martes, 6 de noviembre de 2007

"KOSOVO Y EL FIN DEL ESTADO-NACIÓN" por Václav Havel




La intervención de la OTAN en Yugoslavia plantea un problema de derecho internacional. Para Václav Havel, el dramaturgo y presidente de la República Checa, al fin los nuevos tiempos supeditan la preponderancia jurídica del Estado nacional a los derechos de sus habitantes.
El siguiente es el discurso que el presidente Václav Havel dirigió al Senado canadiense y a la Cámara de los Comunes en Ottawa, el pasado 29 de abril. El bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia estaba entonces en su sexta semana. La República Checa, junto con Polonia y Hungría, se había convertido recientemente en miembro de la alianza; en Praga, sin embargo, el bombardeo no era bien visto: según encuestas recientes, sólo lo apoyaba el 35% de la población. El primer ministro checo, Milos Zeman, comparaba el conflicto con "cavernarios tirando piedras" y preguntaba si la República Checa se había unido a la OTAN para protegerse de Yugoslavia. Más aún, el gobierno checo vacilaba en enviar tropas terrestres a los Balcanes. Havel calificó públicamente de "vergonzosa" la falta de compromiso de su gobierno.
En su discurso al Parlamento canadiense, traducido aquí, Havel ofrece una explicación razonada de su apoyo a la OTAN. Pero es más que eso: a la vez que los comentarios de Havel reflejan su propia postura, también conducen a discusiones que tuvieron lugar en los meses anteriores en el interior del Ministerio Checo de Asuntos Extranjeros (tanto el ministro actual, Jan Kavan, como su ministro diputado, Martin Palous, son veteranos en la lucha por la democracia en Checoslovaquia) sobre cómo convertir las lecciones de la experiencia de su país con el totalitarismo en una fuerza moral para el mundo posterior a la Guerra Fría. Estas discusiones establecen una clara distinción entre "intereses nacionales" y el principio, más elevado, de los derechos humanos. Cuando el apoyo a los derechos humanos es visto como una herramienta —esto es, como un simple recurso utilizado en la búsqueda de un interés nacional más amplio—, trae consigo, en el mejor de los casos, una puesta en práctica inconsistente y a menudo inefectiva. Para Havel, la guerra en Yugoslavia es un parteaguas en las relaciones internacionales: es la primera vez que los derechos humanos de una comunidad —los albaneses de Kosovo— están, de manera inequívoca, en primer lugar.— Paul Wilson Todo parece indicar que la gloria del Estado-nación como culminación de toda historia de comunidad nacional, así como su alto valor terreno —el único, de hecho, en nombre del cual se permite matar o por el que se espera que la gente muera— ya ha dejado atrás su punto más alto.
Parecería que los esfuerzos iluminadores de generaciones de demócratas, la terrible experiencia de las dos guerras mundiales —que tanto contribuyeron a la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos— y el desarrollo de la civilización han obligado por fin a la humanidad a reconocer que los seres humanos son más importantes que el Estado.
En este nuevo mundo, la gente —sin importar las fronteras— está conectada de millones de maneras distintas: a través del intercambio, las finanzas, la propiedad y la información. Tales relaciones traen consigo una amplia variedad de valores y modelos culturales que tienen validez universal. Aun más: es un mundo en el que la amenaza hecha a algunos tiene un impacto inmediato en todos los demás; en el que, por muchas razones —sobre todo los enormes avances en la ciencia y la tecnología—, nuestros destinos individuales se están fusionando en un destino único; en el que todos nosotros —nos guste o no— debemos comenzar a asumir responsabilidad por todo lo que ocurre. En tal mundo, el ídolo de la soberanía estatal debe desaparecer inevitablemente.
De forma clara, el amor ciego por el país propio —un amor que no reconoce nada más allá de sí mismo, que perdona todo lo que el país propio hace sólo porque es el país propio, pero rechaza todo lo demás sólo porque es diferente— se ha convertido necesariamente en un anacronismo peligroso, en una fuente de conflicto y, en casos extremos, de inmenso sufrimiento humano.
Creo que en el próximo siglo la mayoría de los Estados dejarán de ser entidades idolatradas y cargadas de emoción para convertirse en entidades mucho más simples y más civilizadas, en unidades administrativas menos poderosas y más racionales que representarán sólo una de las maneras, complejas y compuestas de muchos niveles, en las que está organizada nuestra sociedad planetaria.
Con esta transformación, la idea de la no intervención —la idea de que no nos concierne lo que sucede en otro país o si los derechos humanos están siendo violados ahí— deberá también desaparecer por el escotillón de la historia.
