miércoles, 12 de diciembre de 2007

"EXPERIENCIA COMO CONCEPTO OBSERVACIONAL EN LA INVESTIGACIÓN SOBRE COMUNICACIÓN, CULTURA Y GLOBALIZACIÓN" por Juan Miguel Aguado Terrón

Texto tomado del Congreso Internacional “El Futuro de la Comunicación” realizado en la Facultad de Comunicación de Universidad de Sevilla los días 4, 5 y 6 de marzo de 2004


A diferencia de como parece imponer el discurso filo-tecnológico de la tardomodernidad, no es (o no es sólo) la cantidad de información o el conocimiento como procesamiento de datos lo que caracteriza a las sociedades desarrolladas contemporáneas. Ciertamente la noción de información como selección y articulación de codificaciones, tanto como la idea de conocimiento como incorporación funcional de las codificaciones a las operaciones del sistema, constituyen un hito tecnológico que superpone de forma radical las tecnologías de la naturaleza a las tecnologías del sujeto y, de hecho, cumple el proyecto kantiano de codificación del sujeto como machina cognoscens. Sin embargo, creemos que la diferencia constitutiva de la tardomodernidad consiste más bien en las posibilidades formalizadoras que la información y el conocimiento como algoritmos introducen, dentro del marco de la confluencia entre lógica de la transmisión, lógica del almacenaje y lógica de la producción, en el sujeto contemporáneo. Desde luego, aproximarse a nuestro contexto bajo el paradigma de la ‘sociedad de la información’ o de la ‘sociedad del conocimiento’ no deja de resultar paradójico cuando observamos, por ejemplo, los problemas derivados del paroxismo de la acumulación de datos y la profunda crisis de los sistemas tradicionales de representación.

De entre todos los actores sociales, el sujeto individual contemporáneo, pero también el metasujeto colectivo denominado ‘cultura’ –no por casualidad, aquellos menos institucionalizables en su integridad–, no parecen en absoluto favorecidos por el éxtasis de la transmisión. La era de la conectividad, la información y el conocimiento a escala global es también la era del aislamiento, la era del espectáculo y el simulacro. Frente al dominio de la información y el conocimiento en sus acepciones funcional-cognitivistas, se impone un concepto observacional amplio, capaz de dar cuenta de la verdadera transformación de una tardomodernidad que, en definitiva, no supone sino el paroxismo de los supuestos codificadores de la modernidad. La posmodernidad no es así una ruptura, sino un delirio: la posmodernidad es, en suma, sobremodernidad en su sentido más netamente paroxístico, el cumplimiento de un proyecto ético, estético y epistemológico que comenzó en el momento en que el sujeto se soñó a sí mismo simultáneamente como creador y criatura. Ese paroxismo de la modernidad, como han anticipado las fantasías estéticas de las vanguardias del siglo XX (Subirats, 1997), coincide con aquello que Kant sólo se atrevió a soñar en los límites del tiempo y el espacio: la codificación de la experiencia individual.

La idea de experiencia no puede ser circunscrita únicamente al territorio del conocimiento. En el sentido en que lo propone Merlau Ponty (1997), aunque cargando de matices culturales el concepto, la experiencia remite al ser en el mundo, esto es, a la construcción de la identidad de la relación sujeto/mundo. La experiencia, en este sentido, apunta al deseo y a la ocurrencia, al propósito y al evento como polos complementarios sobre los que se articula la tensión sujeto/mundo. Desde una perspectiva psicoanalítica podríamos, pues, describir la experiencia como el lugar en el que el deseo se encuentra con el mundo. La idea de experiencia se dibuja así entre los imprecisos límites de la sensación emocionalmente contextualizada (el goce, en términos lacanianos) y la vivencia (a la vez semantización del goce y contextualización afectiva del sentido). La experiencia es, en suma, el territorio pendiente de revisión en que se encuentran la construcción de la identidad (individual y colectiva) con la naturaleza externa de aquello sobre lo que vivimos. Antecede y subsume al conocimiento en el sentido, precisamente, de que no puede entenderse la cognición humana sin apelar a la experiencia. Más allá de la cognición como codificación de las regularidades en la interacción sujeto/mundo, la experiencia se halla en la base de la memoria identitaria tanto como de la percepción internalizadora del mundo y, por tanto, en la base de la constitución de lo social.

