martes, 14 de agosto de 2007

Michel Foucault " El nacimento de la biopolítica".





CURSO EN EL COLLÈGE DE FRANCE
(1978-1979)
Clase del 10 de enero de 1979



(fragmento)Cuestiones de método - Suponer que los universales no existen - Resumen del curso
del año precedente: el objetivo limitado del gobierno de la razón de Estado (política
exterior) y el objetivo ilimitado del Estado de policía (política interior) - El derecho
como principio de limitación externa de la razón de Estado - Perspectiva del curso de
este año: la economía política como principio de limitación interna de la razón
gubernamental - Apuesta general de esta investigación: el acoplamiento serial de
prácticas-régimen de verdad y sus efectos de inscripción en lo real - ¿Qué es el
liberalismo?

[DEBEN CONOCER] la cita de Freud: “Acheronta movebo”.1 Pues bien,
querría poner el curso de este año bajo el signo de otra cita no tan
conocida y perteneciente a alguien también poco conocido, al menos en
cierto modo. Me refiero a un hombre de Estado inglés, Walpole,2 que
decía lo siguiente acerca de su propia manera de gobernar: “Quieta non
movere”,3 “No hay que tocar lo que está tranquilo”. En cierto sentido, es
lo contrario de Freud. Entonces, este año me gustaría continuar de
alguna manera con lo que empecé a comentarles el año pasado, es
decir, trazar la historia de lo que podríamos llamar el arte de gobernar.
Recordarán que interpreté esta expresión, “arte de gobernar”, en un
sentido muy restringido, pues utilicé la palabra misma “gobernar”
dejando de lado las mil maneras, modalidades y posibilidades que
existen de guiar a los hombres, dirigir su conducta, constreñir sus
acciones y reacciones, etc. Hice a un lado, entonces, todo lo que suele
entenderse y se entendió durante mucho tiempo como el gobierno de
los niños, el gobierno de las familias, el gobierno de una casa, el
gobierno de las almas, el gobierno de las comunidades, etc. Y no tomé
en consideración, y tampoco lo haré este año, más que el gobierno de
los hombres, en la medida -y sólo en la medida- en que se presenta
como ejercicio de la soberanía política.
“Gobierno”, pues, en sentido restringido, pero también “arte”, “arte de
gobernar” en sentido restringido, porque con esta expresión yo no
entendía la manera en que efectivamente los gobernantes gobernaron.
No estudié ni quiero estudiar la práctica gubernamental real, tal como
se desarrolló determinando aquí y allá la situación por tratar, los
problemas planteados, las tácticas elegidas, los instrumentos utilizados,
the Exchequer) de 1720 a 1742; gobernó con pragmatismo y se valió de la corrupción
parlamentaria con el fin de preservar la tranquilidad política.
forjados o remodelados, etc. Quise estudiar el arte de gobernar, es
decir, la manera meditada de hacer el mejor gobierno y también, y al
mismo tiempo, la reflexión sobre la mejor manera posible de gobernar.
Traté, entonces, de aprehender la instancia de la reflexión en la práctica
de gobierno y sobre la práctica de gobierno. En cierto sentido, si se
quiere, mi pretensión fue estudiar la conciencia de sí del gobierno,
aunque esta expresión, “conciencia de sí”, me molesta y no voy a
utilizarla, porque me gustaría más decir que lo que traté de captar, y
querría captar también este año, es la manera cómo, dentro y fuera del
gobierno y, en todo caso, en la mayor contigüidad posible con la
práctica gubernamental, se intentó conceptualizar esa práctica
consistente en gobernar. Querría determinar de qué modo se estableció
el dominio de la práctica del gobierno, sus diferentes objetos, sus reglas
generales, sus objetivos de conjunto para gobernar de la mejor manera
posible. En suma, es el estudio de la racionalización de la práctica
gubernamental en el ejercicio de la soberanía política.
