domingo, 13 de abril de 2008

"SHAKESPEARE EN LA SELVA" por Laura Bohannan




Justo antes de partir de Oxford hacia territorio Tiv, en
África Occidental, mantuve una conversación en
torno a la programación de la temporada en Straford.
“Vosotros los americanos”, dijo un amigo “soléis tener
problemas con Shakespeare. Después de todo, era un poeta
muy inglés, y uno puede fácilmente malinterpretar lo
universal cuando no ha entendido lo particular.”
Yo repliqué que la naturaleza humana es bastante similar
en todo el mundo; al menos, la trama y los temas de
las grandes tragedias resultarían siempre claros –en todas
partes–, aunque acaso algunos detalles relacionados con
costumbres determinadas tuvieran que ser explicados y las
dificultades de traducción pudieran provocar algunos
leves cambios. Con el ánimo de cerrar una discusión que
no había posibilidad de concluir, mi amigo me regaló un
ejemplar de Hamlet para que lo estudiara en la selva africana:
me ayudaría, según él, a elevarme mentalmente
sobre el entorno primitivo, y quizá, por vía de la prolongada
meditación, alcanzara yo la gracia de su interpretación
correcta.
Era mi segundo viaje de campo a esa tribu africana, y
me encontraba dispuesta para establecerme en una de
las zonas más remotas de su territorio –un área difícil de
cruzar incluso a pie. Al final me situé en una colina que
pertenecía a un anciano venerable, cabeza de una explotación
doméstica de unas ciento cuarenta personas,
todos ellos parientes próximos de él, o bien mujeres e
hijos suyos. Al igual que otros ancianos en los alrededores,
pasaba la mayor parte de su tiempo ejecutando
ceremonias de las que apenas pueden verse hoy día en
zonas de la tribu que son de más fácil acceso. Yo estaba
encantada. Pronto vendrían tres meses de ocio y aislamiento
forzosos, entre las cosecha que tiene lugar antes
de la época de las crecidas y el desbroce de nuevos
campos tras la retirada del agua. Entonces, pensaba yo,
tendrían más tiempo para ejecutar ceremonias y para
explicármelas a mí.
Estaba muy equivocada. La mayoría de las ceremonias
exigía la presencia de los hombres más viejos de varios poblados.
Cuando las inundaciones comenzaron, a los ancianos
les resultaba demasiado difícil ir caminando de un
poblado a otro, y las ceremonias fueron cesando poco a
poco. Cuando las inundaciones se hicieron intensas, toda
actividad quedó paralizada, con una sola excepción. Las
mujeres preparaban cerveza de mijo y maíz, y hombres,
mujeres y niños se sentaban en sus colinas a beberla.
Empezaban a beber al alba. A media mañana el poblado
entero estaba cantando, bailando y tocando los tambores.
Cuando llovía, la gente se tenía que sentar en el interior
de las chozas, donde o bien bebían y cantaban, o
bien bebían y contaban historias. En cualquier caso, al mediodía
o antes yo ya me veía obligada a unirme a la fiesta, o
si no, a retirarme a mi propia choza con mis libros. “No se
discuten asuntos serios cuando hay cerveza. Ven, bebe con
nosotros”. Dado que yo carecía de su capacidad para
aquella espesa cerveza nativa, cada vez pasaba más y más
tiempo con Hamlet. La gracia descendió sobre mí antes de
que acabara el segundo mes. Estaba segura de que Hamlet
tenía una sola interpretación posible, y de que ésta era universalmente
obvia.
Con la esperanza de tener alguna conversación seria
antes de la fiesta de cerveza, solía acudir a chozas de recepciones
del anciano –un círculo de postes con un techado
de bardas y un murete de barro para guarecerse del viento
y la lluvia. Un día, al traspasar agachada el bajo umbral,
me encontré con la mayoría de los hombres del poblado
allí apiñados, con su raída vestimenta, sentados en taburetes,
esteras ymecedoras, al calor de una fogata humeante
al amparo de la destemplanza de la lluvia. En el medio
había tres cuencos de cerveza. La fiesta había comenzado.
El anciano me saludó cordialmente, “ Siéntate y bebe”.
Acepté una gran calabaza llena de cerveza, me serví un
poco en un pequeño recipiente y lo apuré de un solo trago.
Entonces serví algo más en el mismo cuenco al hombre
que seguía en edad a mi anfitrión, y pasé la calabaza a un
joven para que el reparto continuara. La gente importante
no debe tener que servirse a sí misma.
“Es mejor así”, dijo el anciano, mirándome con aprobación
y quitándome del pelo una brizna de paja. “Deberías
sentarse a beber con nosotros más a menudo. Tus
criados me cuentan que cuando no estás en nuestra compañía,
te quedas dentro de tu choza mirando un papel”.
El anciano conocía cuatro tipos de “papeles”: recibos
de los impuestos, recibos por el precio de la novia, recibos
por gastos de cortejo, y cartas. El mensajero que le traía las
cartas del jefe usaba más que nada como emblema de su
cargo, dado que siempre conocía lo que éstas decían y se lo
relataba al anciano, Las cartas personales de los pocos que
tenían algún pariente en puestos del gobierno o las misiones
eran guardadas hasta que alguien iba a un gran mercado
donde hubiera un escribano que las leyera. A partir
de mi llegada, me las traían a mí. Algunos hombres también
me trajeron, en privado, recibos por el precio de la
novia, pidiendo que cambiara los números por sumas más
altas. No venían al caso los argumentos morales, puesto
que en las relaciones con la parentela política esto es juego
limpio, y además resulta difícil de explicar a gentes ágrafas
los avatares técnicos de la falsificación. Como no quería
que me creyeran tan tonta como para pasarme el día mirando
sin parar papeles de esa clase, les expliqué rápidamente
que mi “papel” era una de las “cosas antiguas” de mi país.

