jueves, 28 de febrero de 2008

"Memorias de la calle Pasteur" por Leonor Aufruch



Hay en Roland Barthes una especie de figura que emana de sus textos
y que se dejaría definir como “la escena de la escritura”: el momento, la
vivencia, la atmósfera en la cual la idea peregrina comienza a
plasmarse en palabras y se transforma en otra cosa que ella misma, o
mejor, llega a decir lo que no era para nada previsible. Ante estos textos
que he escrito en momentos y circunstancias diferentes surge, casi
naturalmente, una evocación de esa escena, vívida aunque investida de
la inadecuación del recuerdo.
Estas “Memorias…” tienen mucho de mis memorias de infancia, de
esa trama familiar materna donde “la AMIA” (Asociación Mutual Israelita
Argentina) era una referencia obligada cuando fallecía algún pariente o
se trataba de alguna colaboración. Lo impensable -el atentado sobrevino
un lunes como tantos y el estallido fue sentido en el cuerpo,
en una proximidad urbana que desdice el límite de los barrios y hubo
luego esa atracción fatal de la imagen televisiva, cámara fija en una
eternidad cuyo detalle no atenuaba la estupefacción. Una escena que
se rehace en la memoria en su largo transcurso, el día entero hasta el
siguiente amanecer. Días después me atreví a caminar por el entorno
de la AMIA, sin osar acercarme siquiera a los vallados, abrumada de
recuerdos, de imágenes entrañables que revivían en la retina a la luz
titilante de las fotos de las víctimas, cuya cercanía se me reveló de
pronto como una insospechada marca identitaria.
Quise escribir sin saber muy bien qué y Punto de Vista ofreció, como
siempre, un espacio material y simbólico altamente inspirador. Política y
afecto se articularon así de un modo peculiar, dejando una huella
perceptible en los textos que siguen.
Quizá como otras tragedias de la historia reciente, el acontecimiento de
la AMIA -que no se deja definir solamente como un “atentado”- tiene una
extraña temporalidad. Demasiado cercano en la perspectiva del relato y
sin embargo ya apenas una huella en la vorágine de la actualidad,
intacta en la vivencia de imágenes y voces pero enfrentada al previsible
silencio de un “después”. Simultáneamente pasado y aún pendiente,
como tantas desapariciones, su lugar se delinea no solamente en un
horizonte político agitado por las tensiones de este fin de siglo, sino
sobre todo en una trama simbólica que acusa para siempre la
enormidad del holocausto -la cultura judía, la identidad, la diáspora- y
también, por supuesto, en esa cruda materialidad de escombros
esparcidos, esas ruinas, ese vacío urbano desacostumbrado que
impacta en plenitud de sentido -aun cuando no se quiera mirarlo llamando
a una penosa rememoración.
Fue justamente ese vacío, todavía humeante, imagen fija del
desastre en la pantalla del televisor que era imposible dejar de mirar -un
cuadro mínimo que, lejos de “representar” la realidad pareció cumplir el
sueño de alcanzar el verosímil absoluto-, lo que me produjo una
asociación caprichosa quizá, pero no del todo infundada: el recuerdo
súbito de la tapa de un libro de Tzvetan Todorov1 (1991), que había
incluido en un curso reciente y que aún estaba apilado sobre mi mesa
de trabajo.
No infundada: en la tapa de Face à l’extreme -que acaba de ser
publicado en español como Frente al límite-, una vieja fotografía de
Tadeusz Bukowski tomada en octubre de 1944 muestra la calle Piwna
de Varsovia, poco más de un año después del sangriento levantamiento
del ghetto (primavera de 1943) y apenas unos meses más tarde de la
insurrección de la ciudad. En la perspectiva de la calle, los escombros
ocupan el primer plano y detrás se dibujan las siluetas de lo que queda
en pie después del bombardeo. La vaga semejanza con la escena del
Once se quiebra quizás al costado de la fotografía, donde una soga de
ropa tendida habla de la cotidianidad de la guerra, mientras una niña de
espaldas deja apenas entrever los primeros pasos de un bebé. Indicios
que evocan ese terrible azar de la muerte, que quizá con diferencia de
un minuto perdona o condena, tal como lo revelaran también,
dramáticamente, los relatos diversos de la calle Pasteur.
