jueves, 23 de agosto de 2007

LA UNIVERSIDAD SIN CONDICIÓN. Por Jacques Derrida


En un primer momento esta conferencia* fue pronunciada en inglés en la Universidad de Stanford (California) en el mes de abril de 1998, dentro de la serie de las Presidential Lectures.

Se me invitó entonces a tratar, preferentemente, sobre el arte y las humanidades en la universidad del mañana. El título inicial de la conferencia fue por consiguiente:



El porvenir de la profesión o La universidad sin condición (gracias a las «Humanidades», lo que podría tener lugar mañana).





Esto será sin duda como una profesión de fe: la profesión de fe de un profesor que haría como si les pidiese a ustedes permiso para ser infiel o traidor a sus costumbres.

Antes incluso de comenzar a internarme efectivamente en un itinerario tortuoso, he aquí sin rodeos y a grandes rasgos la tesis que les someto a discusión. Ésta se distribuirá en una serie de proposiciones. No se tratará tanto de una tesis, en verdad, ni siquiera de una hipótesis, cuanto de un compromiso declarativo, de una llamada en forma de profesión de fe: fe en la universidad y, dentro de ella, fe en las Humanidades del mañana.

El largo título propuesto significa, en primer lugar, que la universidad moderna debería ser sin condición. Entendamos por «universidad moderna» aquella cuyo modelo europeo, tras una rica y compleja historia medieval, se ha tornado predominante, es decir «clásico», desde hace dos siglos, en unos Estados de tipo democrático. Dicha universidad exige y se le debería reconocer en principio, además de lo que se denomina la libertad académica, una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad. Por enigmática que permanezca, la referencia a la verdad parece ser lo bastante fundamental como para encontrarse, junto con la luz (Lux), en las insignias simbólicas de más de una universidad.

La universidad hace profesión de la verdad. Declara, promete un compromiso sin límite para con la verdad.

Sin duda, el estatus y el devenir de la verdad, al igual que el valor de verdad, dan lugar a discusiones infinitas (verdad de adecuación o verdad de revelación, verdad como objeto de discursos teórico-constatativos o de acontecimientos poético-performativos, etc.). Pero eso se discute justamente, de forma privilegiada, en la Universidad y en los departamentos pertenecientes a las Humanidades.

Dejemos por el momento en suspenso esas inquietantes cuestiones. Subrayemos únicamente por anticipación que esa inmensa cuestión de la verdad y de la luz, la cuestión de las Luces Aufklärung, Enlightenment, Illuminismo, Ilustración, Iluminismo- siempre ha estado vinculada con la del hombre. Implica un concepto de lo propio del hombre, aquel que fundó a la vez el Humanismo y la idea histórica de las Humanidades. Hoy en día, la declaración renovada y reelaborada de los «Derechos del hombre» (1948) y la institución del concepto jurídico de «Crimen contra la humanidad» (1945) forman el horizonte de la mundialización y del derecho internacional que, se supone, cuida de ella. (Conservo la palabra «mundialización», en lugar de «globalization» o «Globalisierung», con el fin de mantener la referencia a un «mundo» (world, Welt, mundus) que no es ni el globo, ni el cosmos, ni el universo). Sabemos que la red conceptual del hombre, de lo propio del hombre, del derecho del hombre, del crimen contra la humanidad del hombre, es la que organiza semejante mundialización.

Esta mundialización quiere ser, por consiguiente, una humanización.

Ahora bien, si el concepto del hombre parece a la vez indispensable y siempre problemático, entonces -éste será uno de los motivos de mi hipótesis o, si lo prefieren, una de mis tesis en forma de profesión de fe-, no se puede discutir ni reelaborar dicho concepto, como tal y sin condición, sin presuposiciones, más que en el espacio de unas nuevas Humanidades.

Intentaré precisar lo que entiendo por «nuevas» Humanidades. Pero, ya sean estas discusiones críticas o deconstructivas, lo que concierne a la cuestión y a la historia de la verdad en su relación con la cuestión del hombre, de lo propio del hombre, del derecho del hombre, del crimen contra la humanidad, etc., todo ello debe en principio hallar su lugar de discusión incondicional y sin presupuesto alguno, su espacio legítimo de trabajo y de reelaboración, en la universidad y, dentro de ella, con especial relevancia, en las Humanidades. No para encerrarse dentro de ellas sino, por el contrario, para encontrar el mejor acceso a un nuevo espacio público transformado por unas nuevas técnicas de comunicación, de información, de archivación y de producción de saber. (Y una de las graves cuestiones que se plantean aquí -pero de la que no me puedo ocupar ahora- entre la universidad y el afuera político-económico de su espacio público, es la del mercado de la edición y del papel que desempeña dentro de la archivación, evaluación y legitimación de los trabajos universitarios.)