Esto implica inmediatamente cierta elección de método, sobre lo que
trataré en algún momento de extenderme un poco más, pero ahora
querría indicarles que la decisión de hablar o partir de la práctica
gubernamental es, desde luego, una manera muy explícita de dejar de
lado como objeto primero, primitivo, ya dado, una serie de nociones
como, por ejemplo, el soberano, la soberanía, el pueblo, los sujetos, el
Estado, la sociedad civil: todos esos universales que el análisis
sociológico, así como el análisis histórico y el análisis de la filosofía
política, utilizan para explicar en concreto la práctica gubernamental.
Por mi parte, me gustaría hacer justamente lo contrario, es decir, partir
de esa práctica tal como se presenta, pero, al mismo tiempo, tal como
se refleja y se racionaliza para ver, sobre esa base, cómo pueden
constituirse en los hechos unas cuantas cosas sobre cuyo estatus
habrá que interrogarse, por supuesto, y que son el Estado y la
sociedad, el soberano y los súbditos, etc. En otras palabras, en vez de
partir de los universales para deducir de ellos unos fenómenos
concretos, o en lugar de partir de esos universales como grilla de
inteligibilidad obligatoria para una serie de prácticas concretas, me
gustaría comenzar por estas últimas y, de algún modo, pasar los
universales por la grilla de esas prácticas. No se trata aquí de lo que
podríamos calificar de reducción historicista; ¿en qué consistiría ésta?
Pues bien, precisamente en partir de esos universales tal como se
presentan y ver cómo la historia los modula, los modifica o establece en
definitiva su falta de validez. El historicismo parte de lo universal y lo
pasa en cierto modo por el rallador de la historia. Mi problema es lo
inverso. Parto de la decisión, a la vez teórica y metodológica, que
consiste en decir: supongamos que los universales no existen; y planteo
en este momento la pregunta a la historia y los historiadores: ¿cómo
pueden escribir historia si no admiten a priori la existencia de algo como
el Estado, la sociedad, el soberano, los súbditos? Es la misma pregunta
que yo hacía cuando decía, no esto: “¿Existe la locura? Voy a examinar
si la historia me da, me remite a algo como la locura. No, no me remite
a nada parecido a la locura; por lo tanto, la locura no existe”. De hecho,
el razonamiento, el método no eran ésos. El método consistía en decir:
supongamos que la locura no existe. ¿Cuál es entonces la historia que
podemos hacer de esos diferentes acontecimientos, esas diferentes
prácticas que, en apariencia, se ajustan a esa cosa supuesta que es la
locura?4 Lo que querría introducir aquí es, en consecuencia,
exactamente lo inverso del historicismo. No interrogar los universales
utilizando la historia como método crítico, sino partir de la decisión de la
inexistencia de los universales para preguntar qué historia puede
hacerse. Más adelante volveré a esto con mayor detalle.5
El año pasado, como recordarán, traté de estudiar uno de esos
episodios importantes, me parece, en la historia del gobierno. El
episodio, a grandes rasgos, era el de la aparición y el establecimiento
de lo que en la época se llamaba razón de Estado, en un sentido
infinitamente más fuerte, más estricto, más riguroso y también más
amplio que el atribuido más adelante a esa noción.6 Yo había intentado
identificar el surgimiento de cierto tipo de racionalidad en la práctica
gubernamental, cierto tipo de racionalidad que permitiría ajustar la
manera de gobernar a algo denominado Estado y que, con respecto a
esa práctica gubernamental y al cálculo de ésta, cumple el papel de un
dato, pues sólo se gobierna un Estado que se da como ya presente,
sólo se gobierna en el marco de un Estado, es cierto, pero éste es al
mismo tiempo un objetivo por construir. El Estado es a la vez lo que
existe y lo que aún no existe en grado suficiente. Y la razón de Estado
es justamente una práctica o, mejor, la racionalización de una práctica
que va a situarse entre un Estado presentado como dato y un Estado
presentado como algo por construir y levantar. El arte de gobernar debe
fijar entonces sus reglas y racionalizar sus maneras de obrar,
proponiéndose en cierto modo como objetivo transformar en ser el
deber ser del Estado. El deber hacer del gobierno tiene que identificarse
con el deber ser del Estado. Este último tal como está dado, la ratio
gubernamental, permitirá, de una manera deliberada, razonada,
calculada, hacerlo llegar a su punto máximo de ser. ¿Qué es gobernar?
