domingo, 14 de septiembre de 2008

"ENTRE MITO Y POLÍTICA" ( prólogo al Libro "ATRAVESAR FRONTERAS") por JEAN-PIERRE VERNANT




Prólogo


En una obra precedente, intenté precisar mi posición, “entre mito y
política”, cuando asumía un doble compromiso, diferenciado y solidario,
en mi trabajo científico, por una parte, y en mi vida de militante, por la
otra. A la vez, desde un principio, al comienzo del prólogo, declaraba
que, en mi caso, no se trataba de escribir una autobiografía cualquiera.
La empresa me parecía hasta tal punto extraña a mis inclinaciones y a
mi capacidad que, aun cuando mi idea era intentarlo, en cuanto me
disponía a tomar la pluma entre mis manos, se me caía de los dedos
desde las primeras líneas.1
¿Desmiento, en este nuevo libro, lo que declaraba? Pienso que no.
Es verdad que, en la primera parte de la obra, me dejo llevar por
confidencias personales al evocar acontecimientos que he vivido en los
años cuarenta -cuando dirigía en Toulouse la Resistencia militar- de los
que jamás había hablado hasta este momento. Pero los hechos que
menciono son muy pequeños para despertar interés por sí mismos y, si
los detallo, es sólo como punto de partida de una reflexión general que
sobrepasa largamente a mi persona.
¿Por qué recuerdo hoy esos detalles? ¿Por qué vuelvo sobre ellos
ahora, si desde hace tiempo estaban ocultos en el fondo del olvido? El
azar ha intervenido. Al esforzarme en poner un poco de orden en la
acumulación caótica de mis papeles y de mis libros, me encontré con
dos cartas que creía perdidas porque databan de un período en el que,
por precaución, no conservaba ningún escrito. Poco tiempo después de
este descubrimiento, concurrí a un seminario en la École des Hautes
Études en Sciences Sociales para responder a las preguntas que
deseaban formularme dos historiadores actuales, Pierre Laborie y
Laurent Douzou, sobre mis años de guerra y de Resistencia.
Me dirigía hacia allí sin mucha inquietud, con las manos en los
bolsillos, pero con los dos documentos recuperados por si hacían falta.
Laborie y Douzou me interrogaron sin cumplidos, y para satisfacer su
curiosidad legítima de historiadores era necesario que me dispusiera a
reflexionar, de un modo distinto a como lo había hecho hasta entonces,
sobre mi experiencia de juventud y sobre la mirada que hoy tengo sobre
los inicios y el curso de mi vida.
¿Cuál era, al margen y más allá de sus aspectos subjetivos, el
verdadero objeto de ese interrogatorio? Sin ninguna duda, apuntaba a
los vínculos del pasado y del presente, a las fronteras que los separan,
a los modos de atravesar esos límites sin borrarlos, sin falsearlos. El
problema se planteaba en varios niveles. Sobre el abordaje inicial de mi
trabajo, el interrogatorio concernía a la Antigüedad, a la civilización
helénica, al hombre griego antiguo. ¿Existe un lazo -se me preguntóentre
su lectura de la epopeya homérica y su acción en la Resistencia
militar, con los riesgos que ésta comportaba? Ya me habían formulado
esa pregunta en un debate con François Hartog. De golpe me había
sorprendido e incluso, creo, escandalizado un poco, en la medida en
que me parecía incongruente amalgamar eso que no competía, en
principio, más que a la ciencia pura y los azares de la acción, a merced
de las circunstancias. Pero, al reflexionar, esos lazos se presentaron de
manera muy clara; lazos urdidos entre mi interpretación del mundo de
los héroes homéricos y mi experiencia de vida aparecieron ante mí
como un tejido invisible de correspondencias, orientando mi lectura
“erudita” y privilegiando en el texto ciertos rasgos: la vida breve, el ideal
heroico, la bella muerte, el ultraje del cadáver, el verdadero honor más
allá de los honores, la gloria imperecedera, la memoria del canto
poético, entre otros tantos temas que he puesto en primer plano. Si los
temas de un pasado antiguo de casi tres mil años documentado en
textos, de un pasado muy reciente todavía vivo en mis recuerdos y del
hoy en que escribo este libro continúan interpelándome, es porque se
hacen eco, en mi interrogación actual, mezclando sus voces sin
confundirse.
Como si, en mi persona, tres capas sedimentarias diferentes -la
Antigüedad, el curso de mi vida, el ahora de mi pensamiento-, cada una
con su propia forma de temporalidad, entraran en resonancia en el
momento de responder a las preguntas difíciles que se me formulaban.
Fronteras entre pasado y presente, entre diferentes pasados, entre la
objetividad distante del erudito y el compromiso apasionado del
militante; distancia, en fin, en cada uno de nosotros, entre sus
recuerdos y su propia presencia.
Esa confrontación, que en un principio se apoyaba sobre el recuerdo
de lo que había vivido durante mi rechazo al régimen de Vichy y bajo la
ocupación alemana, no podía dejar de desembocar en los problemas de
la memoria y, en particular, en las dificultades que enfrenta el
historiador para hablar de esos años negros, de esos años que
ciertamente transcurrieron pero que no han pasado, que siguen estando
muy presentes en los recuerdos y cuyos desafíos todavía son
demasiado actuales en la vida colectiva como para tratarlos con el
desapego y la distancia propias de lo que es totalmente pasado.
¿Testimonio de sobrevivientes que cuentan eso de lo que guardan
memoria? ¿Documentos escritos? ¿Archivos? ¿Sobre qué apoyarse?
¿En quiénes? ¿De quién fiarse? Era el momento de exhumar mis dos
cartas, de enlazar el relato de la fabricación de un documento a la vez
auténtico y falso, para mostrar que, de la misma manera que el
recuerdo de testigos, un documento no prueba nada en tanto no haya
sido sometido a una crítica sistemática. Como el acto de la memoria, el
documento es una construcción humana de la que es preciso dilucidar
el condicionamiento social y psicológico para extraer sus significados, a
menudo múltiples.
Era también el momento de evocar el “caso Aubrac”, que ha
constituido, tanto en el debate de los historiadores entre sí como en la
confrontación entre resistentes e historiadores, un punto de no retorno
que evidencia el abismo que separa la investigación del erudito y la
puesta en escena del periodismo.
Embarcado en esa vía, me fue preciso hurgar en mi pasado, en lo
que concierne a los problemas de la memoria, y recordar brevemente lo
que traté en un estudio más completo, que se encuentra en la segunda
parte de este volumen, junto a otro texto donde desarrollo más
largamente mi análisis sobre la Ilíada.
La memoria, según mi parecer, no es una ni es constante. Son
múltiples las operaciones mentales que nos permiten traer a la
conciencia un objeto de pensamiento que no está presente, que no es
percibido por nuestros sentidos sino reconstruido por el espíritu como
representación de una ausencia. Esas operaciones muchas veces
utilizan procedimientos adquiridos mediante un aprendizaje difícil, y que
han variado según los momentos y las civilizaciones. Desde la memoria
divinizada de los griegos de la época arcaica, esta mnemosyne
omnisciente que inspiraba al poeta épico y le confería, junto con el don
de la videncia, la capacidad de conocer y de cantar “todo lo que ha
sido”, de narrar, como era costumbre hacerlo, el tiempo remoto, el
pasado de héroes legendarios, hasta nuestra memoria actual, o, mejor
dicho, nuestras múltiples formas de rememoración, existen cambios,
rupturas, abandonos, transformaciones profundas. Para esquematizar
el estado actual de las actividades que englobamos bajo el rótulo
memoria, es preciso establecer la distinción entre la memoria individual,
con los recuerdos de cada uno; la memoria colectiva, aquella de grupos
sociales que se fabrican un pasado común para enraizar allí su
presente; y la de los historiadores, para quienes el pasado, desde el
surgimiento de su disciplina, por el solo hecho de que ha tenido lugar,
adquiere el estatus de un objeto de investigación científica y revela en
su mismo ser el establecimiento controlado de la verdad. Estas tres
formas de memoria, al margen de sus diferencias, tienen en común el
ser reconstrucciones, más o menos laboriosas, del pasado, y no su
aprehensión directa e inmediata.
Por otro lado, he incluido en este volumen los textos sobre “la muerte
heroica” y sobre “la historia de la memoria”, que completan de manera
directa las palabras demasiado rápidas y demasiado personales de la
primera parte, al mismo tiempo que un comentario a las páginas de mi
maestro Ignace Meyerson sobre “la historia de la voluntad”, y algunos
ensayos en los que explico mi situación casi siempre entre dos
dominios opuestos, ocupado en abrir una vía de pasaje entre ambos:
pasado y presente, mito y razón, mundo arcaico y ciudad, uno mismo y
el otro. Los títulos de los textos -“Entre exotismo y familiaridad”, “Pensar
la diferencia”, “Nacimiento de lo político”- dicen claramente que en
todos los casos se trata de atravesar fronteras, no para borrarlas sino
para deducir más claramente, mediante la comparación, los rasgos
característicos de eso mismo que las separa.
Otros escritos más breves, más circunstanciales, ilustran mi
recorrido: pasaje de un espacio urbano a otro; lazos sucesivos con
Checoslovaquia, desde Múnich hasta la instalación del régimen
comunista y al apoyo activo a la disidencia por la fundación, junto con
Jacques Derrida, de la asociación Jan-Hus; cruce de la Rue des Écoles
para pasar de Hautes Études al Collège de France o, para terminar,
bajo el título “Atravesar un puente”, un texto que el Consejo de Europa
me había encargado para representar a Francia y que figura junto a los
de otras naciones sobre una de las estelas que jalonan el puente de
Europa que une, a través del Rin, las riberas francesa y alemana.
Pero, antes de cerrar este prólogo, una última palabra. Es razonable
decir: hay un tiempo para hablar, para escribir, y un tiempo para
callarse. Que el lector me perdone el haberlos mezclado y confundido,
una vez más, en este libro donde, imprudentemente, me sucede borrar
las fronteras entre las edades de la vida.