¿Pero qué sucederá con las muchas funciones que ejerce actualmente el Estado? Revisemos primero el rol emocional que éste juega en nuestras vidas. En mi opinión, el Estado debe ser redistribuido entre los otros aspectos que conforman nuestra identidad. Con esto me refiero a los distintos niveles de aquello que percibimos como nuestro hogar y nuestro entorno natural: nuestras familias, las compañías para las que trabajamos, las comunidades en las que vivimos y las organizaciones a las que pertenecemos, así como nuestra región, nuestra profesión, nuestra Iglesia, a lo largo de nuestro continente e incluso nuestra Tierra, el planeta que habitamos. Todos éstos son los diferentes contextos en los que se forman nuestras identidades y en los cuales vivimos nuestras vidas. Y si nuestro vínculo con el Estado, que se ha hipertrofiado tanto, se debilitara, entonces debe ser debilitado en formas que beneficien a todos los otros niveles de nuestra identidad.
Las responsabilidades prácticas del Estado —sus poderes legales— pueden sólo transmitirse en dos direcciones: hacia abajo o hacia arriba. Hacia abajo, a las organizaciones no gubernamentales y las estructuras de la sociedad civil; hacia arriba, a las organizaciones regionales, transnacionales y globales. Esta transferencia de poderes ya ha comenzado y, en algunos casos, ha recorrido un largo camino. En otras áreas está menos avanzada, es claro que este proceso está en desarrollo, y que debe continuar avanzando en ambas direcciones.
Si los Estados democráticos modernos usualmente se definen tanto por sus cualidades como por su respeto a los derechos y libertades humanas, por la igualdad de la que gozan sus ciudadanos y por la existencia de una sociedad civil, entonces la condición hacia la cual la humanidad se dirigirá —y deberá hacerlo en interés de su propia sobrevivencia— probablemente estará caracterizada por un respeto universal o global por los derechos humanos, por la igualdad cívica universal y la aplicación de la ley, y por una sociedad civil global.
Uno de los mayores problemas en la creación de los Estados-nación fue su delimitación geográfica y el delineamiento de sus fronteras. Muchos factores —étnicos, culturales, geográficos y militares— estaban en juego.
La creación de comunidades regionales y transnacionales más grandes en ocasiones cargará el lastre de estos mismos problemas, algunos de los cuales serán heredados de los Estados-nación participantes. Sin embargo, debemos hacer todo lo posible para garantizar que la evolución lejos del dominio del Estado-nación no sea tan dolorosa como fue en nuestra historia la creación misma de esos Estados-nación.
Permítanme darles un ejemplo. Canadá y la República Checa son ahora aliadas porque ambos países son miembros del Tratado del Atlántico Norte. Esta es la consecuencia de un proceso histórico importante: la expansión del Tratado con el fin de incluir a los países de Europa Central y del Este. Es el primer paso serio e históricamente irreversible hacia la eliminación de la cortina de hierro y al desmantelamiento —en hechos, no sólo palabras— de los acuerdos que surgieron del Tratado de Yalta.
La expansión de la OTAN, como todos sabemos, no fue fácil. No se concretó sino hasta diez años después del fin de la Guerra Fría y de la división bipolar del mundo. Una de las muchas razones por las que este proceso resultó tan difícil fue la oposición de la Federación Rusa, que cuestionaba, ansiosamente y sin comprender, por qué el Oeste se estaba expandiendo y acercando a Rusia, sin incluir a Rusia misma. Sin tomar en cuenta cualquier otro motivo que pudo haber tenido, la posición de Rusia revela algo muy interesante: su incertidumbre acerca de dónde empieza y termina aquello que podríamos llamar el mundo de Rusia o del Este. Cuando la OTAN le ofrece a Rusia una mano en sociedad, lo hace en el entendido de que hay dos entidades grandes y equivalentes: el mundo Euroatlántico y un vasto poder Euroasiático. Estas dos entidades pueden —y deben— tenderse la mano y cooperar, porque esto es del interés del mundo entero. Pero sólo pueden hacerlo si son conscientes de sus propias identidades; en otras palabras, si saben en dónde empieza y termina cada una de ellas. Históricamente, Rusia ha tenido siempre una ligera dificultad con esto, y claramente acarrea consigo esta dificultad al mundo actual, en donde la pregunta crucial ya no es en dónde empieza o termina un Estado-nación específico, sino en dónde empieza o termina una región específica de cultura o civilización.
Sin duda alguna, hay un millar de cosas que vinculan a Rusia con el mundo Euroatlántico o con el Oeste, pero también hay un millar de maneras en las que difieren —de la misma forma en que América Latina, África, el Lejano Oriente u otras regiones o continentes difieren uno del otro. El hecho de que estos mundos, o partes del mundo, difieran entre sí, no significa que una sea más valiosa que la otra. Todas valen lo mismo. Es sólo que también son un tanto distintas una de la otra. No hay nada vergonzoso en ser diferente. Rusia considera de suma importancia ser vista como un jugador principal, uno que, como potencia mundial, merece trato especial. Al mismo tiempo, le incomoda ser percibida como una entidad separada, una que difícilmente puede ser considerada parte de otra entidad.