El horizonte de la verdad o de lo propio del hombre no es, ciertamente, un límite muy determinable. Pero tampoco lo es el de la universidad y las Humanidades.

Esta universidad sin condición no existe, de hecho, como demasiado bien sabemos. Pero, en principio y de acuerdo con su vocación declarada, en virtud de su esencia profesada, ésta debería seguir siendo un último lugar de resistencia crítica -y más que crítica- frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos.

Cuando digo «más que crítica», sobreentiendo «deconstructiva» (¿por qué no decirlo directamente y sin perder tiempo?). Apelo al derecho a la deconstrucción como derecho incondicional a plantear cuestiones críticas no sólo a la historia del concepto de hombre sino a la historia misma de la noción de crítica, a la forma y a la autoridad de la cuestión[i], a la forma interrogativa del pensamiento. Porque eso implica el derecho de hacerlo afirmativa y performativamente[ii], es decir, produciendo acontecimientos, por ejemplo, escribiendo y dando lugar (lo cual hasta ahora no dependía de las Humanidades clásicas o modernas) a obras singulares. Se trataría, debido al acontecimiento de pensamiento que constituirían semejantes obras, de hacer que algo le ocurriese, sin necesariamente traicionarlo, a ese concepto de verdad o de humanidad que conforma los estatutos y la profesión de fe de toda universidad.

Ese principio de resistencia incondicional es un derecho que la universidad misma debería a la vez reflejar, inventar y plantear, lo haga o no a través de las facultades de Derecho o en las nuevas Humanidades capaces de trabajar sobre estas cuestiones de derecho -esto es, por qué no decirlo de nuevo sin rodeos, de unas Humanidades capaces de hacerse cargo de las tareas de deconstrucción, empezando por la de su historia y sus propios axiomas.

Consecuencia de esta tesis: al ser incondicional, semejante resistencia podría oponer la universidad a un gran número de poderes: a los poderes estatales (y, por consiguiente, a los poderes políticos del Estado-nación así como a su fantasma de soberanía indivisible: por lo que la universidad sería de antemano no sólo cosmopolítica, sino universal, extendiéndose de esa forma más allá de la ciudadanía mundial y del Estado-nación en general), a los poderes económicos (a las concentraciones de capitales nacionales e internacionales), a los poderes mediáticos, ideológicos, religiosos y culturales, etc., en suma, a todos los poderes que limitan la democracia por venir.

La universidad debería, por lo tanto, ser también el lugar en el que nada está a resguardo de ser cuestionado, ni siquiera la figura actual y determinada de la democracia; ni siquiera tampoco la idea tradicional de crítica, como crítica teórica, ni siquiera la autoridad de la forma «cuestión», del pensamiento como «cuestionamiento». Por eso, he hablado sin demora y sin tapujos de deconstrucción.

He aquí lo que podríamos, por apelar a ella, llamar la universidad sin condición: el derecho primordial a decirlo todo, aunque sea como ficción y experimentación del saber, y el derecho a decirlo públicamente, a publicarlo. Esta referencia al espacio público seguirá siendo el vínculo de filiación de las nuevas Humanidades con la época de las Luces. Esto distingue a la institución universitaria de otras instituciones fundadas en el derecho o el deber de decirlo todo. Por ejemplo, la confesión religiosa. E incluso la «libre asociación» en la situación psicoanalítica. Pero asimismo es lo que vincula fundamentalmente a la universidad, y muy especialmente a las Humanidades, con lo que se denomina la literatura en el sentido europeo y moderno del término, como derecho a decirlo todo públicamente, incluso a guardar un secreto, aunque sea en el modo de la ficción. Esta alusión a la confesión, tan cercana a la profesión de fe, podría vincular lo que digo con el análisis de lo que ocurre hoy en día en la escena mundial y que se parece a un proceso universal de confesión, de confidencia, de arrepentimiento, de expiación y de perdón solicitado. Se podrían citar miles de ejemplos día tras día. Pero, tanto si se trata de crímenes muy antiguos como de crímenes recientes, de la esclavitud, de la Shoah, del apartheid, o incluso de las violencias de la Inquisición (de la que el Papa anunció hace poco que debería dar lugar a un examen de conciencia), uno se arrepiente siempre, explícita o implícitamente, de acuerdo con ese concepto jurídico tan reciente de «crimen contra la humanidad».