“Ah”, dijo el anciano.

“Cuéntanos”.

Yo repliqué que no soy una contadora de historias.
Contar historias es entre ellos un arte para el que se necesita
habilidad: son muy exigentes, y la audiencia, crítica,
hace oír su parecer. Me resistí en vano. Aquella mañana
querían escuchar una historia mientras bebían. Me amenazaron
con no contarme ni una más hasta que yo contara
la mía. Finalmente, el anciano prometió que nadie criticaría
mi estilo, “puesto que sabemos que estás peleando
con nuestra lengua”.

“Pero”, dijo uno de los de más edad,“tendrás que explicar lo que no entendemos, como hacemos nosotros cuando contamos nuestras historias”.


Asentí, dándome cuenta que allí estaba mi oportunidad
de demostrar que Hamlet era universalmente comprensible.
El anciano me pasó más cerveza para ayudarme en mi
relato. Los hombres llenaron sus largas pipas de madera y
removieron el fuego para tomar de él brasas con que encenderlas:
entonces, entre satisfechas fumaradas, se sentaron
a escuchar. Comencé usando el estilo apropiado:

“Ayer no, ayer no, sino hace mucho tiempo, ocurrió una
cosa. Una noche tres hombres estaban de vigías en las
afueras del poblado del gran jefe, cuando de repente
vieron que se les acercaba el que había sido su anterior
jefe”.

-¿Por qué no era ya su jefe?

-Había muerto –expliqué– es por eso por lo que se asustaron y se preocuparon al verle.

-Imposible –comenzó uno de los ancianos, pasando la pipa a su vecino, quien lo interrumpió.

-Por supuesto que no era el jefe muerto. Era un presagio enviado por un
brujo.

Continúa.

Ligeramente importunada, continué.

-Uno de esos tres era un hombre que sabía cosas –la
traducción más cercana a estudioso, pero por desgracia
también significa brujo. El segundo anciano miró al primero
con cara de triunfo-.

De modo que habló al jefe
muerto, diciéndole:

‘Cuéntanos qué debemos hacer para que puedas descansar en tu tumba’, pero el jefe muerto no respondió. Se esfumó y ya no lo pudieron ver más. Entonces
el hombre que sabía cosas –su nombre era Horacio
– dijo que aquello era asunto para el hijo del jefe
muerto, Hamlet.
Hubo un sacudir de cabezas general dentro del corro:

“¿El jefe muerto no tenía hermanos vivos. ¿O es que el hijo
era jefe?”

-No –repliqué–. Esto es, tenía un hermano vivo que se
convirtió en jefe cuando el hermano mayor murió.

Los ancianos murmuraron entre dientes: tales presagios
son asunto para jefes y ancianos, no para jóvenes;
ningún bien puede venir de hacer las cosas a espaldas del
jefe; evidentemente, Horacio no era un hombre que supiera
cosas.