En virtud de su esencialidad en la construcción identitaria, la experiencia individual ha permanecido como horizonte límite en el curso del proyecto moderno que sueña un sujeto artificial en una segunda naturaleza como producto total y acabado. Sin embargo, la experiencia individual se ha mantenido al margen de la lógica codificadora de la ciencia entre otros aspectos debido a su irreductibilidad a la observación externa [1] . Será, sin embargo, la doble lógica industrial y económica de la modernidad tardía la que, en su incursión estética anticipada por las vanguardias y consumada por los media, acabe por doblegar su naturaleza de límite. Tal será la preocupación creciente de no pocos autores asaltados por el estupor ante la naciente cultura de masas en los prolegómenos del siglo XX, bien sea desde sus implicaciones estéticas (Benjamin, Adorno), interaccionales (Simmel), éticas (Agamben) o tecnológicas (Ellul). Si la modernidad había soñado observaciones sin sujeto en la forma de la objetividad científica, la tardomodernidad sueña experiencias sin sujeto en la forma del espectáculo mediático.

Así, para Giddens (1995) la separación espacio/tiempo (en definitiva, su aniquilación mutua en los términos de su complementariedad originaria) constituye el antecedente moderno de lo que hoy supone el síntoma de su paroxismo: el desenclave de la experiencia individual. Si la separación espacio/tiempo/memoria posibilita la universalización, la desubicación de la experiencia se presenta como prerrequisito de la globalización. La codificación de las condiciones de posibilidad antecede necesariamente a la codificación de las prácticas. Conviene en este punto señalar que la lógica expuesta guarda una estricta coherencia con la trayectoria de la industrialización/economización de las prácticas sociales tanto como con la optimización de la información y el conocimiento como conceptos observacionales socialmente validados.

Bajo estos conceptos observacionales, la sociedad moderna se presenta como un complejísimo entramado de relaciones reflejas caracterizado por la regulación de la producción. Para Giddens (1995), Luhmann (1998) o Beck (1998), el problema del riesgo y su solución táctica, la seguridad, a través de redes de confianza, caracteriza el dinamismo de las sociedades modernas, en permanente huída hacia delante en lo que Giddens ha llamado sugestivamente la colonización del futuro (1995:185). Una sociedad en la que el futuro es sistemáticamente presentizado [2] como ámbito de posibilidades contrafácticas (Ibid.) y donde, además, se hace patente la interrelación global, debe resolver unos niveles de incertidumbre tanto a escala individual como a escala institucional jamás alcanzados en otras épocas. La aproximación a los componentes del sistema social como una red de interrelaciones funcionales articuladas sobre el procesamiento de la información no es sino una respuesta a la necesidad de atajar el volumen de complejidad e incertidumbre generados por una dinámica de diferenciación funcional creciente (Luhmann, 1998). La codificación de los procesos permite, en este sentido, reducir la incertidumbre, delimitar las regularidades y, en definitiva, incrementar el control. Sin embargo, la misma dinámica codificadora inserta nuevos niveles de operación en el sistema y, con ello, incrementa la diferenciación funcional. El resultado paradójico es que la absorción de incertidumbre genera mayor complejidad social y, con ello, a la postre, nuevas incertidumbres. La idea de riesgo, además, resulta en este contexto particularmente compatible con el ethos del juego o de la apuesta que demanda la producción mediática del espacio social en su dinámica espectacularizadora. En la sociedad del riesgo (Beck, 1998), en cualquier caso, la cuestión clave no es ya la distribución de la riqueza, sino la distribución del riesgo. Un riesgo cuyo vértice es el punto fijo de la articulación de lo social, el punto donde convergen los flujos que constituyen la dinámica social y que, por ello mismo, ha escapado tradicionalmente a su dominio formalizador: el yo.

En las condiciones características de la modernidad, la regularidad ontológica que se demanda a los sujetos sociales en el plano de la cotidianeidad «supone la exclusión institucional de la vida social de problemas existenciales fundamentales que plantean a los seres humanos dilemas morales de la máxima importancia» (Giddens, 1995:199). Lo que en términos epistemológicos se planteó como la relegación de los criterios éticos y estéticos a la expansión del conocimiento técnico coherente con los presupuestos de la razón instrumental ha terminado constituyendo una red de procesos institucionales de ocultamiento y codificación de la experiencia que, si bien contribuyen al incremento del nivel de seguridad sobre el que sustentar las redes de confianza (normalidad) que sostienen las relaciones de poder, pospone aspectos cruciales de la constitución de la identidad individual.

Lo que Giddens propone como secuestro de la experiencia no es sino la expresión institucional del proceso de codificación del sujeto que ha venido siendo advertida tanto desde el psicoanálisis como desde la teoría crítica o la semiótica. Con todo, para que ese proceso institucionalizador (que tanto Foucault como Simmel simbolizaran en la arquitectura) tenga lugar, es necesaria una previa codificación de la experiencia como condición de posibilidad del simulacro. El secuestro de la experiencia que Giddens apunta en su dimensión institucional alcanza, pues, mucho más allá de ámbitos particularmente definidos de la experiencia individual: constituye el espíritu de un proyecto con ambición totalizadora. Un proyecto al que Baudrillard (1998), Ritzer (2000) o Subirats (1988) atribuyen con matices diferentes el nombre de simulacro. En definitiva, el concepto de simulacro se anticipa como la huella de un proceso que, antes que confiscación, resulta codificación y sustitución de la experiencia. El papel central que juega la tecnología en ese proceso se ha puesto de manifiesto a través de los medios de comunicación (entendidos en el sentido laxo de instancias de producción de la cultura de masas) como dispositivos de mediación tecnológica de la experiencia.

La historia de las sociedades modernas es, más que nunca, la historia de sus dispositivos de gestión y control de la experiencia. Una gestión que, en rigor de la concepción simmeliana de la modernidad tecnoindustrial como formalización de la vida social, demanda la codificación sustitutiva de esa experiencia que había caracterizado la irreductibilidad de la condición individual. El papel de los media como instancia de producción de la cultura de masas excede aquí con creces el de meros mediadores cognitivos para convertirse en instancias configuradoras de la experiencia individual. Más allá de la clásica división tripartita entre prensa, radio y televisión (que responde, precisamente, al predominio cognitivo-informacional), los media constituyen el entramado de recursos simbólico-tecnológicos (cine, música, literatura de consumo, publicidad, arte comercial, cómic, videojuegos, juguetes, moda, turismo…) que, antes que proporcionar una imagen unitaria y coherente del mundo social, la producen en el sentido mismo en que configura su experienciabilidad y, con ella, un nuevo sujeto trascendental forjado en la universalidad de los formatos, los recursos interpretativos y la identificación afectiva de los contextos y las sensaciones (Subirats, 1988).

El paso de la representación al simulacro (Baudrillard, 1998), la hipersimulación en que se constituyen las imágenes de lo social y lo individual, se perfila aquí de forma simultánea como el motor y el resultado de este proceso de formalización y sustitución de la experiencia individual. No se trata, al modo en que lo entienden Giddens (1995) o Thompson (1998), de la mediación de la experiencia como recurso paliativo del moderno secuestro de experiencias existencialmente revulsivas tanto en el nivel social como en el individual [3] . Se trata más bien de que la propia mediación tecnológica de la experiencia individual supone el elemento central de un proceso a gran escala de redistribución de las fuentes sociales e individuales de la experiencia, descentrando (en línea con la advertencia franfurktiana) a la interacción cotidiana del lugar que hasta la fecha había ocupado como núcleo de socialidad –en tanto que acceso al otro– y como base de la irreductibilidad de la experiencia individual. A la postre, el proceso resultante es el de un nuevo sujeto social, esencialmente distinto de aquel sobre el que se construyó el sueño de la modernidad y, sin embargo, descendiente directo de la aplicación de su proyecto epistemológico.

Los dispositivos socioculturales de mediación de la experiencia, en las condiciones de la modernidad que incluyen la tecnificación y economización del mundo social, juegan un importante papel en la confección de redes de confianza destinadas a mitigar la incertidumbre mediante el incremento de la seguridad. En definitiva, la experiencia tecnológicamente mediada contribuye a filtrar el excedente de incertidumbre que debe afrontar una sociedad compleja, con un alto nivel de diferenciación funcional y permanentemente volcada sobre el futuro. La mediación tecnológica de la experiencia, constituye un mecanismo de normalización primero, en el sentido preciso en que genera coherencia entre los relatos identitarios de los sujetos sociales, institucionales, individuales o colectivos; y después, en el sentido en que subordina la experiencia individual a la coherencia respecto de tales relatos. El sujeto es desprovisto de la irreductibilidad de su experiencia en la medida en que ésta aparece como caso particular, subjetivo, epifenoménico de la verdadera naturaleza de las cosas, cuya coherencia viene dada por las condiciones de representación del medio.