Dado que nos disponemos a articular conjuntamente la Profesión, la Profesión de fe y la Confesión, recordemos de pasada y entre paréntesis -pues ello exigiría largos desarrollos- que la confesión de los pecados podía organizarse en el siglo XIV en función de las categorías sociales y profesionales. La Summa Astesana de 1317 prescribe que, en la confesión, se interrogue al penitente según su estatus socio-profesional: «A los príncipes sobre la justicia, a los caballeros sobre la rapiña, a los comerciantes, los funcionarios, así como a los artesanos y a los operarios, sobre el perjurio, el fraude, la mentira, el robo, etc., a los burgueses y, de forma general, a los habitantes de la ciudad sobre la usura y la deuda no amortizable, a los campesinos sobre la envidia y el robo, sobre todo en lo que concierne a los diezmos, etcétera»[iii].

Hay que insistir más en ello: si dicha incondicionalidad constituye, en principio y de jure, la fuerza invencible de la universidad, aquélla nunca ha sido, de hecho, efectiva. Debido a esa invencibilidad abstracta e hiperbólica, debido a su imposibilidad misma, esta incondicionalidad muestra asimismo una debilidad o una vulnerabilidad. Exhibe la impotencia de la universidad, la fragilidad de sus defensas frente a todos los poderes que la rigen, la sitian y tratan de apropiársela. Porque es ajena al poder, porque es heterogénea al principio de poder, la universidad carece también de poder propio.

Por eso, hablamos aquí de la universidad sin condición.

Digo bien «la universidad», porque distingo aquí, stricto sensu, la universidad de todas las instituciones de investigación que están al servicio de finalidades y de intereses económicos de todo tipo, sin que se les reconozca la independencia de principio de la universidad. Y digo «sin condición» tanto como «incondicional» para dar a entender la connotación del «sin poder» o del «sin defensa»: porque es absolutamente independiente, la universidad también es una ciudadela expuesta. Se ofrece, permanece expuesta a ser tomada, con frecuencia se ve abocada a capitular sin condición. Allí donde acude, está dispuesta a rendirse. Porque no acepta que se le pongan condiciones, está a veces obligada, exangüe, abstracta, a rendirse también sin condición.

Sí, se rinde, se vende a veces, se expone a ser simplemente ocupada, tomada, vendida, dispuesta a convertirse en la sucursal de consorcios y de firmas internacionales. Hoy en día, en Estados Unidos, y en el mundo entero, juega una baza política importante: ¿en qué medida la organización de la investigación y de la enseñanza debe ser sustentada, es decir, directa o indirectamente controlada, digamos con un eufemismo «patrocinada», con vistas a intereses comerciales e industriales? Dentro de esta lógica, como sabemos, las Humanidades son con frecuencia los rehenes de los departamentos de ciencia pura o aplicada que concentran las inversiones supuestamente rentables de capitales ajenos al mundo académico.

Se plantea entonces una cuestión que no es sólo económica, jurídica, ética, política: ¿puede (y, si así es, ¿cómo?) la universidad afirmar una independencia incondicional, reivindicar una especie de soberanía, una especie muy original, una especie excepcional de soberanía, sin correr nunca el riesgo de lo peor, a saber, de tener -debido a la abstracción imposible de esa soberana independencia- que rendirse y capitular sin condición, que permitir que se la tome o se la venda a cualquier precio?

En ella se precisa no sólo un principio de resistencia sino una fuerza de resistencia -y de disidencia-. La deconstrucción del concepto de soberanía incondicional es sin duda necesaria y está en marcha, pues ésta es la herencia de una teología apenas secularizada. En el caso más visible de la presunta soberanía de los Estados-naciones pero también en otras partes (porque se encuentra en su casa por doquier y se considera indispensable, en los conceptos de sujeto, de ciudadano, de libertad, de responsabilidad, de pueblo, etc.), el valor de soberanía está hoy en plena descomposición. Pero hay que tener cuidado para que esta deconstrucción necesaria no comprometa demasiado, no demasiado, la reivindicación de independencia de la universidad, es decir, una determinada forma muy particular de soberanía que trataré de precisar más adelante.