-Sí que lo era –insistí tratando de apartar un pollo lejos
de mi cerveza. En nuestro país el hijo sucede al padre. El
hermano menor del jefe muerto se había convertido en
jefe, y además se había casado con la viuda de su hermano
mayor tan sólo un mes después del funeral.

-Hizo bien –exclamó radiante el anciano, y anunció a
los demás: –Ya os dije que si conociéramos mejor a los europeos,
encontraríamos que en realidad son como nosotros.
En nuestro país –añadió dirigiéndose a mí– también
el hermano más joven se casa con la viuda de su hermano
mayor, convirtiéndose así en padre de sus hijos. Ahora
bien, si tu tío, casado con tu madre viuda, es plenamente el
hermano de tu padre, entonces también será un verdadero
padre para ti. ¿Tenían el padre y el tío de Hamlet la misma
madre?
Esta pregunta no penetró apenas en mi mente; estaba
demasiado contrariada por haber dejado a uno de los elementos
más importantes de Hamlet fuera de combate. Sin
demasiada convicción dije que creía que tenían la misma
madre, pero que no estaba segura –la historia no lo decía.
El anciano me replicó con severidad que esos detalles genealógicos
cambian mucho las cosas, y que cuando volviese
a casa debía de consultar sobre ello a mis mayores. A
continuación llamó a voces a una de sus esposas más jóvenes
para que le trajera su bolsa de piel de cabra.
Determinada a salvar lo que pudiera del tema de la
madre, respiré profundo y empecé de nuevo: “El hijo
Hamlet estaba muy triste de que su madre se hubiera
vuelto a casar tan pronto. Ella no tenía necesidad de hacerlo,
y es nuestra costumbre que una viuda no tome
nuevo marido hasta después de dos años de duelo”.


-Dos años es demasiado –objetó la mujer, que acababa
de hacer aparición con la desgastada bolsa de piel de
cabra-.

¿Quién labrará tus campos mientras estés sin marido?
-Hamlet –repliqué sin pensármelo– era lo bastante
mayor como para labrar las tierras de su madre por sí
mismo. Ella no precisaba volverse a casar.

–Nadie parecío convencido y renuncié–.

Su madre y el gran jefe dijeron a
Hamlet que no estuviera triste, porque el gran jefe mismo
sería un padre para él. Es más, Hamlet habría de ser el próximo
jefe, y por tanto debía quedarse allí para aprender
todas las cosas propias de un jefe. Hamlet aceptó quedarse,
y todos los demás se marcharon a beber cerveza.
Hice una pausa, perpleja ante cómo presentar el disgustado
soliloquio de Hamlet a una audiencia que se hallaba
convencida de que Claudio y Gertrudis habían actuado
de la mejor manera posible. Entonces uno de los
más jóvenes me preguntó quién se había casado con las
restantes esposas del jefe muerto.

-No tenía más esposas –le contesté.

-¡Pero un gran jefe debe tener muchas esposas! ¿Cómo
podría si no servir cerveza y preparar comida para todos
sus invitados?

Respondí con firmeza que en nuestro país hasta los
jefes tienen una sola mujer, que tienen criados que les
hacen el trabajo y que pagan a éstos con el dinero de los
impuestos.”
De nuevo repicaron que para un jefe es mejor tener
muchas esposas e hijos que le ayuden a labrar sus campos y
alimentar a su gente; así todos aman a aquel jefe que da
mucho y no toma nada. -Los impuestos son mala cosa.
Aunque estuviera de acuerdo con este último comentario,
el resto formaba parte de su modo favorito de rebajar
mis argumentos. -Así es como hay que hacer, y así es como
lo hacemos.
Decidí saltarme el soliloquio. Ahora bien, incluso si
pudiera estar bien visto el que Claudio se casara con la esposa
de su hermano, aún quedaba el asunto del veneno.
Estaba segura de que desaprobarían el fratricidio, de manera
que continué más esperanzada: -Esa noche Hamlet se
quedó vigilando junto a los tres que habían visto a su difunto
padre. El jefe muerto apareció de nuevo, y aunque
los demás tuvieron miedo, Hamlet le siguió a un lugar
aparte. Cuando estuvieron solos, el padre muerto habló.

-¡Los presagios no hablan! –el anciano era tajante.