Un tiempo rebelde
(fragmento)


Escribí textos sobre la muerte heroica, sobre la “bella muerte”, es decir,
sobre la concepción que los griegos tenían acerca de la muerte cuando,
según la Ilíada y la Odisea, en especial la Ilíada, se valían de esos
cantos poéticos para dar un rostro a eso que no lo tenía y que no podría
afrontarse sin perder el propio y desaparecer para siempre en lo
invisible. La muerte ocupaba un lugar particular en su sistema de
pensamiento, en sus emociones, en el sentido conferido a la vida.
Cuando redacté el artículo titulado “La bella muerte y el cadáver
ultrajado”,2 partí de una reflexión sobre una práctica no ritual sino, por el
contrario, escandalosa: el ultraje de los cadáveres. ¿Por qué, después
de su victoria sobre Héctor, Aquiles no se contenta con lo acontecido,
con la muerte de su adversario, sino que se ensaña con su cadáver? Lo
ata detrás de su carro, lo arrastra por el polvo hasta dejarlo
irreconocible. Aquiles pretende destruir para siempre eso que, en el
cuerpo de su enemigo, testimoniaba su valor guerrero: juventud,
belleza, vigor, agilidad, rapidez. Son precisamente esos valores, cuyo
fulgor brilla a los ojos de todos en el cuerpo del combatiente heroico, los
que él intenta hacer desaparecer. No le bastó con matar a su
adversario; lo esencial es infligir a sus despojos una serie tal de ultrajes
que lo desfiguren y hagan que no se parezca a nada. ¿De qué modo?
Arrancándole la piel, cortándole la cabeza y los miembros, dejando que
su cadáver se pudra al sol, entregándolo como alimento a las bestias
salvajes, a los pájaros del cielo, a los peces del río. Destruir en el
hombre lo que hoy un filósofo llamaría su ser espiritual. Eso que llamo
su ser social, su condición de héroe.
De ahí partí para intentar comprender el significado de esta voluntad
de destruir en el enemigo la individualidad de sus rasgos y, al mismo
tiempo, toda huella de humanidad. Era preciso deshumanizarlo, llevarlo
al caos, a la nada. El ultraje permitía tomar conciencia, por contraste, de
lo que era la muerte del guerrero en el esplendor de su belleza juvenil.
Aquello que, de golpe, situaba en su iluminación exacta el ideal heroico.
Volvamos a Aquiles. Se le impuso una elección, como punto de partida,
entre dos formas de vida. O bien una vida honrosa, apacible, un buen
casamiento, envejecer entre sus hijos y nietos, y morir en su cama al
término de su edad: la larga vida. Y después: nada. No dejar ningún
recuerdo. Como si jamás hubiese existido. O bien, por el contrario, la
otra opción: la vida breve, la vida totalmente truncada cuando está en la
flor de su areté, de su valor, de su belleza, de su juventud. Elegir la vida
breve es aceptar poner en juego sin cesar en el campo de batalla su
psyché, su soplo vital. Se vive continuamente bajo la modalidad del
todo o nada. Tener todo significa haber ganado el acceso a la
inmortalidad, seguir estando presente en la vida de todos los hombres
futuros de la misma manera que entre sus contemporáneos.
En una sociedad del cara a cara, lo que cuenta no es ni la
interioridad de cada uno ni sus estados de ánimo, sino lo que se ve de
él, el modo de aparecer que su presencia revela frente a los demás.
Para los griegos, la única manera de escapar de la anonadación es,
justamente, haber llegado a ser para siempre objeto de lo que ellos
llaman kleos áphthiton: la “gloria imperecedera”. Me parecía que esos
dos aspectos -bella muerte, ultraje del cadáver- eran absolutamente
solidarios y reflejaban una misma actitud respecto de la vida, de la
identidad, de eso que hoy se llamaría la “persona”. Me ha servido de
mucha ayuda el trabajo que Nicole Loraux llevaba a cabo en la misma
época sobre el elogio fúnebre en Atenas3 y sobre lo que los propios
griegos llamaban kalós thánatos, la “bella muerte”: la de un hombre
mientras conserva su belleza y su juventud, sin que conozca la
decrepitud de la edad que amenaza a cada uno de nosotros. Es tan
natural ver que el propio cuerpo, la identidad, la persona se degradan
en el curso de los años; es como si nuestro destino de mortales nos
llevara a experimentar poco a poco lo que, en el campo de batalla, el
ultraje realiza de golpe de manera radical.
La Resistencia
No hace mucho tiempo, François Hartog me preguntó si, al escribir
sobre la “bella muerte”, no tenía por detrás el recuerdo de mi
experiencia en la Resistencia. Debí demorarme un poco en
responderle, y luego me di cuenta de que tenía razón. Simplemente, yo
no lo sabía. Fue preciso encarar la complejidad y la ambigüedad de los
vínculos entre un trabajo de investigación científica -que tiene su
campo, sus reglas, sus lecturas obligatorias- y una experiencia personal
de vida. Cuando se está sumergido en el trabajo, se piensa que hay,
por un lado, el sí mismo, el sujeto, y enfrente, los textos. Lo que se
olvida es que lo que llamo el “sí mismo” no es irrelevante.
Cuando lee un anciano que siempre ha vivido de manera apacible al
amparo de bibliotecas, entre el olor de viejos libros, no tiene el mismo
“yo” que un hombre que en su juventud ha pasado cuatro años en la
Resistencia. ¿Dónde está el vínculo? ¿Por qué le he dado tanta
importancia a la indicación de Hartog? Aún hoy me lo pregunto. Cuando
leía la Ilíada, ¿qué es lo que tenía en la cabeza, por detrás de mi
cabeza? Muchas cosas, sin duda. En primer lugar tenía, en efecto, la
juventud. Hay personas que murieron en la Resistencia, que murieron
en la guerra. Y la guerra, para mí, era la Resistencia. Eran jóvenes. Y
cuando se sale de ella, hay siempre un sentimiento de culpabilidad: la
culpa de estar todavía allí. En 1940, yo tenía 26 años. Muchos de los
que había conocido entonces tenían esa edad e incluso menos.
Algunos no tenían más que 17 años, antiguos alumnos, que murieron
fusilados, masacrados. Uno se siente culpable: “¿Qué he hecho mal
para haberme escapado? Y los que han caído, ¿por qué?”.
Aquiles se dirige a Agamenón en la contienda que los enfrenta.
Agamenón es el rey de reyes, el mayor rey de todos. Cuando le
arrebata a Briseida, esa joven con la que Aquiles está vinculado, que le
ha sido entregada como prenda de honor en reconocimiento por su
valor excepcional, es la dimensión heroica del hijo de Peleo la que está
herida. ¿Qué replica al rey el combatiente modelo? Aunque seas rey,
quizá no sepas lo que es arriesgar la vida a todo o nada de manera
permanente, en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, en primera línea.
Aquí interviene algo más: cierta filosofía de la existencia. En los
reproches que le dirige a Agamenón, Aquiles le dice que es bueno ser
el soberano, pero que él no sabe lo que es salir de las filas para
lanzarse, atacar, arriesgar todo en cada oportunidad, su vida, su
existencia, a sí mismo. Uno encuentra una indicación análoga en otro
pasaje de la Ilíada, cuando Sarpedón declara que hay dos clases de
bienes. Por un lado, el ganado, poco o mucho, las mujeres, los
esclavos, los trípodes, las tierras fértiles; todo eso se puede tener, se
puede tomar, recuperar después de haberlo perdido. Son bienes de
nuestro mundo, valores mundanos que se ganan o se pierden, que se
intercambian. Hay un solo valor que no se intercambia: la propia vida.
La vida del joven combatiente que padece en la primera fila. Cuando la
psyché, la vida, ha traspuesto la barrera de los dientes, no retorna
jamás.
En la conciencia heroica, para que la vida merezca ser vivida, es
preciso situarla en un plano diferente al de los valores mundanos, mirar
más allá de todas esas utilidades fluctuantes. Uno diría hoy -pero no en
los términos en que pensaban los griegos- que el desdén apunta a los
valores de mercado que se intercambian, que se mide más o menos en
dinero. Ese más allá, que no se compra, que está completamente
aparte, es su propia vida. Y es esta vida la que da su dimensión heroica
a la existencia, la que hace que tenga más valor vivir poco y caer en
pleno combate que vivir por mucho tiempo y morir en su cama sin
elevarse más alto que lo ordinario.