Esto es lo que está en juego en algunas decisiones y estrategias políticas. Esta baza permanece en el horizonte de las hipótesis o de las profesiones de fe que someto a la reflexión de ustedes. ¿Cómo deconstruir la historia (y, en primer lugar, la historia académica) del principio de soberanía indivisible, al tiempo que se reivindica el derecho a decirlo todo -o a no decirlo todo- y a plantear todas las cuestiones deconstructivas que se imponen respecto del hombre, de la soberanía, del derecho mismo a decirlo todo, por consiguiente, de la literatura y de la democracia, de la mundialización en curso, de sus aspectos tecno-económicos y confesionales, etcétera?

No es que yo pretenda decir que, en medio de la tormenta que amenaza hoy a la universidad y, dentro de ella, a unas disciplinas más que a otras, esa fuerza de resistencia, esa libertad que uno se toma de decirlo todo en el espacio público tiene su lugar unico y privilegiado en lo que se denominan las Humanidades -concepto cuya definición convendrá afinar, deconstruir y ajustar, más allá de una tradición que también hay que cultivar-. Pero ese principio de incondicionalidad se presenta, en el origen y por excelencia, en las Humanidades. Tiene un lugar de presentación, de manifestación, de salvaguarda originario y privilegiado en las Humanidades. También tiene allí su espacio de discusión y de reelaboración. Esto pasa tanto por la literatura y las lenguas (es decir, las ciencias así llamadas del hombre y de la cultura) como por las artes no discursivas, el derecho y la filosofía, por la crítica, por el cuestionamiento y, más allá de la filosofía crítica y del cuestionamiento, por la deconstrucción -allí donde no se trata de nada menos que de re-pensar el concepto de hombre, la figura de la humanidad en general y, especialmente, la que presuponen lo que llamarnos, en la universidad, desde hace siglos, las Humanidades. Por lo menos desde este punto de vista, la deconstrucción (no me siento en absoluto incómodo por decirlo e incluso por reivindicarlo) tiene su lugar privilegiado dentro de la universidad y de las Humanidades como lugar de resistencia irredenta e incluso, analógicamente, como una especie de principio de desobediencia civil, incluso de disidencia en nombre de una ley superior y de una justicia del pensamiento.

Llamemos aquí pensamiento a aquello que a veces rige -según una ley por encima de las leyes- a la justicia de esa resistencia o de esa disidencia. Es asimismo lo que pone en marcha o inspira a la deconstrucción como justicia[iv]. A esta ley, a este derecho fundado en una justicia que lo sobrepasa, les deberíamos abrir un espacio sin límite autorizándonos así a deconstruir todas las figuras determinadas que esa incondicionalidad soberana ha podido adoptar a lo largo de la historia.

Para ello, tendremos que ampliar y reelaborar el concepto de las Humanidades. En mi opinión, no se trata ya sólo del concepto conservador y humanista al que se suele a menudo asociar a las Humanidades y sus antiguos cánones -que considero, no obstante, deben ser protegidos a toda costa. Ese nuevo concepto de las Humanidades, sin dejar de permanecer fiel a su tradición, debería incluir el derecho, las teorías de la traducción así como lo que se denomina, en la cultura anglosajona -una de cuyas formaciones originales constituye-, la «theory» (articulación original de teoría literaria, de filosofía, de lingüística, de antropología, de psicoanálisis, etc.), pero también, por supuesto, en todos esos lugares, las prácticas deconstructivas. Y tendremos que distinguir con todo cuidado aquí entre, por una parte, el principio de libertad, de autonomía, de resistencia, de desobediencia o de disidencia, principio que es coextensivo a todo el campo del saber académico y, por otra parte, su lugar privilegiado de presentación, de reelaboración y de discusión temática que, para mí, sería más propio de las Humanidades, pero de unas Humanidades transformadas. ¿Por qué vincular todo esto insistentemente no sólo con la cuestión de la literatura, de esa institución democrática que denominamos la literatura, o la ficción literaria, con cierto simulacro y cierto «como si», sino también con la cuestión de la profesión y de su porvenir? Porque, a lo largo de una historia del trabajo -que no es simplemente el oficio-, y luego del oficio -que no es siempre la profesión-, y después de la profesión -que no es siempre la de profesor-, me gustaría vincular esta problemática de la universidad sin condición a un testimonio, a un compromiso, a una promesa, a un acto de fe, a una declaración de fe, a una profesión de fe. En la universidad, esta profesión de fe articula de forma original la fe con el saber y, especialmente, en ese lugar de presentación de sí mismo del principio de incondicionalidad que denominaremos las Humanidades.

