El experimento político que ofrece el trabajo en creación colectiva es el de re-concebir la noción de un grupo de personas unidas colectivamente en la creación de un (único) objeto. Esta proposición nos refiere directamente al aspecto sociológico del asunto, y, hurgando más, a la postura individual de cada integrante de esa metonimia de la sociedad toda; una postura que revelará qué y cómo piensa el individuo a esa sociedad de la cual es parte. Esto genera una forma de política: la que cree en que los objetos colectivos (por ejemplo, una sociedad en una mirada macro, un espectáculo en la micro) se construyen por adición y no por sustitución; todo lo que se genera es aceptado porque no hay un sujeto que regule las propuestas, o por lo menos, no debe haberlo. En todo caso, debe haber integrantes preparados para la tarea conjunta en su aspecto más técnico, el cual es la capacidad de tener conciencia de la totalidad del objeto en creación en toda su complejidad al mismo tiempo que vivencia individual por completo identificatoria y mimética. En pocas palabras, cada integrante sabrá teórica y prácticamente qué cosa es en realidad la catarsis, no mucho más que el procedimiento antedicho: cercanía en la vivencia individual más distancia en la observación de la totalidad. Esto permitirá que la decisión de absorber o rechazar una propuesta sea colectiva y no individual; cuando el colectivo todo advierte que eso que está en trámite de aceptación o rechazo, no le sirve al todo que se está creando, no hay ni que decir “no” sino sólo aceptar lo que esa coyuntura del proceso creador está manifestando, y lo que no sirve se va sin esfuerzo ni discusión; aun los integrantes que no sintonizan con la totalidad. Esto nos lleva directamente a pensar en otro modo de manifestación política de la creación colectiva: A menudo se oye hablar de democracia en el trabajo, lo cual incluye el rechazo y la desmoralización de lo que se constituye como minoría –un disparate si hablamos de creación-. En cambio, la apuesta de la verdadera creación colectiva es mucho más que eso: es la unanimidad. Esta unanimidad exige una gran amplitud de criterio como para saber que la aceptación de la existencia del otro, sin poner en juicio sus características, y la acción de “ceder” que deviene naturalmente, son imprescindibles para evitar los desacuerdos. El desacuerdo es una acción de discordia y disgregación, basada sólo en mecanismos internos narcisistas y egoicos; implica una batalla en la cual un punto de vista debería ser sustituido por otro: guerra, en la cual se gana o se pierde. Pero el desacuerdo es inevitable, imposible de eliminar, y una condición inherente a las diferencias que existen entre los seres humanos; ni siquiera podemos estar seguros de “si estamos de acuerdo” en que lo que sentimos como “frío” es lo mismo que sienten los demás, por ejemplo. El único acuerdo real al que se puede arribar, entonces, es el acuerdo del desacuerdo inevitable, la aceptación de esa condición, y la extracción de lo mejor de ella. Por lo tanto, es preciso llevar adelante procedimientos básicos y naturales de generación: una propuesta se suma a otra y generan, como producto de su colisión positiva, una nueva, que no es la primera ni la segunda pero contiene a las dos. La responsabilidad individual y la aceptación del otro, entonces, juegan un rol importantísimo para que estos preceptos puedan llevarse adelante. Los trabajos en los cuales varios artistas generan materia prima para que otro artista, autor o director o coreógrafo, etc., genere su obra, no son creaciones colectivas sino trabajos individuales en colaboración. El malentendido al respecto alcanza niveles alarmantes en la actualidad.
Es difícil dar un ejemplo concreto, porque implicaría la visión de algún fragmento de creación colectiva o la participación directa en un proceso que se estuviera llevando a cabo, pero voy a intentar especificar la hipótesis tendiendo a un modo ejemplarizador de expresión. Al no estar la creación colectiva regulada por ningún sujeto en particular, no habrá quien pueda definir como bueno o malo un signo expresado por un integrante del colectivo. Por lo tanto, no todos los integrantes considerarán bello, necesario o “bueno”, todo lo que se genere. Pero si cada uno, bajo su responsabilidad individual y su formación dramatúrgica básica, apela a su intuición creadora para expresar aquello que lo compromete en ese preciso momento del trabajo, no habrá duda de que su accionar será puramente artístico, se estará ficcionalizando la realidad percibida por cada sujeto (mímesis), y esto es en sí un acto importante de honestidad. Pero como la creación colectiva es la expresión de un grupo de artistas y no de uno solo, no siempre los resultados serán “bellos” según el criterio burgués homologado de belleza, que consiste en conseguir la armonía aun a costa de falsear la realidad. La belleza de la creación colectiva es una belleza innovadora e inesperada, que a veces resulta de un conjunto de malformaciones y anomalías. Hay que estar muy desprejuiciado para generar una creación colectiva tanto como para recepcionarla. Podría valer como ejemplo la experiencia de ver sufrir a una persona que no es actor profesional; según la premisa de que todos actuamos para expresar nuestros sentires internos, podemos encontrarnos con personas que actúan “mal” su propio sentir, según lo que establecen las normas del “buen actuar”, y, sin embargo, no podemos reprocharle nada al supuesto “mal actor” porque la obra en la que está actuando es su propia vida. Diremos, con un dejo de falsa intelectualidad comprensiva, “qué mal estaría ese actor si hiciese eso en una obra”, aunque no tengamos dudas de que lo que está expresando es una verdad incuestionable. La creación colectiva, más que ninguna otra expresión relativa al teatro, debe por fuerza privilegiar los estatutos de verdad por sobre los aspectos formales establecidos por quienes pretenden, vana y especulativamente, burocratizar la intuición creadora.
En una creación colectiva es imposible la identificación de un discurso unívoco, de una posición única frente a un asunto, más la sensación de que la obra que se presenta delante no tiene una sola forma, ni responde a patrón alguno de belleza ni de estructura. Invariablemente, en una creación colectiva se escuchan muchas voces, y hasta puede suceder (y, es más, es deseable) que esas voces sean perfectamente opuestas entre sí.
Luego de trabajar durante más de cinco años, habiendo casi abandonado la escritura individual durante ese lapso, en la investigación práctica de la creación colectiva, concluí en que será imposible en tanto los patrones de relación entre las personas no sean removidos de raíz y se produzca una revisión profunda de los modos de vinculación, por fuera de cualquier tipo de verticalismo, y se ponga en valor el concepto real de compañerismo (en el germinal sentido de “compartir”). De todos modos, en diferencia de grado, la actividad teatral, aun la del propio autor solo frente a su obra, es una actividad colectiva, ya que convergen –en ningún caso tanto como en el teatro- muchas voluntades (reales o ficcionales) para construir mundos imaginarios. Y todas, todas, deben dejarse oír.
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