Gobernar, según el principio de la razón de Estado, es actuar de tal
modo que el Estado pueda llegar a ser sólido y permanente, pueda
llegar a ser rico, pueda llegar a ser fuerte frente a todo lo que amenaza
con destruirlo.
Dos palabras, entonces, sobre lo que traté de decir el año pasado,
para resumir un poco ese curso. Querría insistir en dos o tres puntos.
Primero, como recordarán, lo que caracteriza esta nueva racionalidad
gubernamental llamada razón de Estado que, en general, se había
constituido durante el siglo XVI es que el Estado se define y recorta
como una realidad a la vez específica y autónoma, o al menos
relativamente autónoma. Es decir que el gobernante del Estado debe,
claro, respetar una serie de principios y reglas que se sitúan por encima
del Estado o lo dominan y son exteriores a él. Ese gobernante debe
respetar las leyes divinas, morales y naturales, y otras tantas leyes que
no son homogéneas ni intrínsecas al Estado. Pero así como debe
respetar esas leyes, el gobernante tiene que hacer algo muy distinto a
asegurar la salvación de sus súbditos en el más allá, cuando lo habitual
en la Edad Media era definir al soberano como alguien que debía
ayudar a sus súbditos a alcanzar esa salvación ultraterrena. En lo
sucesivo, el gobernante del Estado ya no tiene que preocuparse por la
salvación de sus súbditos en el más allá, al menos de manera directa.
Tampoco tiene que desplegar una benevolencia paterna con sus
súbditos ni establecer entre ellos relaciones de padre a hijos, aunque en
el Medioevo el rol paternal del soberano siempre era muy pronunciado y
marcado. En otras palabras, el Estado no es ni una casa, ni una iglesia,
ni un imperio. El Estado es una realidad específica y discontinua. Sólo
existe para sí y en relación consigo, cualquiera sea el sistema de
obediencia que deba a otros sistemas como la naturaleza o Dios. El
Estado sólo existe por y para sí mismo y en plural, es decir que no
debe, en un horizonte histórico más o menos próximo o distante,
fundirse con o someterse a algo semejante a una estructura imperial
que sea, de alguna manera, una teofanía de Dios en el mundo, una
teofanía que conduzca a los hombres, en una humanidad finalmente
reunida, hasta el borde del fin del mundo. No hay, por lo tanto,
integración del Estado al imperio. El Estado sólo existe como Estados,
en plural.
Especificidad y pluralidad del Estado. Por otra parte, traté de
mostrarles que esa especificidad plural del Estado se había encarnado
en una serie de maneras precisas de gobernar y, a la vez, en
instituciones correlativas a ellas. Primero, por el lado económico, estaba
el mercantilismo, vale decir, una forma de gobierno. El mercantilismo no
es una doctrina económica, es mucho más y muy distinto de una
doctrina económica. Es una organización determinada de la producción
y los circuitos comerciales de acuerdo con el principio de que, en primer
lugar, el Estado debe enriquecerse mediante la acumulación monetaria;
segundo, debe fortalecerse por el crecimiento de la población; y tercero,
debe estar y mantenerse en una situación de competencia permanente
con las potencias extranjeras. Hasta aquí el mercantilismo. De acuerdo
con la razón de Estado, la segunda manera de que el gobierno se
organice y cobre cuerpo en una práctica es la gestión interna, es decir,
lo que en la época se denominaba policía, la reglamentación indefinida
del país según el modelo de una organización urbana apretada. Tercero
y último, constitución de un ejército permanente y de una diplomacia
también permanente. Organización, si se quiere, de un aparato
diplomático militar permanente, cuyo objetivo es mantener la pluralidad
de los Estados al margen de cualquier absorción imperial, y hacerlo de
tal manera que entre ellos pueda alcanzarse cierto equilibrio, sin que,
en definitiva, sean viables las unificaciones de tipo imperial a través de
Europa.