Asociar en cierto modo la fe con el saber, la fe en el saber, es unir entre sí unos movimientos que denominaríamos performativos y unos movimientos constatativos, descriptivos o teóricos. Una profesión de fe, un compromiso, una promesa, una responsabilidad asumida, todo ello exige no unos discursos de saber sino unos discursos performativos que producen el acontecimiento del que hablan.

Habrá que preguntarse entonces lo que significa “profesar”. ¿Qué se hace cuando, performativamente, se profesa, pero asimismo cuando se ejerce una profesión y, especialmente, la profesión de profesor? Me fiaré pues, a menudo y largo rato, de la distinción ahora clásica de Austin entre speech acts performativos y speech acts constatativos. Esta distinción habrá sido un gran acontecimiento de este siglo -y habrá sido, en primer lugar, un acontecimiento académico-. Habrá tenido lugar en la universidad. En cierto modo, son las Humanidades las que lo han hecho advenir y las que han explorado sus recursos. Con unas consecuencias incalculables, esto ha ocurrido a las Humanidades y por las Humanidades. Sin dejar de reconocer la potencia, la legitimidad y la necesidad de esta distinción entre constatativo y performativo, a menudo me ha ocurrido, llegado a un determinado punto, no ya ponerla en cuestión pero sí analizar sus presupuestos y complicarla[v]. Todavía hoy, pero esta vez desde otro punto de vista, terminaré, después de haber contado mucho con esta pareja de conceptos, por indicar un lugar en donde fracasa -y ha de fracasar.

Ese lugar será precisamente lo que ocurre, aquello a lo que llegamos y que nos ocurre, el acontecimiento, el lugar del tener-lugar -que se burla del performativo, del poder performativo, tanto como del constatativo-. Y eso puede ocurrir en y por las Humanidades.

Ahora voy a comenzar, a la vez por el final y por el comienzo. Pues he comenzado por el final como si fuese el comienzo.





I

Como si el fin del trabajo estuviese en el origen del mundo.

Sí, «como si», digo bien «como si ...».

Al mismo tiempo que una reflexión sobre la historia del trabajo, lo que les propondré es sin duda una meditación sobre el «como», el «como tal», el «como si».

Y, tal vez, sobre una política de lo virtual.

No una política virtual sino una política de lo virtual en el ciberespacio o el cibermundo de la mundialización. Una de las mutaciones que afectan al lugar y a la naturaleza del trabajo universitario es hoy en día, como bien sabemos, cierta virtualización deslocalizadora del espacio de comunicación, de discusión, de publicación, de archivación. No es la virtualización la que es absolutamente nueva en su estructura. Desde el momento en que hay una huella, está en marcha alguna virtualización: éste es el abc de la deconstrucción. Lo inédito es, cuantitativamente, la aceleración del ritmo, la amplitud y los poderes de capitalización de semejante virtualidad espectralizadora. De ahí, la necesidad de repensar los conceptos de lo posible y de lo imposible. Esta nueva «etapa» técnica de la virtualización (informatización, numerización, mundialización virtualmente inmediata de la legibilidad, teletrabajo, etc.) desestabiliza, todos tenemos experiencia de ello, el hábitat universitario. Trastorna su topología, inquieta todo lo que organiza sus lugares, a saber, tanto el territorio de sus campos y de sus fronteras disciplinares como sus lugares de discusión, su campo de batalla, su Kampfplatz, su battlefield teórico, así como la estructura comunitaria de su «campus». ¿Dónde se encuentran hoy el lugar comunitario y el vínculo social de un «campus» en la época ciberespacial del ordenador, del teletrabajo y de la world wide web? ¿Dónde tiene su lugar, en lo que Mark Poster llama la «CyberDemocracy»[vi], el ejercicio de la democracia, aunque sea de una democracia universitaria? Se nota que, más radicalmente, lo que queda así trastocado es la topología del acontecimiento, la experiencia del tener-lugar singular.

¿Qué hacemos entonces cuando decimos «como si»?

