiguiente, en un aparte o un apartamiento, el mismo del tacto. "Estar con" o tocar los otros, no confundirse; tocar, pues, a través de una distancia. Ni todos "juntos", ni todos dispersados, sino los unos "con" los otros, encontrando a la vez en ese "con" el exilio y el asilo de su "ser en común".
No cabe duda de que no puedo seguir denominando mucho tiempo a esto ni "exilio" ni "asilo". El exilio como asilo exige otro nombre para ser pensado. No sé cuál es ese nombre. Quizá no haya ningún nombre para eso, pero quizá sea lo que precede y lo que sigue a todo nombre, toda lengua, al igual que todo cuerpo, y todo "estar con". Lo mismo ocurre siempre con lo que debe pensarse: no es pensable, y por eso hay que pensarlo, es decir, darle a la vez asilo y exilio en nuestro pensamiento, como suele decirse.
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