-El difunto padre de Hamlet no era un presagio. Al
verlo podría parecer que era un presagio, pero no lo era
–mi audiencia parecía estar tan confusa como lo estaba yo.

-Era de verdad el padre muerto de Hamlet, lo que nosotros
llamamos un “fantasma”. –Tuve que usar la palabra
inglesa, puesto que estas gentes, a diferencia de muchas de
las tribus vecinas, no creían en la supervivencia de ningún
aspecto individualizado de la personalidad después de la
muerte.

-¿Qué es un ‘fantasma’? ¿Un presagio?

-No, un ‘fantasma’ es alguien que ha muerto, pero que
anda vagando y es capaz de hablar, y la gente lo puede ver
y oír, aunque no tocarlo.

Ellos replicaron -A los zombis se les puede tocar.

-¡No, no! No se trataba de un cadáver que los brujos
hubieran animado para sacrificarlo y comérselo. Al padre
muerto de Hamlet no lo hacía andar nadie. Andaba por sí
mismo.

-Los muertos no andan –protestó mi audiencia como
un solo hombre.
Yo trataba de llegar a un compromiso. -Un ‘fantasma’
es la sombra del muerto.
Pero de nuevo objetaron: -Los muertos no tienen
sombra.

-En mi país sí que la tienen –espeté.
El anciano aplacó el rumor de incredulidad que inmediatamente
se había levantado, y concedió con esa aquiescencia
insincera, pero cortés, con que se dejan pasar las
fantasías de los jóvenes, los ignorantes y los supersticiosos.

-Sin duda, en tu país los muertos también pueden andar
sin ser zombis. –Del fondo de su bolsa extrajo un pedazo
de nuez de cola seca, mordió uno de sus extremos para
mostrar que no estaba envenenado, y me lo ofreció como
regalo de paz.

-Sea como sea –retomé la narración– el difunto padre
de Hamlet dijo que su propio hermano, el que luego se
convirtió en jefe, lo había envenenado. Quería que
Hamlet lo vengara. Hamlet creyó esto de corazón, porque
aborrecía al hermano de su padre. –Tomé otro trago de
cerveza. En el país del gran jefe, viviendo en su mismo poblado,
que era muy grande, había un importante anciano
que a menudo estaba a su lado para aconsejarle y ayudarle.
Se llamaba Polonio. Hamlet cortejaba a su hija, pero el
padre y el hermano de ella… –aquí busqué precipitadamente
alguna analogía tribal– le advirtieron que no permitiera
a Hamlet visitarla cuando estaba sola en casa, puesto
que él había de llegar a ser un gran jefe y por tanto no podría
casarse con ella.


-¿Por qué no? –preguntó la esposa, que se había acomodado
junto al sillón del anciano. Él la miró con gesto de
desaprobación por hacer preguntas tontas, y gruñó: -Vivían
en el mismo poblado.

-No era ésa la razón –les informé–. Polonio era un extranjero
que vivía en el poblado porque ayudaba al jefe, no
porque fuera su pariente.

-Entonces, ¿por qué no podía Hamlet casarse con ella?

-Habría podido hacerlo –expliqué– pero Polonio no
creía que realmente lo fuera a hacer. Después de todo,
Hamlet había de casarse con la hija de un gran jefe, puesto
que era un hombre muy importante y en su país cada
hombre sólo puede tener una esposa. Polonio tenía miedo
de que si Hamlet hacía el amor a su hija, ya nadie diera un
alto precio por ella.


-Puede que eso sea cierto –remarcó uno de los ancianos
más sagaces– pero el hijo de un jefe daría al padre de su
amante regalos y protección más que sobrados como para
compensar la diferencia. A mí Polonio me parece un insensato.