Observen que no he dicho «es como si el fin del trabajo estuviese en el origen del mundo». No he dicho nada que haya sido, ni lo he dicho en una proposición principal. He dejado en suspenso, he abandonado a su interrupción una extraña proposición subordinada («como si el fin del trabajo estuviese en el origen del mundo»), como si yo quisiese dejar un ejemplo del «como si» que trabajase solo, fuera de contexto, con vistas a atraer la atención de ustedes. ¿Qué hacemos cuando decimos «como si»? ¿Qué hace un «si»? Hacemos como si respondiésemos por lo menos a una de las varias posibilidades que a continuación voy a comenzar a enumerar - y a más de una a la vez.



1. ¿Acaso, primera posibilidad, al decir «como si», nos entregamos a la arbitrariedad, al sueño, a la imaginación, a la hipótesis, a la utopía? Todo lo que me dispongo a decir tenderá a mostrar que la respuesta no puede ser tan sencilla.



2. ¿O acaso, segunda posibilidad, con ese «como si», ponemos en marcha ciertos tipos de juicios como, por ejemplo, esos «juicios reflexionantes» de los que Kant decía regularmente que operaban «como si» (als ob) un entendimiento contuviese o comprendiese la unidad de la variedad de las leyes empíricas, o «como si» fuese éste un «feliz azar acaecido para favorecer nuestro designio (gleich als ob es ein glücklicher unsre Absicht begünstigender Zufall wäre)»[vii]. En este último caso, el del discurso kantiano, la gravedad, la seriedad, la irreductible necesidad del «como si» dice nada menos que la finalidad de la naturaleza, es decir, una finalidad cuyo concepto, apunta Kant, es uno de los más insólitos y de los más difíciles de delimitar. Pues, señala, no es ni un concepto de la naturaleza ni un concepto de la libertad. Por consiguiente, este «como si» sería por sí mismo, aunque Kant no lo diga así en ese contexto, y con razón, una especie de fermento deconstructivo, puesto que excede en cierto modo y no está lejos de descalificar los dos órdenes que con tanta frecuencia distinguimos y oponemos, el orden de la naturaleza y el orden de la libertad.

Esta oposición, desconcertada de esta forma por determinado «como si», es precisamente la que organiza todos nuestros conceptos fundamentales y todas las oposiciones en las que éstos se determinan y determinan justamente lo propio del hombre, la humanidad del hombre (physis/tekhné, physis/nomos, naturaleza frente a humanidad, y dentro de esta humanidad, que es también la de las Humanidades, hallamos la socialidad, el derecho, la historia, lo político, la comunidad, etc., todos ellos presos en las mismas oposiciones). Kant nos explica asimismo, en resumidas cuentas, que el «como si» juega un papel decisivo en la organización coherente de nuestra experiencia.

Ahora bien, Kant también es el filósofo que intentó, de forma extremadamente compleja, a la vez justificar y limitar el papel de las Humanidades en la enseñanza, la cultura o la crítica del gusto[viii]. Esto lo han recordado y analizado magistralmente dos de mis amigos y colegas a los que les debo mucho: Samuel Weber, en un libro inaugural por muchos motivos, y al que le tengo mucho cariño, Institution and Interpretation[ix], seguido recientemente por un extraordinario artículo sobre «The Future of the Humanities»[x]; y Peggy Kamuf que trata de este mismo texto de Kant en su admirable libro sobre The Division of Literature, Or the University in Deconstruction[xi]. Samuel Weber y Peggy Kamuf dicen cosas decisivas y a ellos les remito en lo referente a lo que ocurre entre la deconstrucción, la historia de la universidad y las Humanidades. Lo que intento explorar aquí esta tarde sería otra vía dentro del mismo quehacer, otra pista dentro del mismo paisaje. Y si mi trayecto parece aquí distinto, me cruzaré sin duda con sus pasos en más de una encrucijada. Por ejemplo, en la referencia a Kant. No hay nada de extraño en que la Tercera Crítica vuelva con tanta insistencia en Estados Unidos en todos los discursos sobre las instituciones y las disciplinas vinculadas con las Humanidades, sobre los problemas de profesionalización que se plantean en ellas. Kant posee también todo un conjunto de proposiciones al respecto, sobre todo sobre el trabajo, el oficio y las artes, ya sean liberales o asalariados, mercenarios, pero asimismo sobre el conflicto de las facultades -hace tiempo me interesé por ello, en «Economimesis»[xii] y en «Mochlos»[xiii].