Incluso Rusia está reconciliándose con la expansión del Tratado del Atlántico Norte y un día llegará a aceptarla. Esperemos que cuando lo haga, tal aceptación no sea tan sólo una expresión del "reconocimiento de la necesidad", referido por Engels, sino de un entendimiento nuevo y más profundo de sí misma. Así como otros países deben aprender a redefinirse en este nuevo mundo multicultural y multipolar, así debe hacerlo Rusia. No puede seguir reemplazando una confianza natural en sí misma con megalomanía o autoimportancia; debe también saber en dónde empieza y dónde termina. Debe comprender, por ejemplo, que Siberia —con sus espacios enormes y sus recursos naturales inmensos— es propiamente una parte de Rusia; pero que no lo es —y nunca lo será— la diminuta Estonia, y que si Estonia siente que pertenece al mundo representado por el Tratado del Atlántico Norte o la Unión Europea, esto debe ser entendido y respetado —no visto como una expresión de hostilidad.
He tratado de demostrar que el mundo del siglo xxi —si es que la humanidad logra resistir los peligros que se ha creado— será un mundo de mayor cercanía y cooperación equitativa entre entidades más grandes, la mayoría de ellas supranacionales, que en ocasiones abarque continentes enteros. Para que tal mundo llegue a concretarse, cada entidad individual y esfera de cultura y civilización deberá ser claramente consciente de su propia identidad; deberá entender qué la hace distinta de las otras, y aceptar que su diferencia no es un obstáculo sino sólo una contribución sumamente específica a la riqueza y variedad de la comunidad global. Por supuesto, lo mismo deberá ser entendido por aquellos que, por el contrario, tienen una tendencia a considerar su propia "otredad" como base de sentimientos de superioridad.
Una de las organizaciones más importantes, en la cual todos los Estados y grandes entidades supranacionales pueden reunirse para el debate y la discusión en términos equitativos, y que toma un sinnúmero de decisiones importantes que conciernen al mundo entero, es las Naciones Unidas.
Siento que para llevar a cabo las tareas importantes que el próximo siglo le impondrá, la ONU deberá pasar por una reforma significativa. El Consejo de Seguridad, el órgano más importante de la ONU, no puede seguir conservando el estatus que le fue asignado cuando la ONU fue creada. Ahora debe reflejar con más precisión el mundo multipolar de la actualidad. Tenemos que reconsiderar si todavía es apropiado, aun hipotéticamente, que en el Consejo de Seguridad un país pueda ganarle por votación al resto del mundo. Tenemos que reconsiderar cuál de los países poderosos, grandes y populosos debe estar actualmente representado de manera permanente, repensar el esquema de rotación para los miembros no permanentes, así como muchas otras cosas.
Debemos hacer que la inmensa estructura de la ONU sea menos burocrática y más efectiva. Tenemos que pensar en maneras para ganar flexibilidad genuina en la toma de decisiones, sobre todo en la Asamblea General. Y, lo más importante de todo, debemos asegurarnos de que todos los ciudadanos del mundo vean a la ONU como su organización, una organización que realmente les pertenece, y no como un club de élite para gobernantes. Después de todo, lo que esta organización hace por los habitantes de nuestro planeta es más importante que lo que hace por los países individuales como Estados.
Por esta razón, es probable que los métodos de financiamiento de la ONU deban ser reformados también, junto con la forma en que las declaraciones son ejecutadas y reforzadas. No se trata de abolir los poderes de los países miembros y de establecer algo así como un superestado mundial. Significa asegurar que no todos los asuntos serán siempre y exclusivamente tratados por países individuales o por sus gobiernos. Para satisfacer los intereses de la humanidad, sus libertades, sus derechos y su propia vida, es necesario crear más canales a través de los cuales las decisiones de los representantes de la ONU sean retransmitidas a los ciudadanos, y a través de los cuales los ciudadanos den a conocer su voluntad a los representantes. Esto traería consigo más equilibrio y una mayor confianza mutua.
Espero que quede claro que no estoy en contra de la institución del Estado como tal. En todo caso, sería un tanto absurdo que la cabeza de un Estado pidiera la abolición del Estado ante los cuerpos representativos de otro Estado. Me refiero a otra cosa, al hecho de que existe algo de más alto valor que el Estado. Ese valor es la humanidad. Como sabemos, el Estado existe para servir a la gente y no al contrario. Si un individuo sirve a su país, debería de esperarse que él o ella lo sirvan sólo en la medida necesaria para permitir que el Estado sirva a todos sus ciudadanos. Los derechos humanos son superiores a los derechos de los Estados. Las libertades humanas representan un valor más alto que la soberanía estatal. Las leyes internacionales que protegen al ser humano deben clasificarse por encima de las leyes internacionales que protegen al Estado.