El espectáculo se dibuja aquí como la forma tecnológica, productiva y simbólica de una desrealización de la experiencia que demanda, en primera instancia, como requisito epistemológico la desconexión entre el sujeto y el mundo, tanto como la desconexión intersubjetiva. La sustitución del objeto por el signo y de éste por el goce o el deseo marca el camino de desrealización de la experiencia en el terreno de la mercancía. «El espectáculo es el momento en el cual la mercancía alcanza la ocupación total de la vida social» (Debord, 1999:55). Y ello atañe, como habían anticipado Simmel, Lúkacs o Debord, al otro como objeto y al sujeto como espectador.

En las circunstancias de generalización de la acción de los dispositivos tecnológicos, donde la interacción social es sustituida por el ritual mediático, donde el espacio de la interacción social es sustituido por el escenario y donde la acción es sustituida por la contemplación, el valor socializante de la experiencia tecnológicamente mediada se convierte en valor de cambio. La experiencia mediada constituye así un servicio retribuible sobre el que se articula una de las estructuras comerciales dominantes en la sociedad contemporánea: la industria cultural. No sólo consumimos ocio o información. Consumimos y/o distribuimos experiencias mediadas (diversión, miedo, placer estético, vértigo, reflexión, tristeza, conciencia, fascinación, precisión, realidad, y tantas otras). La economización del mundo social alcanza así el ámbito de la experiencia sociocultural del individuo. Desde los teóricos de la escuela de Frankfurt a los críticos de la comunicación herederos de su reflexión (Sfez, 1995; Morin, 1967; Debord, 1976; Mattelart, 1974, etc), se ha advertido que la unión indisociable entre industria cultural y cultura de masas desata un proceso de economización y tecnificación industrial de la cultura que deviene en una radical transformación del mundo social y de la propia constitución del individuo.

La entronización semántica y procedimental de la comunicación en las sociedades modernas transcribe el aporte tecnológico a una cultura en la que, cada vez más, la industria releva a otras instituciones sociales en la producción de experiencias simbólicamente mediadas. Tal es, al fin, el proceso por el que la cultura tecnificada cumple el proyecto epistemológico de la modernidad: en tanto en cuanto la cultura constituye el horizonte de toda experiencia individual, la absorción de aquélla por la esfera de la producción hace viable esa formalización de la experiencia que la ciencia no había podido acometer en virtud de su inoperatividad respecto de los procesos subjetivos no externalizables.

No se trata, sin embargo, únicamente de renovar la vieja sospecha de que, hoy, la construcción del individuo resulta una cuestión esencialmente económica; sino sobre todo de llamar la atención sobre el hecho de que la tecnificación/economización de la experiencia mediada constituye el episodio contemporáneo del proyecto de la modernidad. La experiencia como mercancía cumple las condiciones de la experiencia atribuible a un sujeto universal, formalizado, que no había podido diseñar, con sus solos recursos, la ciencia. El punto de inflexión, en términos lacanianos, lo constituye la fusión entre el signo y el deseo, o, para ser más precisos, el deseo del deseo del otro. El mercado como ámbito de intercambio social de los objetos articulado sobre el concepto de propiedad da así paso al mercado como ámbito de intercambio de los deseos articulado sobre el concepto de acceso (Rifkin, 2000).

El proceso de economización de la cultura y de resignificación comercial de la experiencia individual que caracteriza el último tercio del siglo XX en las sociedades desarrolladas es contextualizado por Ritzer (2000) como un reencantamiento del mundo: si Weber había descrito la modernidad como un “desencantamiento del mundo” por la racionalización instrumental, Ritzer apunta que el epítome de esa racionalidad, la economía de consumo, acaba en la actualidad por recurrir al “encanto” (esto es, a la emoción, la fantasía, la magia, la fascinación) como valor de cambio dominante. De acuerdo con Ritzer (2000) y Rifkin (2000), la ubicuidad del concepto de espectáculo, desarrollando algunas de las tesis de Debord (1976) y Postman (1991), emerge así como síntoma de una doble confluencia: por un lado, cambios tecnológicos (implosión de los espacios públicos en los espacios privados, instantaneidad, supresión de distancias, disponibilidad, atemporalidad, etc) y cambios económicos (sustitución de la relación comprador-vendedor por la relación proveedor-usuario, desplazamiento del Estado como macro-sujeto económico, ingreso en el mercado de públicos jóvenes, infantiles y de la tercera edad, disponibilidad presente del capital futuro, etc); y, paralelamente, cambios en los modos del consumo (consumo global, centralización espacial y descentralización temporal del consumo, sustitución de la propiedad por el acceso, consumo de simulacros, virtualización, ampliación de las edades de consumo, etc.) y cambios socioculturales de base (reconceptualización de la idea de individuo, virtualización de la relación individuo-colectividad, virtualización de la relación yo-otro, valorización del disfrute, presentización del futuro, etc).

Tal y como ha apuntado Subirats (1988:84), los conceptos de espectáculo y simulacro se superponen en la dimensión experiencial de la imagen. La instauración de los media como tecnologías de la experiencia a través de la visión no es ajena, por tanto, a una concepción epistemológica de la imagen como acceso a la realidad cuya conformación cabe trazar desde los clásicos griegos hasta la cultura popular de nuestros días. La naturaleza peculiar de la imagen es así, precisamente, la de un signo disfrazado de significante, y, por ello mismo, la de una estructura que involucra simultánea e integradamente la experiencia sensorial y la experiencia simbólica, la simulación de la percepción de la realidad y la representación contextual del sentido. En tanto la imagen presenta y representa al mismo tiempo, constituye el material idóneo para la producción de simulacros. En este contexto conviene enclavar la fascinación producida por las primeras tecnologías de reproducción realista de la imagen (desde la magia catóptrica de la lucerna mágica o la cámara obscura en el siglo XVII hasta el diorama, el kinetoscopio o el cinematógrafo en el XIX), así como los usos espectaculares con que se caracterizaron dichas tecnologías a lo largo del siglo XIX, más próximos a la feria, el circo o la prestidigitación que al arte dramático (Darley, 2002). La naturaleza hiperreal que estas tecnologías acabarán por otorgar a la imagen constituye el punto de apoyo de su doble condición en los media actuales: como simulacro (esto es, como ante-presentación sustitutiva de la realidad) y como espectáculo (esto es, como puro goce experiencial).

Con la imagen artificial como materia prima, la idea de simulacro trasciende la de representación para sustituirla. La pretensión ilusionística e hiperreal es consustancial al simulacro: aquella copia de la realidad que deviene fuente de la condición de realidad misma y, por tanto, la relega a la categoría de epifenómeno. He aquí la diferencia radical entre la representación y el simulacro: la representación media efectivamente la experiencia del mundo vivido; el simulacro, sencillamente, la sustituye. Por ello, la representación se constituye sobre el principio de exclusión del sujeto perceptor fuera del mundo representado, mientras el simulacro se constituye sobre el principio de inmersión del sujeto perceptor en el universo representado. Las tecnologías electrónicas de la mediación han hecho posible el salto cualitativo de la inmersión del sujeto, por lo que la idea de mediación desaparece. Y es en este punto donde la idea de experiencia adquiere todo su valor económico y epistemológico. La experiencia tecnológicamente mediada ya no es, propiamente, experiencia en el sentido de vivencia individual irreductible, ni mediada en el sentido de cognitivamente estructurada. La superposición operada sobre el argumento de la hiperrealidad accesible (epítome de la ‘autenticidad’) aparece magistralmente expresada en el slogan de un spot publicitario reciente: «Algún día vivirás todo esto –reza la voz en off después de mostrar en imágenes sincopadas un conjunto de experiencias asociadas al producto–, pero nunca será tan auténtico como ahora».