Este recurrente apelar a Kant resulta especialmente sensible, en efecto, en Estados Unidos en donde, por razones históricas que habría que analizar, el término Humanities ha conocido una historia particular y conserva en este fin de siglo la figura de un problema, con una energía semántica, una presencia y una resonancia conflictivas que indudablemente no tuvo nunca o que perdió en Europa -y, sin duda, en todos los lugares del mundo en donde la cultura americana no prevalece todavía-. Para ello hay ciertamente motivos enmarañados, especialmente el de los efectos de una mundialización en marcha que pasa siempre de una forma más insoslayable y visible por los Estados Unidos, por su poder político, tecno-económico y tecno-científico.



3. ¿Acaso, finalmente, tercera posibilidad, cierto «como si» no marca de mil maneras la estructura y el modo de ser de todos los objetos que pertenecen al campo académico que se denomina las Humanidades, las Humanidades de ayer o las de hoy y las del mañana? No me apresuraré de momento a reducir estos «objetos» a ficciones, simulacros u obras de arte, haciendo como si dispusiésemos ya de conceptos fiables de la ficción, del arte o de la obra.

Pero, siguiendo el sentido común, ¿no puede decirse que la modalidad del «como si» parece apropiada a lo que se denomina las obras, especialmente las obras de arte, las bellas artes (pintura, escultura, cine, música, poesía, literatura, etc.) mas también, en grados y según estratificaciones complejas, a todas las idealidades discursivas, a todas las producciones simbólicas o culturales que definen, en el campo general de la universidad, las disciplinas así llamadas de las Humanidades -e incluso las disciplinas jurídicas y la producción de las leyes, pero asimismo cierta estructura de los objetos científicos en general?



Ya he citado dos «como si» de Kant. Hay por lo menos un tercero. No lo suscribo sin reservas. Me parece que Kant le otorga allí todavía demasiada confianza a cierta oposición entre la naturaleza y el arte, precisamente en el momento en el que el «como si» la hace temblar, lo mismo que ocurrió más arriba con la naturaleza y la libertad. Pero recuerdo esta observación por dos razones. Por una parte, con el fin de sugerir que de lo que aquí se trata es, tal vez, de cambiar el sentido, el estatus, la apuesta del «como» y del «como si» kantiano, desplazamiento sutil pero cuyas consecuencias me parecen sin límites; por otra parte, me dispongo a citar un «como si» que describe una modalidad esencial de la experiencia de las obras de arte, a saber, de lo que, en gran medida, define el campo de las Humanidades clásicas, tal como nos importa aquí. Kant dice que «frente a un producto de las bellas artes, hay que tener conciencia de que se trata de arte y no de la naturaleza; pero, no obstante, la finalidad en su forma debe parecer tan libre de cualquier coacción de reglas arbitrarias que es como si se tratase de un producto de la naturaleza pura y simple»[xiv].

Lo que quiero, a título provisional y con el fin de anunciar de lejos mi propósito, mis hipótesis o mi profesión de fe, es atraer la atención de ustedes sobre esta cosa extraña que hacemos cuando decimos «como si», y sobre la relación que esta cosa extraña, que se parece a un simulacro, podría tener con las cuestiones que voy a tratar, las cuestiones conjuntas de la profesión y de la confesión, de la universidad con o sin condición -de la humanidad del hombre y de las Humanidades, del trabajo y de la literatura.



Porque lo que querría intentar con ustedes es algo aparentemente imposible: encadenar este «como si» al pensamiento de un acontecimiento, es decir, al pensamiento de esa cosa que quizá ocurre, que se supone tiene lugar, que encuentra su lugar -y que le ocurriría aquí por ejemplo a lo que se denomina el trabajo-. Se cree en general que, para ocurrir, para tener lugar, es preciso que un acontecimiento interrumpa el orden del «como si» y que, por consiguiente, su lugar sea lo bastante real, efectivo, concreto para desmentir toda la lógica del «como si». ¿Qué pasa entonces cuando el lugar mismo se torna virtual, liberado de su arraigo territorial (por ende, nacional) y cuando está sujeto a la modalidad de un «como si»?