Entonces, mercantilismo por un lado, Estado de policía por otro,
balanza europea: todo esto constituyó el cuerpo concreto de ese nuevo
arte de gobernar que se ajustaba al principio de la razón de Estado.
Son tres maneras -solidarias entre sí, además- [de] gobernar de
acuerdo con una racionalidad cuyo principio y ámbito de aplicación es el
Estado. Y en ese aspecto traté de mostrarles que el Estado, lejos de ser
una suerte de dato histórico natural que se desarrolla por su propio
dinamismo como un “monstruo frío”7 cuya simiente habría sido lanzada
en un momento dado en la historia y que poco a poco la roería -el
Estado no es eso, no es un monstruo frío-, es el correlato de una
manera determinada de gobernar. Y el problema consiste en saber
cómo se desarrolla esa manera de gobernar, cuál es su historia, cómo
conquista, cómo se encoge, cómo se extiende a tal o cual dominio,
cómo inventa, forma, desarrolla nuevas prácticas; ése es el problema, y
no hacer de[l Estado],* sobre el escenario de un guiñol, una especie de
gendarme que venga a aporrear a los diferentes personajes de la
historia.
Varias observaciones al respecto. Ante todo, la siguiente: en ese arte
de gobernar ajustado a la razón de Estado hay un rasgo que me parece
muy característico e importante para comprender lo que sigue. Es que,
como ven, el Estado o, mejor dicho, el gobierno según la razón de
Estado, en su política exterior -digamos en sus relaciones con los otros
Estados-, se asigna un objetivo limitado, a diferencia de lo que había
sido, en definitiva, el horizonte, el proyecto, el deseo de la mayoría de
los gobernantes y soberanos de la Edad Media, a saber, situarse con
respecto a los demás Estados en una posición imperial que les diera,
tanto en la historia como en la teofanía, un papel decisivo. En el caso
de la razón de Estado, en cambio, se admite que cada Estado tiene sus
intereses y, por consiguiente, debe defenderlos, y defenderlos
absolutamente, pero se reconoce también que su objetivo no debe ser
alcanzar en el fin de los tiempos la posición unificadora de un imperio
total y global. No debe soñar con ser algún día el imperio del último día.
Cada Estado debe autolimitarse en sus propios objetivos, asegurar su
independencia y determinada condición de sus fuerzas que le permita
no estar nunca en posición de inferioridad ya sea con respecto al
conjunto de los restantes países, a sus vecinos, o al más fuerte de
todos los otros países (se trata de diferentes teorías de la balanza
europea en la época, no tiene importancia). Pero de todas maneras,
esa autolimitación externa caracteriza la razón de Estado tal como ésta
se manifiesta en la formación de los aparatos diplomático militares del
siglo XVII. Del Tratado de Westfalia a la Guerra de los Siete Años -o,
digamos, a las guerras revolucionarias que van a introducir una
dimensión completamente diferente-, esa política diplomático militar se
ajustará al principio de autolimitación del Estado, al principio de
competencia necesaria y suficiente entre los distintos Estados.
En cambio, en el orden de lo que hoy llamaríamos política interna,
¿qué implica el Estado de policía? Pues bien, implica justamente un
objetivo o una serie de objetivos que podríamos calificar de ilimitados,
en cuanto la cuestión, para quienes gobiernan ese Estado, pasa por
tomar en cuenta y hacerse cargo de la actividad no sólo de los grupos,
no sólo de los diferentes estamentos, esto es, de los diferentes tipos de
individuos con su estatus particular, sino de la actividad de las personas
hasta en el más tenue de sus detalles. En los grandes tratados de
policía de los siglos XVII y XVIII, todos los que cotejan los distintos
reglamentos y tratan de sistematizarlos coinciden en esto, y lo dicen
expresamente: el objeto de la policía es un objeto casi infinito. Es decir
que, en cuanto poder independiente frente a los otros poderes, quien
gobierna según la razón de Estado tiene objetivos limitados. En cambio,
cuando debe manejar un poder público que regula el comportamiento
de los sujetos, el objetivo de quien gobierna es ilimitado. La
competencia entre Estados es la bisagra entre esos objetivos limitados
e ilimitados, pues justamente para poder entrar en competencia con los
otros Estados, es decir, para mantenerse en una situación de equilibrio
siempre desequilibrada, en un equilibrio competitivo con los demás
Estados, el que gobierna va [a tener que reglamentar la vida de] sus
súbditos, su actividad económica, su producción, el precio [al cual] van
a vender las mercancías, el precio al cual van a comprarlas, etc. […]. La
limitación del objetivo internacional del gobierno según la razón de
Estado, la limitación en las relaciones internacionales, tiene por
correlato la ilimitación en el ejercicio del Estado de policía.
Segunda observación que querría hacer sobre el funcionamiento de
la razón de Estado en el siglo XVII y principios del siglo XVIII: el objeto
interior sobre el cual se ejercerá el gobierno de acuerdo con esa razón
de Estado -o si lo prefieren, el Estado de policía-, es, desde luego,
ilimitado en sus objetivos. Sin embargo, esto no quiere decir en
absoluto que no haya cierta cantidad de mecanismos de compensación
o, mejor, cierta cantidad de posiciones a partir de las cuales se intentará
establecer un término, una frontera a ese objetivo ilimitado que la razón
de Estado prescribe al Estado de policía. Hubo muchas maneras de
buscar límites a la razón de Estado, por el lado de la teología, claro
está. Pero me gustaría insistir en otro principio de limitación de la razón
de Estado en esa época, que es el derecho.
En efecto, sucedió algo curioso. Durante toda la Edad Media, en el
fondo, ¿a partir de qué se produjo el crecimiento del poder real? A
partir, desde luego, del ejército. Y también de las instituciones
judiciales. Si el rey limitó y redujo poco a poco los juegos complejos de
los poderes feudales, lo hizo en su carácter de piedra angular de un
Estado de justicia, un sistema de justicia, redoblado por un sistema
armado. La práctica judicial fue la multiplicadora del poder real durante
todo el Medioevo. Ahora bien, cuando a partir del siglo XVII y sobre todo
de principios del siglo XVIII se desarrolle esta nueva racionalidad
gubernamental, el derecho servirá, por el contrario, de punto de apoyo a
toda persona que quiera limitar de una manera u otra la extensión
indefinida de una razón de Estado que cobra cuerpo en un Estado de
policía. La teoría del derecho y las instituciones judiciales ya no
actuarán ahora como multiplicadores sino, al contrario, como
sustractores del poder real. Y de ese modo, a partir del siglo XVI y
durante todo el siglo XVII, comprobaremos el desarrollo de toda una
serie de problemas, polémicas, batallas políticas, en torno, por ejemplo,
de las leyes fundamentales del reino, esas leyes fundamentales que los
juristas van a oponer como objeción a la razón de Estado, para lo cual
dirán que ninguna práctica gubernamental y ninguna razón de Estado
pueden justificar su cuestionamiento. En cierta forma, esas leyes están
ahí con anterioridad al Estado, pues son constitutivas de éste y,
entonces, por absoluto que sea su poder, dicen algunos juristas, el rey
no debe tocarlas. El derecho constituido por esas leyes fundamentales
aparece así al margen de la razón de Estado y como principio de esta
limitación.
Tenemos también la teoría del derecho natural y los derechos
naturales, que se postulan como derechos imprescriptibles y que ningún
soberano, de todas formas, puede transgredir. Y, asimismo, la teoría del
contrato suscripto entre los individuos para constituir a un soberano, un
contrato que incluye una serie de cláusulas que ese soberano debería
acatar puesto que, si se convierte en tal, es justamente en virtud de ese
contrato y las cláusulas que contiene. Existe incluso, más en Inglaterra
que en Francia, la teoría del acuerdo concertado entre el soberano y los
súbditos para constituir precisamente un Estado, y al cabo del cual el
soberano se compromete a hacer y a no hacer una serie de cosas.
También debemos mencionar toda esa reflexión histórico jurídica de la
que hablé hace dos o tres años, ya no me acuerdo,8 en la cual se
intentaba destacar que, históricamente, el poder real durante mucho
tiempo había distado de ser un gobierno absoluto, y la razón que
reinaba y se había establecido entre el soberano y sus súbditos no era
de ningún modo la razón de Estado sino una especie de transacción
entre, por ejemplo, la nobleza y el jefe militar a quien ésta había
investido, durante el período de guerra y tal vez un poco más, con las
funciones de jefe. Y el rey habría salido de esta suerte de situación de
derecho primitivo, y a continuación habría abusado de ella para
invalidar esas leyes históricamente originarias que ahora sería preciso
recuperar.
De todas maneras, para resumir, estas discusiones alrededor del
derecho, la vivacidad que tenían, el desarrollo intenso, además, de
todos los problemas y teorías de lo que podríamos llamar derecho
público, la reaparición de los temas del derecho natural, el derecho
originario, el contrato, etc., que se habían formulado durante la Edad
Media en un contexto muy distinto, todo eso, decimos, era en cierto
modo el reverso y la consecuencia, así como la reacción contra esa
nueva manera de gobernar que se establecía a partir de la razón de
Estado. En realidad, el derecho y las instituciones judiciales que habían
sido intrínsecas al desarrollo del poder real se convierten ahora, en
cierto modo, tanto en exteriores como en exorbitantes con respecto al
ejercicio de un gobierno según la razón de Estado. No es sorprendente
ver que todos esos problemas de derecho siempre son planteados -en
primera instancia, al menos- por quienes se oponen al nuevo sistema
de la razón de Estado. En Francia, por ejemplo, es el caso de los
parlamentarios, los protestantes, los nobles, que, por su parte, se
refieren más bien al aspecto histórico jurídico. En Inglaterra fue la
burguesía contra la monarquía absoluta de los Estuardo, y fueron los
disidentes religiosos a partir de comienzos del siglo XVII. En síntesis, la
objeción a la razón de Estado en términos de derecho siempre se
plantea por el lado de la oposición y, por consiguiente, se ponen en
juego contra ella la reflexión jurídica, las reglas de derecho y la
instancia misma del derecho. El derecho público, digámoslo en pocas
palabras, es opositor en los siglos XVII y XVIII,* aun cuando, desde luego,
unos cuantos teóricos favorables al poder real retoman el problema y
tratan de integrarlo, de integrar las cuestiones de derecho, la
interrogación formulada por éste a la razón de Estado y su justificación.
En todo caso, hay una cosa que me parece necesario retener: si bien
es cierto que la razón de Estado planteada, manifestada como Estado
de policía, encarnada en el Estado de policía, tiene objetivos ilimitados,
en los siglos XVII y XVIII hay una tentativa constante de limitarla, y esa
limitación, ese principio, esa razón de limitación de la razón de Estado,
la encontramos por el lado de la razón jurídica. Pero, como pueden ver,
es una limitación externa. Por lo demás, los juristas saben bien que su
cuestión de derecho es extrínseca a la razón de Estado, pues definen
esta última, precisamente, como lo que es exorbitante al derecho.
