jueves, 7 de marzo de 2013
"ALGO MAS QUE UN LIDER AUTORITARIO"por Beatriz Sarlo
Es demasiado sencillo enterrar a Chávez en el catafalco de los líderes
autoritarios, como un representante más de América latina en toda su tipicidad.
Quedan varias cuentas por hacer antes de dejarlo allí.
La primera es la del pasado político venezolano anterior. Chávez
no es inmotivado . Tampoco es el primer presidente de Venezuela que
despilfarra la renta petrolera; no es el primero que esboza planes suntuosos
que quedan a mitad de camino, olvidados, cubiertos por la ocurrencia siguiente.
No es el primero que usó esa renta en el corto plazo, discurseando sobre el
futuro sin darle bases más sólidas.
La segunda cuenta requiere no repetir, en el juicio sobre
Chávez, los rasgos sumarios de sus propios pronunciamientos ni la
grandilocuencia sin fisuras de sus gestos. Nos ponemos rápidamente de acuerdo:
no le interesaba la lógica republicana. Pero Chávez fue algo más que un militar vuelto líder carismático que despreció las
libertades clásicas. Su historia, desde que conoció, como cadete, al
nacionalista peruano Velazco Alvarado, el presidente de la reforma agraria,
trae anuncios desde el comienzo. No fue un recién llegado al escenario, que se
transforma a medida en que se consolida. Anunció lo que llegaría a ser. Chávez
fue, además, un caudillo militar y usó al ejército no sólo como instrumento de
un golpe, sino también como sostén de su expansiva fuerza territorial. En esto
se diferencia de otros líderes de América latina, en primer lugar de Evo
Morales, de Correa y de Néstor Kirchner , que se sostuvieron con fuerzas de otro
origen.
Su poder se extendió demasiado, pero su popularidad no resultó
solamente de un vasto parque de artefactos publicitarios y del adoctrinamiento
de masas. Su imagen no se construyó sólo a expensas de la libertad de prensa.
No tuvo contemplaciones con esos derechos, pero no lo votaron como consecuencia
de que los limitó cuantas veces pudo. Como muchos de los actuales presidentes
de América latina, usó el aparato estatal y el dinero público para imponerse.
Estos dirigentes han aprendido que el Estado es la máquina que construye su
poder. La larga saga del exilio de Perón, esos 18 años de proscripción, hoy es
inconcebible. La ocupación del Estado y la incontrolada disposición de sus
recursos son la clave de bóveda del poder, la matriz donde se reproduce.
El tercer punto a considerar: la hegemonía cultural y política
del chavismo cambió, probablemente para siempre, la relación de los sectores
populares con los gobiernos en Venezuela. En un nivel simbólico, Chávez aseguró
su representación: se identificaron con el líder como no se habían identificado
con los dirigentes anteriores, aunque éstos fueran más respetuosos de las
instituciones. Podrá decirse, con razón, que uno de los dramas latinoamericanos
es la escisión entre la institucionalidad política y la experiencia de que esa
institucionalidad no es el instrumento que responde más rápido a necesidades
reales. Ésta es una cuestión abierta; sobre ella, la Argentina escribe también
un capítulo, con su propio estilo. De allí al desprecio por las instituciones
hay solo un paso.
Frente a Chávez, la democracia debe preguntarse una vez más qué
sucede con sus promesas incumplidas. Entender a Chávez no implica justificarlo.
Y es también una tarea mucho más difícil que la sencilla identificación que
pasa por alto todo. Exige aceptar y corregir que, en la mayoría de los países
sudamericanos, la democracia no ha persuadido de que es un régimen capaz de
superar los límites que le plantean la pobreza y la injusta distribución del
ingreso, la violencia (que en Venezuela perduró y se agravó durante el
chavismo) y la destitución en la vida cotidiana. Éstos son los problemas de la
democracia que el cesarismo plebiscitario no soluciona, pero pone trágicamente
al descubierto. Los señala, los utiliza como bandera de transformación y como
excusa demagógica, les da reconocimiento, los malversa, los desordena, los
ataca y, al mismo tiempo, los deja persistir.
Hugo Chávez fue, además, un caudillo de carisma agobiante y
arrollador (su simpatía, su voz, la munificencia de su oratoria rica en
maldiciones, imprecaciones, vocativos de fuego y amenazas). A diferencia de
otros líderes populistas, su relación con la tradición histórica de América
latina fue intensa y peculiarmente íntima. El adjetivo "bolivariano"
no era, en su caso, una mención escolar; mostraba el deseo de inscribirse en la
larga duración histórica. No se trata de medir ahora la versión de Chávez sobre
esa historia, sino la fuerza que buscó en un linaje que arrancaba en las
guerras coloniales y llegaba a hombres que sólo él recordaba en la vorágine
superficial del discurso político: Sandino, Prestes. La relación de Chávez con
estos hombres era vital. Se sentía uno de ellos.
Esto no mejora su autoritarismo, pero indica que su temple
estaba atravesado por vetas auténticas del pasado y rayos de novedad. Fue el
último antiimperialista a la vieja usanza. Y el primero de una fila de líderes
que practicaron un antiimperialismo que, influido precisamente por un error
arcaico, no les permitió distinguir los conflictos planetarios del presente. En
Chávez estuvieron esas dos almas. La de la renovación de un discurso
latinoamericanista que agonizaba después del fracaso autoritario de la
revolución cubana y la de un antiimperialismo viejo y nuevo, que lo llevó a sus
incursiones diplomáticas en Irán.
Durante todos los años que gobernó, la oposición no estuvo a su
altura. Esto no convierte a ningún gobierno en aceptable ni justifica sus
errores. Pero simplifica la foja de sus responsabilidades, sin eximirlas.
Oponerse a un líder carismático que ocupa sin fisuras todo el Estado vuelve
imprescindible un gran potencial político que incluya el reconocimiento inteligente
de las causas que lo han sostenido allí. Por supuesto, tampoco sus herederos
tienen una tarea sencilla por delante. Ellos enfrentan el dilema de una
repetición imposible, precisamente por las razones que hicieron de Chávez el
hombre que los dirigió hasta ayer. Y que hasta ayer los mantuvo unidos. La
herencia puede separarlos.
Publicado por DARÍO YANCÁN en 16:33
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