-Mucha gente piensa que lo era –asentí-. A todo esto,
Polonio envió a su hijo Laertes al lejano París, a aprender
las cosas de ese país, porque allí estaba el poblado de un
jefe realmente muy grande. Como Polonio tenía miedo de
que Laertes se gastara el dinero en cerveza, mujeres y
juego, o semetiera en peleas, mandó secretamente a París a
uno de sus sirvientes para que espiara lo que hacía. Un día
Hamlet abordó a Ofelia, la hija de Polonio, comportándose
de manera tan extraña que la asustó. En realidad –yo
buscaba azoradamente palabras para expresar la dudosa
naturaleza de la locura de Hamlet– el jefe y muchos otros
habían notado también que cuando Hamlet hablaba
podía entender las palabras, pero no su sentido. Mucha
gente pensó que se había vuelto loco –repentinamente mi
audiencia parecía mucho más atenta. EL gran jefe quería
saber qué era lo que le ocurría a Hamlet, así que mandó a
buscar a dos de sus compañeros de edad –amigos del colegio
hubiera sido largo de explicar– para que hablaran con
Hamlet y averiguaran lo que le tenía preocupado. Hamlet,
al ver que habían sido pagados por el jefe para traicionarle,
no les contó nada. No obstante, Polonio insistía en que
Hamlet se había vuelto loco porque le habían impedido
ver a Ofelia, a quien amaba.

-¿Por qué –preguntó una voz perpleja– querría nadie
embrujar a Hamlet por esa razón?

-¿Embrujarle?

-Sí, sólo la brujería puede volver loco a alguien. A
menos, claro está, que uno haya visto a los seres que se
ocultan en el bosque.



Dejé de ser contadora de historias, saqué mi cuaderno
de notas y pedí que me explicaran más sobre esas dos
causas de locura. Aun cuando ellos hablaban y yo tomaba
notas, traté de calcular el efecto de este nuevo factor sobre
la trama. Hamlet no había sido expuesto a los seres que se
ocultaban en el bosque. Sólo sus parientes por línea masculina
podrían haberlo embrujado. Dejando fuera parientes
no mencionados por Shakespeare, tenía que ser
Claudio quien estaba intentando hacerle daño. Y, por supuesto,
él era.
De momento me protegí de las preguntas diciendo que
el gran jefe también se negaba a creer que Hamlet estuviera
loco debido simplemente al amor de Ofelia. -Él estaba seguro
de que algo mucho más importante estaba afligiendo
el corazón de Hamlet.
-Los compañeros de edad de Hamlet –continué– habían
traído con ellos a un famoso contador de historias.
Hamlet decidió hacer que aquel narrador contara al jefe y
a todo el poblado la historia de un hombre que había envenenado
a su hermano porque deseaba a la esposa de éste, y
porque además quería convertirse él mismo en jefe.
Hamlet estaba seguro de que el gran jefe no podría escuchar
la historia sin dar algún signo de ser realmente culpable,
y de este modo podría descubrir si su difunto padre
le había dicho la verdad o no.
El anciano interrumpió, con profundo ingenio: -¿Por
qué habría un padre de engañar a su hijo?
-Hamlet no estaba seguro de que fuera realmente su
padre muerto –respondí evasivamente. Era imposible, en
esa lengua, decir nada sobre visiones inspiradas por el demonio.

-Quieres decir –exclamó– que en realidad era un presagio,
y que él sabía que a veces los brujos envían falsos
presagios. Hamlet fue tonto por no acudir antes que nada
a alguien versado en leer presagios y adivinar la verdad. Un
hombre-que-ve-la-verdad podría haber tenido miedo de
decirla. Yo creo que es por esa razón por la que un amigo
del padre de Hamlet –anciano y brujo– envió un presagio,
para que así el hijo de su amigo lo supiera. ¿Era cierto el
presagio?

-Sí –dije, dejando de lado fantasmas y demonios; tendría
por fuerza que ser un presagio enviado por un brujo-.
Era cierto, por lo que cuando el contador de historias estaba
contando su cuento ante todo el poblado, el gran jefe
se levantó descompuesto. Por miedo a que Hamlet supiera
su secreto, planeó matarlo.
El escenario de la siguiente secuencia presentaba algunos
problemas de traducción. Comencé con prudencia:
“El gran jefe pidió a la madre de Hamlet que le sonsacara
lo que sabía. Mas, previendo que para una madre su hijo
está siempre por encima de todo, hizo esconder al anciano
Polonio tras unas telas que colgaban junto a la pared de la
choza de dormir de la madre de Hamlet. Hamlet comenzó
a increpar a su madre por lo que había hecho.”
Hubo un asombrado murmullo por parte de todos.
Un hombre nunca debe reprender a su madre.

-Ella gritó asustada, y Polonio se movió tras la tela.
Hamlet exclamó: “¡Una rata!” Y tomando su machete dio
un tajo que la atravesó –aquí hice una pausa para darle
efecto dramático. ¡Había matado a Polonio!
Los ancianos se miraron unos a otros con supremo disgusto.

