jueves, 28 de febrero de 2008

"Argentina, 1976" por C. E. LIDA, H. CRESPO Y P. YANKELEVICH


En marzo de 2006, dos instituciones que fueron pioneras en recibir a
los exiliados sudamericanos, la Universidad Nacional y el Colegio de
México, unieron esfuerzos para organizar una conmemoración con
intelectuales y académicos del exilio argentino. De ese acto surgió la
idea de preparar en El Colegio un volumen que reuniera trabajos que
reflexionaran con el mayor rigor posible sobre la dictadura (1976-1983),
sus orígenes y desarrollo ante la obligada afirmación de respeto a los
derechos humanos, el juicio y castigo de los responsables de los
crímenes cometidos y, con ello, el anhelado fin de la impunidad. No se
trataba de hacer una compilación exhaustiva, sino de realizar un primer
acercamiento a temas y problemas que se pusieron de manifiesto en
esos años, sobre los cuales fuera necesaria mayor reflexión
historiográfica, aun a sabiendas de que el repertorio sería incompleto,
por más que desde el comienzo hayamos intentado ampliarlo.
Dar cuenta del golpe de Estado de 1976 obliga a revisar un proceso
de profundos cambios en la sociedad argentina desarrollados desde la
caída en septiembre de 1955 del segundo gobierno del general Juan
Domingo Perón. La proscripción política del peronismo a lo largo de las
casi dos décadas siguientes, la puesta en práctica de políticas
económicas y sociales de corte regresivo, la debilidad y el quiebre de
un andamiaje institucional democrático incapaz de contener y procesar
reclamos sociales, económicos y políticos, y la permanente presencia
del poder militar como garantía de un sistema fundado en la exclusión
de los sectores mayoritarios de la sociedad argentina se convirtió en el
caldo de cultivo de un proceso de radicalización y violencia fácilmente
reconocible desde finales de los años sesenta y comienzos de la
siguiente década.
Radicalización ideológica, violencia política y sucesivas crisis
económicas y sociales fueron el común denominador en la antesala del
golpe de 1976. Por una parte, la izquierda se diversificó al romper con
su matriz tradicional de cuño soviético y se expandió en una diversidad
de opciones armadas y no armadas. Las primeras consiguieron articular
sectores obreros y estudiantiles que en más de una región interpelaron
un statu quo nutrido de partidos tradicionales, líderes de un peronismo
siempre dispuesto a conciliar con los poderes de facto, altos mandos de
las Fuerzas Armadas y la jerarquía eclesiástica. Por otro lado, la
guerrilla urbana se convirtió en una opción que en poco menos de un
lustro demostró una capacidad operativa que atemorizó a las fuerzas
conservadoras al tiempo que alentó proyectos revolucionarios de
creciente penetración en sectores medios y populares de la sociedad
argentina.
Esta radicalización se incubó en un ambiente de creciente
derechización de los sectores conservadores argentinos. La “doctrina
de seguridad nacional” convirtió en “subversivos” a todo aquel que
impugnara el orden imperante y nutrió las acciones de una
“contrainsurgencia” que no tardó en mostrar su rostro criminal a través
de fusilamientos, torturas y encarcelamiento de opositores. El golpe de
Estado que en 1966 clausuró la corta experiencia constitucional del
presidente Arturo Illia, iniciada en 1963; la sublevación popular de 1969
en Córdoba, que signó la suerte del dictador Juan C. Onganía; el
ascenso del llamado sindicalismo “clasista” y el aumento de las
operaciones armadas de la guerrilla urbana jalonaron un proceso donde
sectores significativos de la sociedad comenzaron a apostar por
proyectos políticos de cuño revolucionario.
En marzo de 1973, con el triunfo del peronismo y el breve gobierno
de Héctor J. Cámpora, cristalizaron buena parte de estas expectativas
de cambio, pero también tensaron hasta el límite el heterogéneo y
contradictorio movimiento peronista que se abanderó tras la figura de
un líder que, tras dieciocho años de exilio, volvió a ocupar la
presidencia en octubre de aquel mismo año. Perón, en los escasos
nueve meses de gobierno que antecedieron a su muerte, fue incapaz
de contener el violento resquebrajamiento de la formación política que
había fundado tres décadas antes. La represión desde las derechas
peronistas contra las corrientes de la propia izquierda -líderes políticos,
sindicales, profesores universitarios, profesionales, artistas, gente del
periodismo y la cultura en general- fue ejercida desde el propio aparato
estatal a través de comandos paramilitares orquestados y financiados
por secretarías de Estado y por funcionarios del gobierno que presidía
Isabel Martínez de Perón. A su vez, las organizaciones guerrilleras
incrementaron sus acciones y golpearon con violencia objetivos civiles y
militares.
Al promediar los años setenta una espiral de violencia política se
desplegó sobre Argentina. Ante una situación cada vez más crítica, los
partidos tradicionales nada pudieron hacer desde un Congreso que
terminó apostando por las Fuerzas Armadas como el supuesto guardián
de una gobernabilidad cada día menos democrática. Los últimos meses
del gobierno de Isabelita transcurrieron bajo la declaratoria de Estado
de sitio y con un ejército habilitado constitucionalmente para combatir la
insurgencia armada y la movilización popular. En marzo de 1976 el
deterioro del gobierno alcanzó su límite, produciéndose entonces el
último golpe de Estado en Argentina.
Entender la especificidad de esta experiencia obliga a considerar la
naturaleza y magnitud de una política represiva que no reconoce
antecedentes en la historia nacional. Una política de aniquilación del
“enemigo interno” fundamentada en miles de asesinatos, torturas,
secuestros y desapariciones. Erradicar la “subversión” fue parte de una
estrategia -diseñada incluso a nivel continental con la llamada
“Operación Cóndor”-, con el pretexto de “refundar” una nación que por
obra del comunismo había abandonado los valores occidentales y
cristianos. Erradicar la “subversión” significó eliminar todo pensamiento
y toda acción tendiente al libre ejercicio de la crítica. El terrorismo de
Estado y sus secuelas de crímenes imprimen perfiles particulares al
régimen militar que encabezó el general Jorge R. Videla. Además, esta
política de exterminio fue el soporte para otro proyecto de largo plazo
compartido con grandes intereses financieros nacionales e
internacionales, particularmente norteamericanos: la completa
restructuración del modelo socioeconómico por medio de la puesta
en marcha de políticas de apertura económica y de privatización de los
bienes de la nación, cuyas consecuencias no han dejado condicionar el
rumbo del proceso político argentino hasta nuestros días.
Al cabo de tres décadas, el golpe de Estado de 1976 sigue hiriendo la
conciencia de millones de argentinos. Seguir el derrotero de esa herida
significa internarse en una senda zigzagueante, con avances y
retrocesos notables. El juicio a las juntas militares en el primer trecho
del gobierno de Raúl Alfonsín se destaca como el más importante
esfuerzo por reconstruir un tejido social horadado por crímenes atroces.
Al promediar los años ochenta, la valentía de las Madres y las Abuelas
de Plaza de Mayo parecía encontrar eco en aquellos procesos
judiciales; sin embargo, el reclamo social expresado en la consigna
“juicio y castigo a los culpables” no pudo detener las presiones y
amenazas militares que condujeron, primero, durante el mandato de
Alfonsín, a las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final y, luego, a
los decretos de indulto firmados por el entonces presidente Carlos
Menem.
En la última década del siglo XX se desplegó una cortina de
impunidad que desde el gobierno de Menem apostó al olvido de los
crímenes cometidos. A la vez, la Argentina transitó por un espejismo.
Una década de estabilidad financiera pareció convencer a no pocos de
que la nación se aproximaba al mundo desarrollado, sin advertir el alto
costo, no sólo en el terreno de la economía y las finanzas, sino también
en lo social y en el terreno de la política, donde la mendacidad
entronizada en la jerarquía gubernamental minó una frágil
institucionalidad democrática. La ilusión tocó fin en 2001, cuando la más
profunda crisis financiera en la historia nacional cimbró a un país
debilitado por fuertes dosis de corrupción privatizadora.
Desde entonces el rostro oculto de una nación empobrecida asumió
un nuevo protagonismo. En las movilizaciones contra la miseria y el
despojo volvió a emerger con renovados bríos el antiguo reclamo de
“juicio y castigo a los culpables”. La derogación de una legislación que
exculpó a los criminales fue el primer paso hacia inaugurar una política
encaminada a castigar a los jerarcas militares y a sus cómplices. Para
estos asesinos la Argentina ha dejado de ser un lugar seguro, alejado
de la justicia internacional que desde hacía años los reclamaba en
tribunales en España, Francia, Italia y Alemania. Sin embargo, la
Argentina resultó no ser, tampoco, un lugar seguro para los
sobrevivientes y testigos en los juicios en curso. La desaparición en
2006 de Julio López, cuyo testimonio resultó fundamental para
condenar a prisión perpetua a un ex policía acusado de tortura y
asesinato, es una muestra evidente de la permanencia de fuerzas
criminales dispuestas a intimidar y asesinar para evitar el merecido
castigo.
A treinta años de la instauración de la dictadura y a poco más de dos
décadas del regreso al orden constitucional, sectores mayoritarios de la
sociedad argentina hoy parecen convencidos de que el imperio de la
justicia es la única garantía para la construcción de una sociedad
democrática. Esto se traduce en la necesidad imprescindible de
enjuiciar y castigar a todos los criminales, pero también de desentrañar
las redes de complicidad que unieron a jerarcas militares, eclesiásticos,
medios de comunicación, ex jueces, sectores del empresariado y de los
partidos políticos tradicionales. A la vez, desde la izquierda ya se
escuchan voces de autocrítica ante estrategias que alimentaron altos
niveles de violencia que con sus llamados a la lucha armada terminó
clausurando opciones y debates políticos.
Si tenemos en cuenta que hoy más de la mitad de los argentinos no
había nacido cuando se produjo el golpe de Estado, el esfuerzo por
mantener vivo el recuerdo de los crímenes garantiza la vigencia del
reclamo por que impere la justicia. En este sentido, el fortalecimiento de
la memoria significa un eficaz antídoto contra la práctica desenfadada y
abierta del terror de Estado que las Fuerzas Armadas argentinas y sus
cómplices instauraron aquel 24 de marzo de 1976.
De estos temas y sus consecuencias tratan los textos que los lectores
tienen en sus manos. El libro contiene once colaboraciones sobre
diversos problemas y temas vinculados con la dictadura, sus causas y
sus consecuencias, preparadas por diversos especialistas.
Naturalmente, no se trata de presentar un panorama completo, sino de
explorar algunos aspectos importantes del complejo desarrollo
argentino en las más de tres décadas que nos preceden.
Los ensayos de Carlos Altamirano y Nora Rabotnikof son sendas
reflexiones sobre la memoria y la historia que abren y cierran,
respectivamente, el volumen. Altamirano propone una revisión histórica
rigurosa y una reflexión crítica de, al menos, cuatro problemas. Se
trataría de reexaminar “la teoría de los dos demonios”, que invoca que
la violencia de unos fue una respuesta justificada ante la de otros; la
limitación pública de la ley para enjuiciar a los autores de todo exceso;
la escasa autocrítica de los actores sobre su responsabilidad en la
escalada de la violencia revolucionaria y la represiva, y, finalmente, la
necesidad de extraer la memoria del ámbito individual, privado, y forjar
una memoria pública que fomente la comprensión y la revisión
sistemática y crítica del pasado reciente. Por su parte, Nora Rabotnikof,
desde su exilio mexicano, analiza con mirada crítica la abundante
producción memorialística en la Argentina y la relación entre memoria y
política en dos vertientes: las “memorias de la política” y las “políticas
de la memoria”. Esto conlleva distinguir entre la elaboración histórica
del pasado y el uso político público, discursivo -institucional o no-, de la
supuesta memoria de lo acaecido y restituir en el marco de los
derechos humanos un discurso ético institucional y recuperando la
memoria de otros pasados. El complejo entramado de la memoria ha
permitido romper complicidades y silencios y, nolens volens, a entender
y a reflexionar más sobre el pasado argentino.
Un tercer ensayo, el de Pilar Calveiro, escrito desde la experiencia,
retoma un tema que la autora ha desarrollado en otras páginas: el de
los campos de concentración como instituciones creadas por el Estado
entre 1976 y 1980. Al examinar estos centros de aniquilación de cerca
de treinta mil hombres y mujeres, Calveiro demuestra con minuciosidad
su funcionamiento, la organización, el terror y otros mecanismos
represivos en esos campos. Que éstos estuvieron en manos de las
Fuerzas Armadas o de las policiales, explica la autora, contribuyó a que
los campos funcionaran como “una maquinaria aparentemente
autónoma”, aunque no desconocida por diversos sectores sociales cuya
complicidad y responsabilidad resultan innegables.
El resto de los textos son estudios monográficos sobre temas y
momentos precisos. Un primer grupo enfoca la efervescencia política y
las movilizaciones obreras y populares en los años previos a la
dictadura. Liliana De Riz se centra en el periodo de 1973 a 1976, es
decir, durante las presidencias de Héctor Cámpora (mayo a octubre de
1973), Juan Perón (octubre de 1973 a junio de 1974) e Isabel Perón
(julio de 1974 a marzo de 1976), y analiza con particular atención la
crisis del peronismo y la actuación de los grupos armados, tanto
Montoneros como los instrumentados desde el poder como la Alianza
Anticomunista Argentina (la Triple A). Mónica B. Gordillo, por su parte,
estudia la movilización obrera en dos regiones industriales, Córdoba y
Santa Fe, a partir de las luchas obreras de 1969, la radicalización
sindical independiente y su eventual confrontación entre 1973 y 1976
con el sindicalismo peronista, hasta su decapitación a partir del golpe
militar de ese año. Daniel Campione examina tres partidos de la
izquierda marxista no guerrillera durante el mismo periodo, aunque para
ello se remonta a la década previa. Señala la estrategia por vincularse
con los sectores obreros y su confrontación con el sindicalismo
peronista, y el eventual fracaso en convertirse en una opción amplia
ante el peronismo de izquierda y la vía armada. A su vez, Gustavo
Morello explora el surgimiento de las izquierdas católicas posconciliares
aglutinadas alrededor de la revista Cristianismo y Revolución (fundada
en 1966) y su choque con la jerarquía eclesiástica, así como la
participación de los jóvenes nacionalistas católicos en la formación de
comandos armados y su eventual convergencia con Montoneros.
En contrapunto con la movilización de las izquierdas revolucionarias
antes del golpe, Ana Gabriela Castellani investiga la relación de los
sectores empresariales que concentraban más capital con las políticas
económicas regresivas instrumentadas desde el gobierno militar por el
ministro Martínez de Hoz. Con el eventual fortalecimiento del vínculo de
esos empresarios con el Estado, en los años de la dictadura un sector
empresarial consolidó en sus manos un enorme poder económico, en
un proceso que la autora denomina “colonización empresaria”.
Por su parte, Victoria Crespo, desde el análisis de las prácticas
jurídicas de la dictadura, examina los ordenamientos legales creados
por el régimen para legitimarse. La autora nos muestra cómo la
jurisprudencia emitida por la Corte Suprema -designada por la propia
Junta Militar- avaló el nuevo orden por encima de la Constitución
vigente, creando lo que la autora denomina la “legalidad dentro de la
ilegalidad”, y respaldó un nuevo orden institucional en el cual el
Ejecutivo ocupaba la cúspide de la jerarquía jurídica.
El estudio de la represión en los años de la dictadura pasa
obligadamente por una de sus facetas menos estudiadas: el exilio de
numerosos argentinos que debieron huir del país para preservar su
seguridad e integridad físicas. Sólo en las últimas dos décadas el exilio
se ha convertido en objeto de debate y de análisis desde diversas
perspectivas: política, jurídica, memorialista y de derechos humanos. En
cambio, Pablo Yankelevich centra su estudio en otras facetas menos
exploradas. Por una parte examina la dispersión geográfica y los
aspectos cuantitativos, socioprofesionales, culturales y organizativos del
exilio argentino. Por otro lado, analiza las diversas estrategias y
experiencias políticas desarrolladas desde la salida hasta la inserción
en los países de acogida, y muestra los mecanismos de solidaridad y
las tareas de denuncia realizadas desde el extranjero, particularmente
por medio de la creación de publicaciones diversas.
Luis Roniger y Mario Sznajder centran su estudio en las violaciones
de los derechos humanos y su legado en los cambios en las prácticas
políticas, jurídicas y democráticas en la Argentina en los últimos años.
Los autores destacan, especialmente, aquellos que han tenido lugar en
los ámbitos jurídicos, educativos, memorísticos, penales e
internacionales en contra de los crímenes de la dictadura. Pero Roniger
y Sznajder van más allá al señalar la pervivencia en distintos contextos
de violaciones de derechos humanos aun después de la vuelta a la
democracia, lo cual constituye un importante reclamo y un llamado de
atención hacia esta asignatura todavía pendiente de resolver en ese
país.
Es inevitable que esta somera recapitulación de las investigaciones
que se recogen en estas páginas no haga justicia a la riqueza de
información y de análisis presente en cada uno de los estudios que el
lector tiene en sus manos. Es cierto que los temas tratados son sólo
acercamientos puntuales a un vasto campo en el cual queda mucho por
explorar. Sin embargo, el propósito de este libro ha sido el de contribuir
desde la distancia mexicana con este esfuerzo monográfico, respetando
el enfoque de cada autor, convencidos de la obligación de recordar,
analizar y profundizar aspectos de un pasado que sólo conociendo y
comprendiendo podrá ser definitivamente clausurado para no repetirse
nunca más.

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