Límites de derecho exteriores al Estado, a la razón de Estado; eso
quiere decir, en primer lugar, que los límites que se intenta poner a esa
razón provienen de Dios o se fijaron de una vez por todas en el origen,
o bien se formularon en una historia remota. Decir que son extrínsecos
a la razón de Estado significa también que tienen, en cierto modo, un
funcionamiento puramente limitativo, dramático, pues, en el fondo, la
razón de Estado sólo sufrirá objeciones de derecho cuando haya
franqueado esos límites, y en ese momento el derecho podrá definir el
gobierno como ilegítimo, podrá objetarle sus usurpaciones y en última
instancia liberar a los súbditos de su deber de obediencia.
A grandes rasgos, así traté de caracterizar esa manera de gobernar
que llamamos razón de Estado. Ahora bien, en este momento querría
situarme más o menos a mediados del siglo XVIII, la época (con la
salvedad que enseguida les mencionaré) en que Walpole decía: “quieta
non movere” (“no hay que tocar lo que está tranquilo”). Querría situarme
aproximadamente en esta época, y en tal caso creo que uno está
obligado a constatar una transformación importante que caracterizará
de manera general lo que podríamos llamar la razón gubernamental
moderna. ¿En qué consiste esa transformación? Pues bien, en una
palabra, consiste en la introducción de un principio de limitación del arte
de gobernar que ya no le es extrínseco como lo era el derecho en el
* El manuscrito aclara en la p. 10: “(salvo en los Estados alemanes, que deberán
fundarse en el derecho contra el imperio)”.





1 Cita de Virgilio, Eneida, VII, 312, que encabeza la Traumdeutung (1900) de Sigmund Freud, Leipzig, Deutike, 1911 (trad. fr.: L’Interprétation des rêves, trad. de I. Meyerson, rev. por D. Berger, París, PUF, 1971, p. 1) [trad. esp.: La interpretación de los sueños, en Obras completas, vols. 4 y 5, Buenos Aires, Amorrortu, 1979], y se reitera en el cuerpo del texto (ibid., p. 516): “Flectere si nequeo Superos, Acheronta movebo” (“Si no puedo doblegar a los dioses supremos, moveré el Aqueronte”). Michel Foucault ya
cita estas palabras, sin referencia explícita a Freud, en La Volonté de savoir, París, Gallimard, col. Bibliothèque des histoires, 1976, p. 103 [trad. esp.: Historia de la sexualidad, vol. 1: La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 1985]: “De hecho, esta cuestión, tantas veces reiterada en nuestra época [acerca del sexo], sólo es la forma reciente de una afirmación considerable y una prescripción secular: allá está la verdad; id a ahí a sorprenderla. Acheronta movebo: vieja decisión”. Antes de Freud, la cita ya era muy apreciada por Bismarck, que la utiliza en varias oportunidades en sus Pensamientos y recuerdos (véase Carl Schmitt, Théorie du partisan, trad. de M.-L. Steinhauser, París, Calmann-Lévy, 1972, p. 253; ed. orig.: Theorie des Partisanen,
Berlín, Duncker & Humblot, 1963) [trad. esp.: Teoría del partisano, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1966].