Si nuestros destinos se están ahora fusionando en un destino único, si cada uno de nosotros asume responsabilidad por todos, entonces nadie, ni siquiera un país, puede limitar el derecho que tiene cualquiera de ejercer esta responsabilidad en una forma real. Los países individuales deben abandonar gradualmente una categoría de política extranjera que, hasta ahora, ha sido usualmente crítica con su pensamiento: la categoría de los "intereses nacionales".
Más que unirnos, es probable que los "intereses nacionales" nos separen. Es claro que cada país tiene sus propios intereses particulares, y por ningún motivo es necesario que abandonen esos intereses, que son legítimos. Sin embargo, debemos reconocer que existe algo más allá de esos intereses: los principios que adoptamos. Los principios, en todo caso, nos unen más de lo que nos separan. A través de los principios medimos la legitimidad o ilegitimidad de nuestros intereses. No me parece correcto cuando un país proclama que es uno de los intereses del "Estado" defender un principio particular. Antes que nada, los principios deben ser honrados y defendidos en y para ellos mismos. Sólo entonces nuestros intereses pueden derivarse de ellos.
Por ejemplo, no sería correcto que yo dijera que es uno de los intereses de la República Checa que haya paz justa en el mundo. Por el contrario, el principio de paz justa en el mundo debe venir primero, y los intereses de la República Checa deben estar subordinados a eso.
El tratado al que pertenecen Canadá y ahora la República Checa sostiene una lucha en contra del régimen genocida de Slobodan Milosevic. Esta lucha no es fácil ni vista con buenos ojos, y podemos diferir respecto a sus estrategias y tácticas. Sin embargo, hay algo que ninguna persona razonable puede negar: probablemente ésta sea la primera guerra que no se ha llevado a cabo en nombre de los "intereses nacionales", sino en nombre de los principios y los valores. Si uno pudiera decir que una guerra es ética, o que se está llevando a cabo por razones éticas, eso podría decirse de esta guerra. Kosovo no tiene campos petroleros que sean codiciados. Ninguno de los miembros del Tratado tiene demandas territoriales sobre Kosovo, y Milosevic no amenaza la integridad territorial de ningún miembro del Tratado. Y, aún así, el Tratado está presente en la guerra; está peleando preocupado por el destino de otros. Está peleando porque ninguna persona decente puede quedarse allí parada y observar el asesinato sistemático, ordenado por el Estado, de otras personas. No puede tolerar tal cosa; no puede dejar de suministrar ayuda si está en sus posibilidades hacerlo.
Esta guerra coloca a los valores humanos por encima del Estado. La República Federal de Yugoslavia fue atacada por la alianza sin una orden directa de las Naciones Unidas. Esto no sucedió de manera irresponsable, como un acto de agresión o por falta de respeto a la ley internacional. Por el contrario, sucedió por respeto a la ley: a una ley que se clasifica por encima de la ley que protege la soberanía de los Estados. La alianza ha actuado por respeto a los derechos humanos, tal y como lo dictan tanto la conciencia como los documentos legales internacionales.
Éste es un precedente importante para el futuro. Se ha dicho de manera clara que no es permisible asesinar a la gente, arrastrarla fuera de sus hogares, torturarla y confiscar sus propiedades. Lo que ha sido demostrado aquí es el hecho de que los derechos humanos son indivisibles, y que si se comete una injusticia con uno se comete también con todos.
A menudo me he preguntado por qué los seres humanos tienen derechos. Siempre llego a la conclusión de que los derechos, las libertades y la dignidad humana tienen sus raíces más profundas en algún lugar fuera de este mundo perceptible. Estos valores son muy poderosos porque, bajo ciertas circunstancias, la gente los acepta tranquilamente y está dispuesta a morir por ellos, y tienen sentido sólo desde una perspectiva de lo infinito y de lo eterno. Estoy profundamente convencido de que lo que hacemos, ya sea en armonía con nuestra conciencia —la embajadora de la eternidad— o en conflicto con ella, puede ser valorado solamente en una dimensión que yace bajo el mundo que vemos a nuestro alrededor. Si no intuyéramos esto, o lo asumiéramos inconscientemente, habría cosas que nunca podríamos hacer.
Permítanme concluir mis comentarios sobre el Estado y su posible rol en el futuro con la afirmación de que, mientras el Estado es una creación humana, los seres humanos son la creación de Dios. -—


Traducción del inglés de Fernanda Solórzano ©
The New York Review of Books

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