Una cierta concepción del valor.

Esta ideología de la muerte heroica y del ultraje al cadáver revela una
cierta concepción del valor. También aquí estoy obligado a decir que,
sin formular las cosas de esta manera, he vivido en los años cuarenta
una experiencia análoga en ciertos aspectos. Se hacía frente a una
situación que a nuestros ojos excluía todo término medio, toda
escapatoria. Era el todo o nada. Nada de acuerdo, de cosas a medias,
de doble juego. De golpe, sin tener ni siquiera el sentimiento de hacer
una elección, uno se encontraba lanzado a la primera fila.
En el curso de los acontecimientos, en lo cotidiano del mundo, entra
en juego cualquier cosa que se impone y nos supera. Y el sentido de la
vida no puede existir más que en la medida en que hay cosas que nos
sobrepasan; tal vez éstas sean ilusorias, pero no discuto sobre ello. Al
volver sobre el que fue mi camino, intento comprender el momento en
que, el rostro volcado sobre mis textos, reflexiono sobre la vejación de
los cadáveres y la bella muerte; intento descubrir, en realidad, si abro
ese camino, si intento revelarlo, cómo expresarlo con la mayor claridad
posible; eso es, a la luz de los textos, con la presencia de los jóvenes
que había visto caer, y el sentimiento de que no hay ninguna razón para
que yo todavía esté vivo.
Más atrás todavía, hay momentos en que no se comprende que la
vida no es ella misma si algo no sobrepasa eso que se llama
simplemente vivir. Reflexiono sobre esto porque las cosas se sostienen,
se tejen en conjunto. Cuando se habla de la vejación de los cadáveres,
el tema de la tortura surge igualmente en un segundo plano. La
cuestión de la tortura se consideraba durante la Ocupación, y, muy
ingenuamente, yo pensaba que se trataba de una actitud típicamente
nazi de no querer contentarse con matar a los judíos o a los resistentes
sino desear destruir en ellos todo lo que era humano. En la ideología
racista uno encuentra esta voluntad de deshumanizar radicalmente al
que es otro. De la misma manera que la vida no puede ser ella misma si
no hay algo que la sobrepase, la hostilidad, la brutalidad y la violencia
del racismo se ejercen con la idea de rebajar al otro más allá de lo que
es naturalmente, de ponerlo debajo de lo humano en tanto que, de la
otra parte, se intenta ubicarlo por encima.
Puedo ver claramente cómo mi trabajo científico ha sido ordenado
por lo que he vivido durante esos años difíciles. Pero también puede
seguirse un camino inverso. En la medida en que he dejado de ser un
actor de la historia -esta expresión me deja escéptico-, y puesto que me
he convertido en un antropólogo de la Grecia antigua, mi mirada ha
cambiado. Si simplemente hubiera ingresado en la Resistencia sin
estudiar luego sobre Grecia, no vería en mi rol, en mi acción, en mi
compromiso de resistente lo que veo allí como historiador ahora que
reflexiono sobre lo que los mismos griegos contaban en la Ilíada. Había
continuas idas y venidas, dudas, de las que no era consciente al
principio. Más tarde, al reflexionar y analizarme a mí mismo como
intento analizar los textos o este período de la Resistencia, percibo toda
una serie de relaciones que antes se me habían escapado.
Cuando se está en la acción, en la batalla, se sabe que la muerte
está allí, pero se piensa en ella lo menos posible. Uno se las arregla
para que no aparezca en el primer plano de su conciencia de
combatiente. Quizá ésta es una de las razones de mi sentimiento de
culpabilidad. Como muchos otros, siempre tuve tendencia a pensar que
me libraría de ella. Algunos, quizá, veían las cosas de manera diferente;
pero no lo creo. Cada uno de nosotros sabía que la muerte estaba allí,
que podía sorprendernos, pero íbamos hasta allí y, con un poco de
suerte, la esquivaríamos. Yo discutía con los compañeros tolosanos.
Bromeábamos, pero cada uno la tenía en la cabeza. En este punto,
para algunos, la creencia no influía. La culpabilidad de la que hablo
proviene también del hecho de que, durante todo ese tiempo, cada uno
se decía: “Voy a librarme de ella”. Este pensamiento nos ha ayudado a
vivir y a combatir, a afrontar la muerte algunas veces. No obstante, uno
siente vergüenza de haber tenido ese pensamiento cuando repara en
todos los que allí quedaron; sin embargo, no se podía pensar de otra
manera.
En cierto modo, también Aquiles ha tenido este pensamiento. Él lo
sabía. Sabía que su vida sería breve, pero ignoraba en qué momento
cesaría. Y, además, no podía saberlo. Las cosas nunca son tan
simples.
¿Cómo señalar los lazos entre dos dominios tan diferentes: la
interpretación de textos muy antiguos y el compromiso con los
combates del presente? ¿En qué se vinculan el helenista de hoy y ese
joven profesor que asumió la dirección del Ejército Secreto en la región
tolosana desde su creación, en noviembre de 1942? Por último, las
cosas se pusieron verdaderamente difíciles: uno se preguntaba a cada
paso que hacía si ése no era el último. Jamás avanzábamos por una
calle sin la inquietud de descubrir si el enemigo estaba detrás de
nosotros. Los tres últimos meses fueron terribles. Una terrible prueba
psicológica. Al mismo tiempo, uno está comprometido con los
compañeros, en los preparativos de golpes, en la puesta en marcha de
acciones, en el seguimiento de los hechos, en la huida, en cómo
salvarse algunas veces. Ése es otro dominio, con proyectos, planes, un
futuro por construir. Ese tiempo tiene otra coloración distinta de la que a
posteriori intenté hacer comprender al decir que había iluminado por
debajo mi lectura. Pero, de igual modo, esta pequeña luz parpadeaba
por debajo.


“Mi” Francia

¿Por qué los griegos? Porque había recorrido Grecia a pie en 1935.
Había descubierto lo magnífico que era ese país. En nuestras
peregrinaciones a través del campo, nosotros -cuatro jóvenes alegres,
con pantalones cortos y mochila- fuimos recibidos por campesinos. Nos
recibían como si el extranjero que llegaba a su casa les hiciera el más
grande de los honores. Cuando llegábamos a las plazas de los pueblos
donde estaban las cafeterías, había disputa por saber quién nos llevaría
a su casa. Todas las personalidades de esas pequeñas poblaciones
querían invitarnos. Éramos cuatro y nos separábamos para que todo el
mundo estuviera contento. Recibir al huésped extranjero, más que un
deber, parecía una suerte, un favor divino que no se dejaba pasar.
¿Por qué los griegos? Hay mucho de azar, también. Cuando ingresé
en el Centre national de la recherche scientifique, en 1948, planeaba
una tesis de doctorado en filosofía. Al margen de una pequeña tesis
sobre la noción de trabajo en Platón, proyectaba una gran tesis, que
jamás hice, sobre la categoría de valor. Quería desarrollar esta noción
de manera filosófica, económica, estética, ética. Tenía la intención de
ampliar el campo de la mirada marxista. El azar fue que, ese mismo
año, Louis Gernet llegaba de Argelia a París. Ignace Meyerson me llevó
hasta él, y eso fue el golpe de un rayo. Gernet cambió totalmente mi
manera de ver y de pensar.
En lo que concierne al modelo de la ciudad democrática, es mucho
más estrecho el vínculo entre mi investigación sobre el pasado griego y
mis compromisos en el presente. Cuando escribí Los orígenes del
pensamiento griego,4 o cuando di una conferencia en la Union
rationaliste sobre “Razón de ayer y razón de hoy”,5 estaba
completamente claro para mí que esos análisis apuntaban a dar vuelta
el dogmatismo y el modo de pensamiento que entonces reinaba en el
Partido Comunista. Se trataba de demostrar que no puede haber
verdad en ningún dominio si no hay un debate público contradictorio, si
la discusión no es enteramente libre y abierta.
Cualesquiera sean los grupos humanos, los Estados, las naciones,
los partidos, consideran que hay preguntas que no deben formularse o
que la verdad está ya establecida; secretan el pensamiento religioso por
todos los poros y, por consiguiente, quedan afuera del denominado
marxismo. Sobre ese punto, no hay ninguna duda. En los años sesenta,
se intentó publicar Los orígenes del pensamiento griego en ruso, pero,
por razones puramente políticas, fue preciso esperar un poco para que
se realizara la traducción. La orientación del libro era racionalista e
intentaba demostrar que la razón griega no es la del siglo XX. La razón
del siglo XX ha sido elaborada haciendo estallar la razón griega,
aristotélica, identitaria. La razón es mucho más viva cuando se
cuestiona a sí misma en todo momento.
Así como Yves Bonnefoy habla de un “país subyacente”, presente en
el seno mismo de los paisajes del mundo en que vivimos, he señalado
que, para aquellos que se comprometían a fondo, había en la vida otra
subyacente o algo por encima de la vida que daba sentido a sus
compromisos. Ciertamente, un fondo de valores sociales y políticos
comunes consolidaba nuestra solidaridad de combate. Reinaba la
amistad entre los grupos que constituíamos entonces. Pienso en los
albergues de jóvenes, en mis compañeros, en mis compañeras, en eso
que alguna vez he llamado “mi” Francia. Un otro yo que tenía otra
Francia. Pero existía la Francia, que se encuentra, en efecto, en un
plano horizontal. ¿Cómo comprender ese problema de horizontalidad y
de verticalidad en nuestra referencia a los valores? También aquí
estamos obligados a ahondar un poco más. Es el problema del hombre
y de la existencia humana.
Somos animales. Nacemos, crecemos, morimos, nos reproducimos:
ése es el reino animal. Y, sin embargo, como decía mi maestro
Meyerson, existe un nivel de lo humano, y ese nivel no es idéntico al del
animal. Eso quiere decir que la evolución y la historia hacen que surja
del seno mismo de la animalidad algo que la animalidad no incluye. El
aprendizaje del lenguaje, las instituciones sociales, la religión, el arte, la
ciencia, el saber, la filosofía, etc. Uno ve allí el ejercicio de una
capacidad de los hombres de volver presente lo que no está, de
representar la ausencia bajo todas sus formas para fabricar con ellas
objetos de pensamiento: la imagen, todas las nociones, la memoria, el
recuerdo. Nuestro pensamiento es siempre simbólico. Opera sobre
signos mediadores. Extraordinaria capacidad mental de construir o de
reconstruir cualquier cosa que no está y de hacerla presente en la
conciencia bajo una forma diferente a la del objeto exterior en su propia
realidad. Como dicen los psicólogos, nadie confunde una imagen con
aquello de lo que es imagen. La imagen de un reloj no tiene sonido.
Entre la imagen y la percepción, hay un abismo. Ésa es una
característica humana; lo que no impide, al mismo tiempo, que seamos
animales.


1 Jean-Pierre Vernant, Entre mythe et politique, París, Seuil, 1996, p. 7 [trad. esp.:Entre mito y política, México, Fondo de Cultura Económica, 2002].

2 Jean-Pierre Vernant, “La belle mort et le cadavre outragé” [1982], reproducido en
L’Individu, la Mort, l’Amour. Soi-même et l’autre en Grèce ancienne, París, Gallimard,1989, pp. 41-79 [trad. esp.: El individuo, la muerte, el amor. Sí mismo y el otro en la antigua Grecia, Barcelona, Paidós, 2001].

3 Véase Nicole Loraux, L’Invention d’Athènes. Histoire de l’oraison funèbre dans la cité classique [1981], París, Payot, 1993.

4 Jean-Pierre Vernant, Les Origines de la pensée grecque, París, PUF, 1962 [trad. esp.:
Los orígenes del pensamiento griego, Barcelona, Paidós, 2007].

5 Jean-Pierre Vernant, “Raison d’hier et d’aujourd’hui”, en Cahiers rationalistes, núm.235, febrero de 1966; reproducido en Entre mythe et politique, París, Seuil, 1996, p.229-236 [trad. esp.: Entre mito y política, México, Fondo de Cultura Económica, 2002].

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