2 Robert Walpole, primer conde de Oxford (1676-1745), líder del partido whig, que ejerció las funciones de primer ministro (First Lord of the Treasury and Chancellor of

3 Véase la precisión hecha más adelante por Michel Foucault, p. 37: “Decía eso, creo,
hacia 1740”. La fórmula es conocida por haber sido la divisa de Walpole, como lo
testimonian diversos escritos de su hijo, Horace; véase por ejemplo Letters, Londres-
Nueva York, Lawrence and Bullen, G. P. Putnam’s, 1903, t. VIII, p. 121. Véase Leslie
Stephen, History of English Thought in the Eighteenth Century, Londres, Smith &
Elder, 1902; reed. Bristol, Thoemmes Antiquarian Books, 1991, t. II, p. 168. Tomada
de Salustio, De conjuratione Catilinae, 21, 1: “Postquam accepere ea homines, quibus
mala abunde monia erant, sed neque res neque spes bona ulla, tametsi illis quieta
movere magna merces videbatur” (“El mal lo había invadido todo en los hombres que
acababan de escuchar ese discurso y nada bueno podían encontrar en el presente ni
esperar del porvenir, aunque es cierto que para ellos ya era una hermosa recompensa
perturbar la paz pública”); trad. fr.: Conjuration de Catilina, trad. de F. Richard, París,
Garnier-Flammarion, 1968, p. 43 [trad. esp.: Conjuración de Catilina, Madrid, Consejo
Superior de Investigaciones Científicas, 1991]. La fórmula ilustra una norma inherente
al Common Law y conocida con el nombre de regla del precedente, según la cual, en
materia judicial, hay que atenerse a lo que se ha decidido y no modificar lo existente
(“stare decisis” y “quieta non movere”). También la cita Friedrich A. Hayek, The
Constitution of Liberty, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1960; reed. 1976, p. 410:
“Though quieta non movere may at times be a wise maxim for the statesman, it cannot
satisfy the political philosopher” [Aunque en ocasiones quieta non movere sea tal vez
una máxima prudente para el estadista, no puede satisfacer al filósofo político] (trad.
fr.: La Constitution de la liberté, trad. de R. Audouin y J. Garello, París, Litec, col.
Liberalia, 1994, p. 406) [trad. esp.: Los fundamentos de la libertad, Madrid, Unión
Editorial, 1991].

4 Véase Paul Veyne, “Foucault révolutionne l’histoire”, en Comment on écrit l’histoire,
París, Seuil, col. Points Histoire, 1979, pp. 227-230 [trad. esp.: “Foucault revoluciona
la historia”, en Cómo se escribe la historia, Madrid, Alianza, 1994], sobre ese
nominalismo metodológico, con referencia a la fórmula “la locura no existe”. Como el
texto de Veyne data de 1978, Foucault parece seguir aquí el diálogo con el autor de
Le Pain et le Cirque, a quien rindió homenaje en el curso del año anterior (véase
Michel Foucault, Sécurité, territoire, population. Cours au Collège de France, 1977-
1978, ed. de Michel Senellart, París, Gallimard/Seuil, col. Hautes Études, 2004, clase
del 8 de marzo de 1978, p. 245 [trad. esp.: Seguridad, territorio, población. Curso en el
Collège de France (1977-1978), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006]).
Véanse ya las observaciones de Michel Foucault sobre este mismo tema en la clase
del 8 de febrero de 1978, p. 122. La crítica de los universales encuentra una
reafirmación en el artículo “Foucault”, aparecido, con el seudónimo de Maurice
Florence, en Denis Huismans (dir.), Dictionnaire des philosophes, París, PUF, 1984;
véase Michel Foucault, Dits et écrits, 1954-1988, 4 vols., ed. de Daniel Defert y
François Ewald con la colaboración de Jacques Lagrange, París, Gallimard, 1994 (en
lo sucesivo, DE con referencia a esta edición), vol. 4, núm. 345, p. 634: la primera
elección de método implicada por “la cuestión de las relaciones entre sujeto y verdad”
consistía en “un escepticismo sistemático con respecto a todos los universales
antropológicos”.

5 Michel Foucault no vuelve a tocar el tema en las siguientes clases del curso.

6 Véase Michel Foucault, Sécurité, territoire…, op. cit., clases del 8, del 15 y del 22 de marzo de 1978.

7 Sécurité, territoire…, op. cit., clase del 1º de febrero de 1978, pp. 112 y 118, n. 39
[trad. esp.: Seguridad, territorio…, op. cit., p. 136, n. 39].
* Lapsus manifiesto. Michel Foucault dice: la historia.

8 Véase Michel Foucault, “Il faut défendre la société.” Cours au Collège de France,
1975-1976, ed. de Mauro Bertani y Alessandro Fontana, París, Gallimard/Seuil, col.
Hautes Études, 1997 [trad. esp.: Defender la sociedad. Curso en el Collège de France
(1975-1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000].

No hay comentarios: