sábado, 15 de diciembre de 2007

“Cuando hablás está menos oscuro” por Silvia Bleichmar, psicoanalista (1944-2007).

La diferencia entre “sujeto ético” y “sujeto disciplinado”; una polémica reformulación del complejo de Edipo; la observación de que un mensaje puede no tener emisor pero debe, y es crucial, tener destinatario: estas y otras ideas dejó planteadas Silvia Bleichmar, quien, a los 62 años, murió el miércoles de la semana pasada.


En Estados Unidos ya diagnostican un “síndrome de desobediencia infantil”: no se rían, se establece según pautas que miden la desobediencia y, entonces, una potencial “personalidad delictiva”. En Francia, la derecha francesa propicia una ley por la cual, en los jardines de infantes, debería haber veedores que midieran la violencia de los niños, y entre los parámetros a medir están: “desobediencia” y “rebeldía”. Hace unos días recibí un material que el Ministerio de Educación rescató de sus archivos de la época de la dictadura, un material de trabajo que se enviaba a las escuelas, para directores y maestros, con pautas sobre “la subversión”: hay un capítulo dedicado al jardín de infantes. Allí se advierte que la literatura marxista fomenta la desobediencia y la rebeldía en los niños, y termina así: “No se observa accionar directo de captación de las fuerzas subversivas en los jardines de infantes”.

Nuestro problema es contraponer el sujeto ético al sujeto disciplinado: el sujeto disciplinado no es el sujeto ético. En una asesoría que me pidió el Ministerio de Educación, para el Observatorio de Violencia Escolar, sobre el tema de los límites, yo dije que no hay que discutir ya sobre los límites, sino sobre las legalidades que constituyen al sujeto. El problema no está en el límite; está en la legalidad que lo estructura. Y hoy podemos volver a pensar cómo se constituye un sujeto que, inscripto en legalidades, sea capaz de constituir, más allá de esas legalidades, la ética. Me refiero a la construcción del sujeto ético.

El concepto de Edipo debe ser repensado en términos del modo por el cual cada cultura pauta el acotamiento de la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto. En este sentido, la problemática ética no pasa por la triangulación ni por las relaciones de alianza, sino por el modo como el que el adulto se emplaza frente al niño en su doble función: inscribir la sexualidad y, al mismo tiempo, pautar los límites, no de la acción del niño, sino de su apropiación sobre el cuerpo del niño.

Para que surja la sexualidad infantil, debe haber inscripción libidinal en el cuerpo. La palabra, en tanto significante, es secundaria a las primeras inscripciones que, aunque del lado del adulto operen atravesadas por el lenguaje, se sitúan más allá de los modos con los que el discurso del adulto puede representárselas: aluden a aspectos de la sexualidad inconsciente que exceden, en sus modos de realización, las funciones primarias que hacen a la autoconservación del niño. Entonces, la primera función del otro es una función de inscripción sexual: el otro, bajo la idea –desde el punto de vista de su propio clivaje psíquico– de que sólo produce un cuidado de la vida del otro, introduce acciones que propician la inscripción de la sexualidad. Y aquí ha de hacerse presente la ética, en el sentido que plantea Emmanuel Levinas, como “reconocimiento de la presencia del semejante”: el semejante inscribe una ruptura en mi solipsismo, en mi egoísmo; el cuerpo del niño es acotado como lugar de goce en la medida en que el adulto expresa al niño el amor en los términos de la ética, vale decir, el amor sublimatorio capaz de tener en cuenta al otro, de considerar al otro como subjetividad.

Así, la cuestión de la ética empieza por el modo en que el adulto va a poner coto a su propio goce con relación al cuerpo del niño. En los cuidados que realiza va a inscribir el orden de una circulación que, siendo libidinal, no es puramente erógena sino que, además, es organizadora. Y esta forma de operar del adulto con el niño es la base de todos los “motivos morales”, como escribió Freud en Proyecto de una psicología para neurólogos. El niño llora porque tiene malestar, porque siente displacer: para que su llanto se torne mensaje, es necesario que haya otro humano capaz de recibirlo y transformarlo en algo a lo que hay que responder. Actualmente, en Estados Unidos hay una corriente de crianza que plantea no responder al llamado del niño: como una forma de educación, de no crear dependencia, de evitar la esclavización del adulto por el niño. Pero, ante la ausencia de respuesta, el mensaje interhumano no se constituye. Jaime Tallis, especialista en neuropediatría, presentó hace unos años un video donde se veía un bebé que lloraba y la madre no le respondía: durante un rato, el bebé lloraba cada vez más intensamente; pero, al final, dejaba de llorar y se abstraía.

Esto muestra cómo el mensaje no se puede constituir si no hay un destinatario. Un mensaje puede no tener emisor: si llueve y yo entiendo que es una bendición de Dios, no necesariamente Dios me mandó ese mensaje. Pero el mensaje no se constituye si no hay alguien que lo reciba, es decir, que lo decodifique. Esta decodificación será una interpretación, que el receptor hará, no sobre ninguna regla sino sobre la base de su propio deseo o su propia angustia. En el caso del bebé, ha de haber un adulto que codifique el llanto: “Tiene hambre” o “Tiene frío”. Una señora me contaba: “Yo lo tuve en mi cuarto hasta el año y medio, porque me daba miedo que tuviera frío, pobrecito, de noche...”; por estar en el mismo cuarto, él debiera tener menos frío, como si la proximidad de los cuerpos resolviera la cuestión. O bien, el personaje de Freud, que, en Inhibición, síntoma y angustia, decía: “Tía, hablá, que cuando hablás está menos oscuro”.