El tema del libro de Todorov justifica, además de la imagen que lo
inaugura, la asociación: una reflexión sobre las virtudes, heroicas o
cotidianas, que resistieron al horror de los campos de concentración,
tanto los nazis como los soviéticos, aunque el mayor desarrollo textual
corresponda a los primeros: la valentía, la preocupación por un otro, la
generosidad. Esta focalización en las virtudes tiene un objetivo explícito:
rendir justicia a los pequeños o grandes gestos de las víctimas que, en
situaciones cuyo límite es extremo, impensable, no permitieron que el
tormento y la abyección borraran todo rasgo de dimensión humana. Así,
el autor va reconstruyendo, en una trama de relatos de sobrevivientes o
testimonios recuperados, ejemplos que contradicen la idea de una
masividad del mal, que terminaría no sólo con las vidas sino con todo
atisbo de dignidad. Empeño moral, sujeto a riesgos casi inevitables -
entre los cuales, un tono aleccionador-, el libro permite sin embargo
volver sobre algunas cuestiones siempre en diferendo, desde una
actualidad que las resignifica.
Una de ellas: la proximidad. Las cifras inconcebibles que acumulan
las guerras y enfrentamientos de este siglo, la despersonalización de
sus procedimientos, hace que se vuelva una y otra vez sobre el tema.
¿Concierne -y conmueve- más el infortunio de los allegados, de los
conocidos, de aquellos que pueden integrarse a una idea de
comunalidad, al cobijo de una pertenencia? La respuesta de Todorov es
afirmativa: las redes de solidaridad en los campos pasaban ante todo
por un reconocimiento de la identidad nacional, pero también por ciertas
coincidencias de sexo, edad, situación. En la misma dirección va la
“cuestión del otro”, abordada por el autor también en otros textos,2 y
que insiste, transformada casi en adagio, en diversas reflexiones
contemporáneas: si el conocimiento es un paso hacia el reconocimiento,
¿cómo franquear la distancia hacia esos “otros” sin pretender reducir la
diferencia? Según la proposición de Richard Rorty, que duda de la
fuerza de la obligación moral kantiana fundada en la razón como núcleo
común, “La manera correcta de entender el lema ‘Tenemos
obligaciones para con los seres humanos simplemente como tales’ es
interpretándolo como un medio para exhortarnos a que continuemos
intentando ampliar nuestro sentimiento de ‘nosotros’ tanto cuanto
podamos”. Esta ampliación incluye, entre otros, a “los marginados,
personas que instintivamente concebimos como ‘ellos’ y no como
‘nosotros’”.3
Las imágenes tan recientes de la calle Pasteur también convocan
estos interrogantes. Con ojos acostumbrados a la ficcionalización del
horror en el cine o la televisión, y también, bajo la forma del “directo”, en
el género de la información, que no nos ahorra violencias por lejanas
que sean, la proximidad de las víctimas nos dejó atónitos. Esos
nombres, esos rostros, eran “nosotros”. Por eso, los relatos, repetidos
hora tras hora en los distintos medios, eran más impactantes que las
declaraciones políticas o las especulaciones en torno de los hechos.
Ellos ponían en escena la súbita destrucción de lo cotidiano, esa
amenaza que late bajo toda normalidad, la fragilidad de nuestros
simples itinerarios. Las historias personales, los detalles banales de un
día cualquiera que la tragedia hace trascendentes, las fotografías que
los parientes mostraban ante la cámara incluyéndonos en la esperanza
de una búsqueda nos interpelaban en una identificación directa,
afectiva, previa a toda reflexión y más allá del sesgo sensacionalista
común en estos casos.
Sin embargo, en esta escena ocurrida en un barrio entrañable,
narrada en nuestra lengua, tan cerca que sentimos en el cuerpo el
impacto de la explosión, ¿había verdaderamente un “nosotros”?
Algunos hablaron de quienes serían “víctimas inocentes”, trayendo al
presente un viejo estigma. Otros no podían decidirse entre el “nosotros”
y el “ellos”, y menos aún cómo denominar a estos últimos: ¿israelitas,
israelíes, hebreos, judíos? Ante la imposibilidad de distinguir dentro de
un “nosotros”, sin que tal distinción suponga indiferencia o
discriminación, la cuestión se resolvió en un “todos”: “hoy todos somos
judíos” rezaban improbables pasacalles. Afirmación que adquiría sin
embargo valor de verdad... para los judíos. Las pugnas de la identidad,
las dudas, los rechazos, los desacuerdos ideológicos quedaban como
suspendidos frente a una sensación mucho más profunda y visceral, si
pudiera decirse. Muchos nos sorprendimos diciéndonos sin vacilación -y
quizá por primera vez- “Soy judío/a”.
Pero al mismo tiempo, por sobre estas identificaciones y sobre las
dificultades de nominación, planeaba ya una otredad radicalizada, un
“ellos” marcado fuertemente por la intolerancia: iraní, islámico,
fundamentalista. La cuestión de la responsabilidad del Estado se
confundía con la facilidad de la culpabilización. También esos “otros”
despertaban el prejuicio hacia la identidad grupal -racial, religiosa,
ideológica-, esa generalización que llevara a pagar un precio tan alto a
los judíos durante el nazismo. Algunos sobrevivientes que cita Todorov
-Primo Levi, Etty Hillesum- se esfuerzan, al menos teóricamente, en no
caer en la misma tentación de sus victimarios y hacer de “los alemanes”
un colectivo de abominación. Alguna simple anécdota cotidiana da
cuenta en su propio relato de la dificultad de llevarlo a la práctica.
Esa reversibilidad del odio, tan marcada por su época, no es ajena
sin embargo a los enfrentamientos contemporáneos. En la maquinaria
nazi de los campos, en ese “sistema periódico” como lo llamara Primo
Levi, y que tan elocuentemente mostrara Claude Lanzmann en Shoah,
el “otro” de los judíos tenía rostro, estaba sujeto a una rutina ciega o
sádica, donde sólo excepcionalmente había un gesto de compasión, y
el odio aparecía en cada eslabón de una convivencia aterradora. Los
sobrevivientes insisten en la normalidad de sus victimarios: ni enfermos
aunque algunos lo fueran, ni bestias salvajes, más bien un engranaje
perfecto de obediencia y mediocridad, el cumplimiento estricto de cada
tarea bajo las leyes del país, la eficiencia de un régimen que había
logrado extraer lo peor de cada uno. Y, podría decirse, lo peor de todos.
El libro de Todorov se centra en las virtudes justamente para desarmar,
siquiera parcialmente, la conclusión de que “en condiciones extremas,
toda traza de vida moral se evapora y los hombres se transforman en
bestias comprometidas en una guerra de sobrevivencia sin piedad”.4
Esta memoria, que retorna como una insoportable vergüenza para los
sobrevivientes, esa borradura cuidadosamente planificada del límite de
lo humano, es sin duda una de las peores herencias del nazismo.
¿Qué ocurre hoy en estas guerras periódicas, consecuentes, pero
que aparecen bajo el signo espectacular de lo inesperado, de lo
esporádico y fulminante? El terrorismo es otra forma de reversibilidad
del odio: golpea sin rostro y la mayoría de las veces no sabe quiénes
van a ser sus víctimas. Lejos del escenario bélico, sorprende en la
indefensión del quehacer diario. No es cosa de irracionales ni de
enfermos, sino de lógicas políticas y afinadas tecnologías. De distinta
manera, también opera una despersonalización del ser humano, al
negarle el derecho a la víctima de saberse enemigo. ¿Pero cambian
mucho las cosas con saberlo? Las imágenes, también recientes, de la
ex Yugoslavia y las más antiguas de la cambiante línea de fuego árabe-israelí
parecen afirmar rotundamente que no.




1 Tzvetan Todorov, Face à l’extreme, París, Seuil, 1991 [trad. esp.: Frente al límite,
México, Siglo XXI, 1993].
2 Tzvetan Todorov, La conquista de América. La cuestión del otro, México, Siglo XXI,
1987; y Nous et les autres, París, Seuil, 1989 [trad. esp.: Nosotros y los otros, México,
Siglo XXI, 1991].
3 Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991, p. 214.
4 Tzvetan Todorov, Face à …, op. cit., p. 37.

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