-¡Ese Polonio era realmente un necio y un ignorante!
Hasta un niño se le habría ocurrido decir: “¡Soy yo!”
–con repentino dolor, recordé que estas gentes son ardientes
cazadores, siempre armados de arco, flechas y machete;
al primer movimiento entre la maleza hay ya una
flecha lista apuntando, y el cazador grita “¡Va!”. Si no contesta
voz humana inmediatamente, la flecha sigue su camino.
Como cualquier buen cazador, Hamlet había gritado:
“¡Una rata!”

Me lancé a salvar la reputación de Polonio. -Polonio
habló. Hamlet le había oído. Pero pensó que era el jefe, y
quiso matarlo para vengar a su padre. Ya había querido hacerlo
antes, esa misma tarde... –interrumpí la narración,
incapaz de explicar a esta gente pagana, que no cree en la
supervivencia individual tras la muerte, la diferencia entre
bien morir rezando y morir “sin comunión, sin preparación,
sin sacramentos”.
Esta vez había impactado en serio a mi audiencia.
“Que un hombre levante su mano contra el que, siendo
hermano de su padre, se ha convertido en padre para él es
algo terrible. Los ancianos deberían dejar que sea embrujado
un hombre semejante.”
Mordisqueando perpleja mi pedazo de nuez de cola,
señalé que, después de todo, era quien había matado al
padre de Hamlet.

-No –sentenció el anciano, hablando menos para mí
que para los jóvenes allí sentados entre los mayores. Si el
hermano de tu padre ha matado a tu padre, debes recurrir
a los compañeros de edad de tu padre; son ellos quienes
pueden vengarlo. Nadie puede usar la violencia contra sus
parientes de más edad –le sobrevino otra idea. Pero si el
hermano del padre hubiera sido realmente tan infame
como para embrujar a Hamlet y volverlo loco, entonces la
historia es realmente buena, porque entonces él mismo
sería el causante de que Hamlet, estando loco, no conservara
razón alguna y estuviera dispuesto amatar al hermano
de su padre.
Hubo un murmullo de aprobación. Hamlet volvía a
parecerles una buena historia, pero a mí ya no se me antojaba
la misma. Según pensaba en las complicaciones venideras
de la trama y los temas, me iba desanimado. Decidí
rozar sólo de pasada el terreno peligroso.
-El gran jefe –continué– no sentía que Hamlet hubiera
matado a Polonio. Eso le daba una razón para enviarle
lejos, acompañado por sus dos infieles compañeros, con
cartas para un jefe de un lejano país que decían que debía
ser asesinado. Pero Hamlet cambió lo que estaba escrito en
las cartas, de forma que en su lugar mataron a éstos.

–Encontré una mirada llena de reproche por parte de uno
de los hombres a quienes yo había dicho que una falsificación
indetectable de la escritura no sólo era inmoral, sino
que estaba más allá de la habilidad humana. Miré hacia
otro lado.

-Antes de que Hamlet pudiera regresar, Laertes volvió
para el funeral de su padre. El gran jefe le contó que
Hamlet había matado a Polonio. Laertes juró matar a
Hamlet por esto, y porque su hermana Ofelia, al saber que
su padre había sido muerto por el hombre a quien amaba,
se volvió loca y se ahogó en el río.

-¿Ya te has olvidado de lo que te hemos dicho? –me
echó en cara el anciano. No se puede tomar venganza de
un loco; Hamlet mató a Polonio en su locura. Y en cuanto
a la chica, no es que simplemente se volviera loca, sino que
se ahogó. Sólo la brujería puede hacer que la gente se
ahogue. El agua por sí misma no hace ningún daño, es sencillamente
algo que se bebe o en donde uno se baña.
Empecé a enfadarme. -Si no te gusta la historia, no
sigo.
El anciano hizo unos ruidos apaciguadores y me sirvió
personalmente algo más de cerveza. -Tú cuentas bien la
historia, y te estamos escuchando. Pero está claro que los
ancianos de tu país nunca te han explicado lo que realmente
significa. ¡No, no me interrumpas! Te creemos
cuando dices que vuestra forma de matrimonio y vuestras
costumbres son diferentes, o vuestros vestidos y armas.
Pero la gente es similar en todas partes. Allí donde sea
siempre hay brujos, y somos nosotros, los ancianos,
quienes sabemos cómo funciona la brujería. Te dijimos
que era un gran jefe el que quería matar a Hamlet, y ahora
tus propias palabras confirman que teníamos razón. ¿Qué
parientes varones tenía Ofelia?


-Solamente su padre y su hermano –Hamlet claramente
se me había escapado de las manos.

-Tiene que haber tenido más; esto es algo que también
debes preguntar a tus mayores cuando vuelvas a tu país.
Por lo que nos cuentas, y dado que Polonio estaba muerto,
debe haber sido Laertes quién mató a Ofelia, aunque no
veo la razón.
Ya habíamos vaciado uno de los cuencos de cerveza, y
los hombres discutieron el tema con un interés rayano en
lo ebrio. Finalmente uno de ellosme preguntó: -¿Qué dijo
a su vuelta el criado de Polonio?

Retomé con dificultad a Reinaldo y su misión. -No
creo que regresara antes de la muerte de Polonio.

-Escucha –dijo el más anciano de todos– y te diré
cómo ocurrió y cómo sigue tu historia, y tú me puedes
decir si estoy en lo correcto. Polonio sabía que su hijo se
metería en problemas, y efectivamente así fue. Tenía muchas
multas que pagar por sus peleas, y deudas de juego.
Pero sólo había dos maneras de conseguir dinero rápidamente.
Una era casar a su hermana de inmediato, pero es
difícil encontrar a un hombre que quiera casarse con una
mujer deseada por el hijo de un jefe. Porque, si el heredero
del jefe comete adulterio con tu mujer, ¿tú qué puedes hacerle?
Sólo a un loco se le ocurriría plantear un pleito a alguien
que puede ser quien te juzgue en el futuro. Por eso
Laertes tuvo que seguir el segundo camino: matar por brujería
a su hermana, ahogándola, para poder vender su
cuerpo en secreto a los brujos.
Opuse una objeción. -Su cuerpo fue encontrado y enterrado.
De hecho, Laertes saltó a la fosa para ver a su hermana
por última vez. Por tanto, como ves, el cuerpo realmente
estaba allí. Hamlet, que acababa de llegar, saltó
también detrás de él.

-¿Qué os dije? –El más anciano se dirigió a los demás.
No es que Laertes estuviera tratando precisamente bien al
cuerpo de su hermana. Hamlet procuró estorbarle, porque
al heredero del jefe, igual que a cualquier jefe, no le gusta
que ningún otro hombre se enriquezca ni se haga poderoso.
Laertes se pondría furioso, porque había matado a su
hermana sin sacar de ello ningún beneficio. En nuestro
país, ese motivo hubiera bastado para que intentara asesinar
a Hamlet. ¿Es eso lo que pasó?

-Más o menos –admití-. Cuando el gran jefe encontró
que Hamlet aún vivía, animó a Laertes a que tratara de
matarlo y se las apañó para que hubiera una pelea de machetes
entre ellos. En la lucha ambos cayeron heridos de
muerte. La madre de Hamlet bebió una cerveza envenenada
que el jefe había dispuesto para Hamlet en el caso de
que ganara la pelea. Cuando vio a su madre morir a causa
del veneno, Hamlet, agonizando, consiguió matar al hermano
de su padre con su machete.

-¿Veis? ¡Tenía razón! –exclamó.


-Era una historia muy buena –añadió el anciano jefe– y
la has contado con muy pocos errores. Sólo había un error
más, justo al final. El veneno que bebió lamadre de Hamlet
obviamente estaba destinado al vencedor del combate,
quienquiera que fuese. Si Laertes hubiera ganado, el gran
jefe lo habría envenenado para que nadie supiera que él
había tramado la muerte de Hamlet. Así, además, ya no tendría
que temer la brujería de Laertes; hace falta un corazón
muy fuerte para matar por brujería a la propia hermana.

Envolviéndose en su raída toga, el anciano concluyó:

-Alguna vez has de contarnos más historias de tu país. Nosotros,
que somos ya ancianos, te instruiremos sobre su
verdadero significado, de modo que cuando vuelvas a tu
tierra tus mayores vean que no has estado sentada en
medio de la selva, sino entre gente que sabe cosas y que te
ha enseñado sabiduría.


1 En: Bohannan L. “Shakespeare in the busch”. Natural History, Agust-September, 1966.

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