De todas maneras, lo que nos interesa de esto es la codificación, en términos de transcripción al lenguaje de las necesidades biológicas. En rigor, el bebé no tiene hambre: tiene algo que podríamos denominar displacer, malestar: uno lo nombra como “hambre”. Lo que el bebé tiene son sensaciones, que pueden ser codificadas de manera bizarra. La madre de uno de mis primeros pacientes psicóticos, cada vez que él bostezaba, le decía: “¡Julito, ¿tenés hambre?!”. En realidad, la interpretación era tan bizarra como la que podía enunciar yo: “No, está angustiado”. Se supone que uno bosteza cuando tiene sueño, no cuando está angustiado ni cuando tiene hambre. Mi interpretación era tan abstrusa como la de ella, pero con la diferencia de que estaba basada en una teoría, mientras que la de ella era libre.

Volviendo a la función del otro: esa codificación del mensaje genera la primera forma del intercambio; si ustedes quieren, la primera forma sublimatoria del intercambio. Si, cuando el bebé llora, el adulto está muy desorganizado o atravesado por angustias muy intensas, puede darle algo que no corresponde, puede darle algo que lo perturbe gravemente. Muchas madres borderline, o bajo situaciones desbordantes, les dan de comer a su bebé permanentemente, cada vez que llora. Con lo cual articulan circuitos que a su vez producen malestar en la pancita y entonces el bebé llora cada vez más seguido. En algunos casos, la madre no tiene mucha idea de cuánto tiempo pasó entre una mamada y otra o entre un biberón y otro. Una madre psicótica le daba al niño una mamadera con leche demasiado caliente: el bebé gritaba y lloraba y ella se desesperaba porque el bebé no comía. La temperatura del biberón era como la del café que ella tomaba: no podía advertir la diferencia entre ella y el niño y creía que era la temperatura adecuada. Acá se plantea una cuestión: la imposibilidad de ver al otro como un sujeto con necesidades diferentes a las que uno tiene.

Esto concierne a la cuestión del narcisismo. Estamos demasiado habituados a pensar que el narcisismo es simplemente especularidad o prolongación de uno mismo. En el caso de la madre, o del adulto que tiene a cargo al bebé, se trata de un narcisismo de objeto. El adulto realiza un reconocimiento especular en términos ontológicos: “Este es de mi especie”. Es cierto que, muchas veces, la categoría de “semejante” no abarca a toda la humanidad, pero en general abarca a los hijos. En general, pero no siempre: en algunos casos de psicosis de niños vemos que el chico ha sido tratado como un animalito, como un ser biológico: falta la proyección sobre el bebé, no sólo de su potencialidad, de lo que debe llegar a ser, sino de lo que es. Porque, en realidad, la atribución que se hace no es a futuro sino en presente: la atribución empieza en el embarazo, con el encubrimiento del carácter de masa biológica que tiene el bebé y con la representación que la madre se hace de la cría: la madre no se representa el bebé en la panza como un pedazo de carne sanguinolenta, sino como un bebé, con escarpines, osito. Y esto es irreductible a la ecografía.

Cuando empezaron las ecografías, yo pensaba que iban a desbaratar el imaginario, pero la gente se pone a ver la ecografía como si viera ya las imágenes del bebé: “¡Mirá cómo se da vuelta! No quiere que lo vean...” “¡Mirá cómo se tapa el pito!” “Uy, éste te va a volver loca: mirá cómo mueve las piernitas”. No es solamente una atribución a futuro, sino una enorme capacidad de la imaginación creativa, de la imaginación radical –en términos de Castoriadis–, para producir algo en el lugar donde no está: vale decir, producir una proyección. Y esta proyección no tiene el contenido patológico o defensivo que aparece clásicamente en psicoanálisis, sino que es constitutiva. La diferencia con la proyección patológica es que está dada por los enunciados de cultura, que, así, permiten articular la representación de lo imaginario.

De modo que, en los primeros tiempos de la vida, esa mirada narcisizante del otro, que ve totalidades, es lo que precipita ontológicamente al sujeto. En el cuerpo como objeto de goce, se trata de parcialidades. Y esto concierne, después, a los modos de derivación de la sexualidad adulta. La idea de que lo parcial tiene que ver con lo perverso sigue siendo válida: no por el empleo de zonas erógenas que no sean las genitales, sino por la manera de percibir desubjetivadamente el objeto de goce que, entonces, pierde sus rasgos de humano. Hablaremos entonces de modos desubjetivantes con ejercicio perverso, no importa que la relación sea heterosexual o incluso genital: lo que la define es la subjetividad en juego; la posibilidad, o no, de subjetivación del otro.

Esto ocurre también en los comienzos de la vida. Y se refiere a la fuente de toda constitución posible del sujeto ético. En la medida en que se produce un reconocimiento ontológico y, al mismo tiempo, una diferenciación de necesidades y un reconocimiento de las diferencias, el sujeto no queda capturado por una sexualidad desorganizante inscripta por el otro, sino que comienza a inscribirse en un entramado simbólico que lo desatrapa, tanto de la inmediatez biológica como de la compulsión a la que la pulsión lo condena.

* Texto extractado de la clase Nº 1 del Seminario “La construcción del sujeto ético”, dictada el 10 de abril de 2006.

No hay comentarios: