viernes, 16 de diciembre de 2011

“El intelectual se lleva mal con los partidos políticos” entrevista a Abelardo Castillo por Silvina Friera.




El primer asombro desfila por los párpados. La mirada de Abelardo Castillo fulgura en el instante en que reedita un robo fundacional. El joven que fue soportaba el servicio militar cuando no pudo con su genio y decidió atesorar un ejemplar de los diarios de Kafka, que se llevó de una librería de Olavarría. Ese joven ya escribía su propio diario. Aún lo sigue escribiendo. Hay más de dos mil páginas acumuladas que conectan los intersticios del pasado con lo que vendrá. El volcán de la memoria afectiva casi siempre es intempestivo. El Gran Premio de Honor de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), que el escritor recibió ayer (ver aparte), activa escenas de la extrema juventud desde el pulso de un presente redondo. Este es un año “emblemático” en el que confluyen tres aniversarios fundamentales: se cumplen cincuenta años de la publicación de su primer libro, Las otras puertas; de la publicación y montaje de El otro Judas y de la creación de la revista El escarabajo de oro. “Desde el punto de vista de la alegría o de la vanidad personal, este premio significa bastante”, le dice Castillo a Página/12.

Los recuerdos abren, desde la entonación apasionada de Castillo, una ventana para espiar un episodio inolvidable del pasado. Entre 1963 y 1965 el escritor había cosechado un puñado de méritos. Ya había publicado Las otras puertas, premiada con la Faja de Honor de la SADE. Su obra de teatro El otro Judas había sido representada con dirección de Onofre Lovero y otra de sus piezas teatrales, Israfel, basada en la vida de Edgar Allan Poe, también había sido premiada por un jurado integrado nada más y nada menos que por Eugène Ionesco. Continuaba, además, dirigiendo su segunda revista literaria, El escarabajo de oro. A través de una editorial que compartía el mismo nombre de la revista publicó un libro homenaje al poeta comunista Mario Jorge De Lellis, la reedición de Cantos humanos con ilustraciones de Carlos Alonso. El lugar elegido para presentarlo fue la SADE de la calle México. Entonces, en el ’65, el presidente de la institución era por segunda vez el español Fermín Estrella Gutiérrez. “No era el modelo de escritor que hoy llamaríamos progresista –ilustra Castillo–. Pero lo divertido fue que para conseguir la sala José Hernández, donde me entregaron el premio a mí, pedimos permiso para que tocara Aníbal Troilo. Llevarlo a Troilo a la SADE era casi un acto subversivo. Y fueron Troilo y Grela.”

Cuando estaba por empezar esa jornada memorable, surgió un percance. La ausencia de un “combustible” ineludible estaba por desbaratar los planes. “Che, Troilo no quiere tocar”, le avisaron a Castillo. “Si no traen whisky, no toca.” Castillo enfiló hacia el bodegón de la esquina con el caballo desbocado de su corazón acelerando los pasos: “Mire, acá enfrente está Troilo, pero no quiere tocar si no le llevo una botella de whisky”, explicó. “No sólo me vendieron la botella sino que creo que me la regalaron. Y se vinieron conmigo varios de los curdas que estaban en el bodegón –revela–. Yo entraba a la SADE con una botella de whisky en una mano y con un pelotón de ebrios consuetudinarios para escucharlo a Troilo. En ese mismo momento Fermín Estrella Gutiérrez, un hombre probo, austero, muy educado, me vio con esa especie de malón.”

Ahora, tantos años después, Castillo insiste en ponderar la mejor tradición de la SADE: la amplitud. Sobre el escritorio, las hojas sueltas de sus diarios, esos papeles que tienden puentes con el joven que fue, son testigos de la cadencia enfática con la que el escritor argumenta. “Una sociedad de escritores no puede hacer política partidista; está para defender los derechos de los escritores. Cuando nos metieron presos a Arnoldo Liberman y a mí por defender Lolita, de Nabokov –nuestras democracias eran muy dudosas en los ’60–, nos defendieron de la SADE. A veces cometieron errores

inaceptables, como la expulsión de Leopoldo Marechal. Esa era una época dura que no conviene que se repita desde el poder, porque por el mero hecho de ser comunista o no ser peronista o ser cuestionador del régimen lo ponían preso a Leónidas Barletta o a uno de los mayores novelistas argentinos, Alfredo Varela. Cuando Hugo del Carril le pidió los derechos a Varela para filmar Las aguas bajan turbias, basada en la novela El río oscuro, Varela estaba en la cárcel. Esperaría que ese tipo de tradición no vuelva nunca a la Argentina”.

–Parece lejano un posible regreso de ese tipo de tradiciones, ¿no?

–Supongo que sí, pero nunca se sabe... Yo nunca he sido oficialista por principio; creo que un escritor no puede ser oficialista porque en la medida en que militás en el partido que sea tenés que estar de hecho y casi moralmente de acuerdo con las decisiones de ese partido. Y un intelectual debe estar pensando más bien en molestar, aun cuando esté de acuerdo. Con una de las pocas cosas con las que he estado de acuerdo con David Viñas fue cuando dijo justamente que un escritor nunca puede ser oficialista. Esto no quiere decir que yo sea antioficialista. Una cosa muy distinta es decir “no soy musulmán” a decir que “soy antimusulmán”. Todo lo que tienda a dividir lo juzgo peligroso. Ahora, si estamos lejos o no... espero que sí y quiero creer que sí.

–¿Cómo está viviendo esta coyuntura política en la que Cristina Fernández asumió su segundo mandato?

–Estoy a la expectativa, esperando ver qué ocurre, sin oponerme a las cosas que considero buenas y necesarias, pero sin creer, por principio, que ya están sucediendo. Que Cristina iba a ganar esta elección, se sabía; únicamente la oposición no creía que esto iba a suceder. El problema que me preocupa no es esencialmente el del gobierno de los argentinos, sino la oposición de los argentinos. Alberdi dijo que todos los países tienen los gobiernos que se merecen. Tal vez sea cierto o no; pero si tenemos los gobiernos que nos merecemos, para bien o para mal, entonces somos responsables de los gobiernos porque los hemos votado o porque dejamos que esos gobiernos sucedan. Pero lo que Alberdi se olvidó de decir es que también los países tenemos la oposición que nos merecemos. La oposición en la Argentina es desastrosa: sin ideas, sin proyectos, sin nada. Lo mejor que puede hacer un intelectual es reflexionar sobre el problema, pero no aceptar, por principio, estar en la oposición o en el gobierno.

–Pero un intelectual puede decidir militar en un partido.

–Sí, pero en ese momento, el militar, deja de ser un intelectual. Si es militante y está afiliado al partido tiene que estar moralmente con la línea de su partido. No puede no estar de acuerdo, si no ¿para qué está afiliado y por qué milita en ese partido? Tiene que aceptar todas las decisiones de su partido, le gusten o no. Esto se discutía en los años ’60 acerca de la afiliación al Partido Comunista. ¿Se podía ser comunista siendo intelectual? Lo plantea Sartre en ¿Qué es la literatura? Si sos un intelectual que pone en cuestión las ideas de tu partido o de tu movimiento, en realidad estás molestando a tu partido. Es por eso que los intelectuales suelen llevarse tan mal con los partidos políticos. Nunca pertenecí a un partido político. Siempre estuve en la izquierda, he discutido con los comunistas y con los peronistas. Nunca fui peronista como nunca fui comunista, pero jamás fui antiperonista, porque creo que es una actitud política errónea y muy peligrosa en un país como el nuestro. Recuerdo un discurso muy viejo de Fidel Castro en el que decía que en Cuba no se debe ser ni anticatólico, ni anticomunista, ni anti ninguna cosa que tienda a dividir. Y no lo dijo un sacristán o el obispo de Managua (risas).

Las carcajadas de Castillo parecen recurrir a la hipérbole deliberada para lograr un efecto más cómico después del silencio. Como un futuro perfecto que está en la punta de la lengua, un joven llegó de San Pedro a Buenos Aires a los dieciocho años con el propósito de tantear la distancia que media entre lo que sus ojos de lector devoraban y el dibujo de las palabras. Traía sus diarios, cuadernos y hojas sueltas que empezó antes de su partida; diario que sigue engordando y escribiendo. “Este año es para mí muy emblemático –subraya–. En el ’61 fundé El escarabajo de oro, se publicó y se montó El otro Judas, y se publicó Las otras puertas, que terminó siendo como el primer libro de narrativa de la generación del ’60, con el que gané el Premio Casa de las Américas. Y ahí entré a la literatura. Hace exactamente cincuenta años que me pasó todo.”

–¿Le impresiona un poco este aniversario, los cincuenta años?

–¡Claro que me impresiona! Cuando uno puede decir “hace medio siglo que...” es porque han pasado por los puentes de su vida una cantidad de gente, de hechos, de malestares, de pequeñas alegrías muy considerables. Cincuenta años es la vida entera de los hombres que yo admiro. Arlt se murió a los 42 años y yo estoy recordando que hace cincuenta se publicó mi primer libro.

–Al llevar un diario durante tantos años, ¿qué cuestiones lo sorprendieron al volver sobre los textos que escribió?

–He encontrado el tema entero de un cuento que creí que lo había inventado. “El cruce del Aqueronte” fue publicado como cuento y luego es el capítulo dos de El que tiene sed. Pero no es un cuento realmente; la historia me ocurrió a mí. Yo me encontré en un colectivo, que iba a Tres Arroyos, totalmente borracho y vestido de una manera insensata, anotando en el cuaderno que siempre llevaba conmigo una idea para un cuento que podía ser la de Esteban Espósito borracho. En el diario digo que voy a anotar unas letras más –tenía una curda que ni te imaginás–, sencillamente para ver cuánto tiempo se puede escribir en un ómnibus en movimiento. Esto lo escribí en el diario, lo dejé y pasaron los años. Un día escribí “El cruce del Aqueronte”, en que Esteban Espósito literalmente se despierta en un ómnibus que no sabe adónde va, pero con la diferencia de que ahí escribe la carta de su vida y después la echa en un buzón sin ponerle dirección alguna. Ese es el tema del cuento. O sea que lo más importante que ha escrito desde el punto existencial es una carta donde dice todo lo que piensa del amor y de ciertas cosas, pero resulta que cuando la echa al sobre para su destinatario se olvida de a quién se la tiene que mandar. Ni siquiera se da cuenta de que no se la manda a nadie. Un día, mirando el diario, buscando no sé qué dato, me di cuenta de que me había pasado. Lo que creí que había inventado era nada más que una especie de recuerdo. Incluso me había perdido algo del diario porque hablaba de que tenía la sensación de estar metido en una coctelera. Y ahí mismo, en el diario, puse coctelera con signos de admiración porque me gustó la imagen de un borracho metido en una coctelera. Y esa imagen me la perdí en el cuento.

–¿Cómo resulta la confrontación entre el joven que fue y el escritor que es ahora?

–Una de las cosas aterradoras de llevar un diario es que a los 20 o 25 años pensaba las mismas cosas que ahora –no he descubierto nada–, y además las pensaba mejor (risas). Ultimamente me cuesta un poco más de trabajo escribir el diario porque tengo que hacer un gran esfuerzo para sentir que no va a ser publicado, que es el único modo de escribir un diario: poner la publicación en el futuro. Hasta que decidí que mi diario termina en 2010. Todo lo que anote ahora es otra cosa. Si mantiene lo que tenía en el diario, ¡adelante! A mí me servía como una especie de terapia; era una manera de palparme para ver si a los 70 años, por ejemplo, sigo creyendo en aquellas verdades en las que creía a los 35. El tipo que yo fui, ¿haría o diría ciertas cosas? El diario siempre fue para ver en qué medida uno se modifica y en qué medida todavía podés tolerar el cotejo con aquel adolescente o joven que fuiste.

–¿Cómo anda el nivel de tolerancia?

–Y... A veces me resulta que aquel joven era más interesante que este señor (risas).

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