Las reflexiones que apuntan hacia la vinculación entre media y simulacro hacen hincapié tanto en la naturaleza técnica como en su estructura simbólica: La ya mencionada disolución del tiempo en la redundancia o en el ‘tiempo real’ del instante como correlato de la presencia; la disolución del espacio de identificación en los cortes, la serialización y la recontextualización superpuesta de los sentidos y de sus condiciones de enunciación/interpretación; la estandarización de los relatos y las descripciones como requisito de accesibilidad interpretativa; la banalización o, por el contrario, la magnificación como recursos espectaculares; la fusión entre realidad y ficción (o, para ser más preciso, entre la representación de la realidad y la representación de la representación de la realidad) y, en definitiva, la concatenación fragmentaria de las voces, las imágenes y los relatos conforme a los patrones técnicos y semánticos del medio, constituyen sólo algunos de los lugares comunes sobre los que la producción mediática ocupa su lugar en la vida cotidiana del individuo contemporáneo (Subirats, 1997; Abril, 2003).

Si lo característico del simulacro es convertir a la representación en condición de realidad, lo característico del espectáculo es convertir el goce en condición de verdad. El resultado es la instauración de una realidad como goce. De ahí la compulsión devoradora de las imágenes: el deseo de mostrar que caracteriza al simulacro mediático y su contrapartida en el deseo de ver que caracteriza la condición espectacular del sujeto-espectador se constituyen sobre la doble naturaleza de la imagen, como realidad y como signo, como sensación y como expresión. La hipervisibilidad televisiva (Imbert, 1999; 2002) o la profusión de cámaras como dispositivos de control son sólo ejemplos de una dinámica global que culmina con la absorción del espacio privado (la pantalla del ordenador convierte nuestra habitación en aula, autopista, cafetería, centro comercial, ministerio público, museo, sala de subastas o biblioteca) y la sustracción del espacio público a la interacción social entre individuos (el cibercafé o el despacho se transforman en lugares de múltiples intimidades aisladas a través del chat y del acceso singular a las imágenes y textos; la política se formaliza en representaciones estereotipadas y fijas donde la inmediatez y el impacto sustituyen a la copresencia y la copresencia sustituye a la participación; y las comunidades virtuales se homogeneizan para dar cabida sólo a sujetos preformateados conforme a idénticos rasgos identitarios, ya sean gustos, aficiones, posiciones ideológicas, necesidades informativas o afectivas…). El papel que juega la imagen en este proceso no es, pues, ni meramente técnico, ni únicamente simbólico; es, sobre todo, social: «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas mediatizada por las imágenes» (Debord, 1999:38).

El paisaje resultante recuerda en mucho a la idea del mundo como ficción total que, desde la caverna platónica o el dualismo gnóstico al teatro calderoniano y la estética barroca de la contrarreforma, instituyen el carácter sagrado de una realidad inaccesible a la experiencia individual, determinante, por un lado, de la ritualización (valga decir codificación) del acceso a esa realidad como sacrum y, por otro, de la concepción contemplativa (valga decir pasiva) de los sujetos individuales (Subirats, 1997; Abril, 2003). La dimensión espectacular del medio y la subsiguiente transformación de la mediación en sustitución de la experiencia, invierten asimismo la concepción cognitiva y/o hermenéutica de las teorías de la construcción social de la realidad: desterrada la experiencia individual y la interacción cara a cara como base de la vida social, sustituida la participación activa por la contemplación extática, la idea de que el imaginario sociocultural se constituye en un proceso de negociación significante entre los sujetos sociales cede su lugar a la idea de que el imaginario colectivo se autoconstituye sobre las cenizas de una acción comunicativa desterrada del espacio social (Subirats, 1997:161-162).

La pertinencia de trocar la información y la cognición (fuentes de la acción comunicativa habermasiana tanto como de la concepción sistémica de la interacción) por la experiencia como concepto observacional del medio, no hace, pues, sino transponer la sustitución del relato por el espectáculo, o la de la representación por el simulacro. En definitiva, la crisis por hipertrofia de la cualidad representacional del relato en las culturas mediáticas –por su profusión, fragmentación, carencia de clausura, banalización, etc.– aparece como síntoma de una crisis simbólica sin precedentes. Una crisis simbólica que, inevitablemente se hace explícita en las condiciones de producción de la identidad individual y colectiva.

Cualquiera que sea el enfoque adoptado, las condiciones sociales y culturales de la experiencia individual, en tanto remiten, por un lado, al imaginario sociocultural que establece las posibilidades de producción y reproducción de sentido y, por otro, a la configuración de las identidades individuales y colectivas, constituyen una muestra sintomática de la forma en que se realizan los procesos sociales. A cada tejido social, en virtud de la naturaleza de las interacciones dominantes y de las trayectorias prevalentes de su imaginario sociocultural, le corresponde un sujeto social característico en tanto que viable. No se trata, pues, de apuntar tanto una formalización del sujeto como algoritmo resultante de las condiciones sociales de la interacción, como de señalar en qué medida las prácticas socioculturales realizan efectivamente unas determinadas condiciones de posibilidad de la identidad y, al mismo tiempo, cómo esa forma de identidad prioritariamente posible sienta las condiciones de posibilidad de las prácticas socioculturales que la engendran.

Es, precisamente, en este sentido en el que se viene proponiendo la convergencia de las lógicas económica, epistemológica y tecnológica de la cultura occidental moderna como marco de transformación de las condiciones de producción de identidades individuales y colectivas (Touraine, 1993). Una transformación que, en la línea inaugurada por aquellos que asistieron a principios del siglo XX al nacimiento de la cultura de masas, aparece caracterizada por un proceso de formalización en cuyo vórtice se halla la idea de experiencia. Ésta se presenta como el contexto en que la identidad individual y la memoria histórica se integran en el dispositivo social de naturaleza a un tiempo tecnológica y económica que son los media: los medios electrónicos se prefiguran como la encarnación procedimental de la modernidad –construida sobre las ideas de individuo, racionalidad y proporcionalidad– que, al viabilizar el sueño de un sujeto trascendental, generan una segunda naturaleza colectiva e individual con fuertes connotaciones contraproductivas. En ese exceso parece encontrarse la sensación de fractura que caracteriza a la reflexión posmoderna.

En virtud de la colonización de la experiencia individual que los define, las condiciones que el simulacro y el espectáculo mediáticos imponen a la identidad del sujeto contemporáneo son, a grandes rasgos, las de una actitud contemplativa: el sujeto mediático es, en esencia, un sujeto espectador. La naturaleza del espectador es la de una pulsión escópica –en el sentido lacaniano de apropiación visual del objeto como deseo– que se agota en sí misma, que se vierte hacia fuera y, en definitiva, otorga al sujeto su condición delegatoria en cuanto propone la construcción de identidad sobre la identificación y la proyección antes que sobre la realización. El medio deviene así no sólo vía permanente y excluyente de acceso individual a un simulacro de entorno social, sino, por ello, vía de acceso del sujeto a sí mismo en tanto que parte de ese entorno social –sujeto mediático– y en tanto que instancia de experiencia tecnológicamente mediada. «La conciencia moderna es, en primer lugar, un sujeto virtual negativo. Es un yo que contempla el mundo y se contempla a sí mismo como otro» (Subirats, 1997:206).

En este sentido no parece casual la genealogía etimológica que identifica Narciso como raíz de narcosis (Gubern, 2000:45). Pasividad, descentramiento, externalización y autonegación se perfilan como los caracteres del individuo espectacular como espejo de su yo mediático. El espectáculo, en tanto que seducción, se revela aquí como una forma de poder: la seducción, como ha señalado González Requena (1995), es la exhibición de la capacidad de satisfacer un deseo y, al mismo tiempo, la promoción de ese deseo. El espectáculo es, pues, una tecnología del sujeto por la vía de la sustitución experiencial (simulacro) y una tecnología del poder por la vía de la seducción fascinadora: el poder sobre la mirada del otro, cuando ese otro se construye sobre su mirada, es un poder con ambición totalizadora.

No extraña así que la cultura mediática evolucione hacia una característica claustrofilia (Gubern, 2000:155) definida por la implosión del espacio público en el espacio privado, por la anonimización de las interacciones codificadas y por la subordinación de la interacción social al goce espectacular. El sujeto urbano se recluye voluntariamente en nichos tecnológicos (el automóvil, el despacho, la casa) caracterizados por la multifuncionalidad y la conectividad, al tiempo que reproduce los entornos perdidos en su nostalgia estética (las plantas o los cuadros como memoria del entorno natural, las antigüedades y la rusticidad del mobiliario como melancolía de formas de vida), en las posibilidades técnicas (la conectividad como posesión controlada de la plaza pública), o en los productos culturales (las novelas como sustitutivos del viaje, la música folk como fantasma de un otro cultural inaccesible). La claustrofilia actúa, además, como garantía del control de la distancia y el anonimato en el ejercicio de la pulsión escópica, de modo que se reproduce en los espacios abiertos y en los trayectos (el viaje turístico es un ‘preparado’ icónico-simbólico que recuerda a una mezcla del museo con el relato de viajes decimonónico, pasada por el tamiz de la comercialización en masa). La claustrofilia deviene así la condición de representabilidad y, en consecuencia, maximiza las tecnologías de la memoria: nuestro viaje al caribe mexicano, codificado en un recinto ad hoc, es vivido a través del visor de la cámara, que, de hecho, reproduce lo que viviremos del viaje en la pantalla de nuestro salón, improvisado templo de la realidad donde el registro corresponde a la vivencia.

El resultado de la confluencia entre espectáculo y simulacro no es sólo la vivencia del yo como otro, al modo de una proyección sin punto de partida, sino, por ello mismo, la supresión del otro como sujeto en beneficio de una otredad subordinada a la propia vivencia. La experiencia del otro desaparece del mundo social y, con ella, la interacción sobre la que éste se constituye. El medio deviene así metáfora del otro –antigua fuente de experiencia vivida– y el rito del medio –su contemplación, su interpretación– sustituye al rito-con-el-otro como rito social preferente.

La incorporación de la experiencia como concepto observacional en la investigación del nexo individuo/medio/colectividad, bien sea desde la perspectiva de una macro-sociología de ambiciones holistas, bien desde una indagación sobre los fundamentos del sentido y la narrativización como fuentes identitarias, viene a continuar la intensa preocupación por el lugar del sujeto en la sociedad posindustrial que maracara ya desde principios del siglo pasado la propuesta filosófica, semiótica y culturalista. No es, tampoco, casualidad, que la deriva de la reflexión sobre la tecnología, desde Ellul al grupo de Canadá y sus continuadores, coincida en arribar al punto ciego de la experiencia, como tampoco lo es que todos ellos coincidan, de forma a veces inintencionada, en construir con esa reflexión un retorno a la diagnosis del proyecto de la modernidad.

La idea de experiencia pone en juego, además, un marco conceptual idóneo para la transdisciplinariedad, asentando unas condiciones sin precedentes para el encuentro entre las aportaciones de la psicología cognitiva, la psicología social, la sociocibernética y las perspectivas críticas de la teoría de sistemas con la tradición filosófica y sociológica culturalistas de raigambre europea. No es menos cierto, sin embargo, que la idea de experiencia hace explícitos (e introduce de lleno en el estudio de los medios) problemas epistemológicos que hasta hace poco era únicamente discutidos en el territorio de la filosofía y la sociología de la ciencia, imponiendo una necesaria revisión de las teorías de la observación en la línea apuntada por von Foerster (1981) y Varela (1997). Parece, en cualquier caso, urgente completar la articulación explicativa de los procesos sociales e individuales desde la mediación comunicativa sobre la perspectiva instrumental organizada en torno a las ideas de transmisión e información como ejes de la cognición con la aportación de la perspectiva experiencial que presupone la disolución entre acción y cognición e introduce, finalmente, de lleno al observador en el mundo observado.



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[1] La fenomenología husserliana o el psicoanálisis constituyen en este sentido intentos de reconciliar la irreductibilidad de la experiencia individual con la observación externa que, sin embargo, desembocan por diferentes vías en el cul de sac epistemológico de la legitimación auto-observadora (Varela, 1997).

[2] La ubicuidad de lo ‘nuevo’ y lo ‘actual’ en la productividad tardomoderna no deja de resultar una transcripción simbólica e incluso axiológica de esa compulsión presentizadora: enunciado respecto de un producto o un acontecimiento, ‘nuevo’ viene a significar ‘futuro hecho presente’. La gestión de la obsolescencia de productos y servicios así como el sistema financiero que permite, de facto, hacer presente el capital futuro (Ritzer, 2000) forman parte de esa ‘implosión’ del tiempo social a que se refiere Giddens.

[3] Ambos autores coinciden en atribuir a la experiencia mediada (en especial a través de los medios y tecnologías de la comunicación) una función de placebo que consistiría en llenar aquellos huecos existenciales que la confiscación institucional de la experiencia produce en el individuo contemporáneo. Así, por ejemplo, las representaciones mediáticas de la sexualidad, la violencia, el crimen o la naturaleza vendrían a sustituir de forma segura y ordenada la experiencia efectiva de esos ámbitos de la socialidad particularmente generadores de incertidumbre.

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