Hablaré, por lo tanto, de un acontecimiento que, sin acaecer necesariamente mañana, estaría quizá, digo bien quizá, por venir: por venir por la universidad, por pasar y por ocurrir por ella, gracias a ella, en lo que se denomina la universidad, suponiendo que todavía se pueda definir, suponiendo que siempre se haya sabido identificar un adentro de la universidad, es decir, una esencia propia de la universidad soberana, y, dentro de ella, algo que se pueda también identificar, propiamente, bajo el nombre de «Humanidades». Me refiero aquí, por consiguiente, a una universidad que sería lo que siempre debió haber sido o pretendido representar, es decir, desde su principio, y en principio, una «cosa», una «causa» autónoma, incondicionalmente libre en su institución, en su habla, en su escritura, en su pensamiento. En un pensamiento, en una escritura, en un habla que no serían sólo unos archivos o unas producciones de saber, sino, lejos de cualquier neutralidad utópica, unas obras performativas. Y, ¿por qué, nos preguntaremos, el principio de esta libertad incondicional, en su respeto activo y militante, en su puesta en marcha, se le confiaría por excelencia a unas nuevas «Humanidades» más que a cualquier otro campo de disciplina?

Al precipitar estas cuestiones, que recuerdan asimismo a unos deseos virtuales tomados por realidades, como mucho a unas promesas apenas serias, parezco profesar una fe. Es como si me entregase a una profesión de fe. Algunos dirán quizá que sueño despierto entregándome ya a una profesión de fe.

Suponiendo que se sepa lo que es una profesión de fe, podemos preguntarnos quién sería entonces responsable de semejante profesión de fe. ¿Quién la firmaría? ¿Quién la profesaría? No me atrevo a preguntar quién sería su profes(ad)or pero quizá deberíamos analizar cierta herencia, en todo caso cierta vecindad entre el porvenir de la profesión académica, el de la profesión de profesor, el principio de autoridad que deriva de ella, y la profesión de fe.

¿Qué quiere decir, en suma, profesar? Y, ¿qué es lo que está en juego, escondiéndose todavía en esta cuestión, en lo que se refiere al trabajo, al oficio (profesional, profesoral o no), para la universidad del mañana y, dentro de ella, para las Humanidades?

«Profesar», esta palabra de origen latino (profiteor, professus sum; pro et fateor, que quiere decir hablar, de ahí procede también la fábula y, por consiguiente, cierto «como si»), significa, en francés lo mismo que en inglés [y en castellano], declarar abiertamente, declarar públicamente. En inglés, dice el Oxford English Dictionary, antes de 1300, sólo tiene sentido religioso. «To make one's profession» significa entonces «to take the vows of some religious order». La declaración de quien profesa es una declaración performativa en cierto modo. Compromete mediante un acto de fe jurada, un juramento, un testimonio, una manifestación, una atestación o una promesa. Se trata, en el sentido fuerte de la palabra, de un compromiso. Profesar es dar una prueba comprometiendo nuestra responsabilidad. «Hacer profesión de» es declarar en voz alta lo que se es, lo que se cree, lo que se quiere ser, pidiéndole al otro que crea en esta declaración bajo palabra. Insisto en este valor performativo de la declaración que profesa prometiendo. Hay que subrayar que los enunciados constatativos y los discursos de puro saber, en la universidad o en cualquier otro lugar, no responden, en cuanto tales, a la profesión en sentido estricto. Dependen quizá del «oficio» (competencia, saber, saber-hacer) pero no de la profesión entendida en un sentido riguroso. El discurso de profesión siempre es, de un modo u otro, libre profesión de fe; desborda el puro saber tecno-científico con el compromiso de la responsabilidad. Profesar es comprometerse declarándose, brindándose como, prometiendo ser esto o aquello. Grammaticum se professus, nos dice Cicerón en las Tusculanas (2, 12): habiéndose brindado como gramático, como maestro de gramática. No es necesario ni solamente ser esto o aquello, ni siquiera ser un experto competente, sino prometer serlo, comprometerse a ello bajo palabra. Philosophiam profiteri es profesar la filosofía: no simplemente ser filósofo, practicar o enseñar la filosofía de forma pertinente, sino comprometerse, mediante una promesa pública, a consagrarse públicamente, a entregarse a la filosofía, a dar testimonio, incluso a pelearse por ella. Y lo que aquí cuenta es esta promesa, este compromiso de responsabilidad. Éste no se puede reducir, como bien se ve, ni a la teoría ni a la práctica. Profesar consiste siempre en un acto de habla performativo, incluso si el saber, el objeto, el contenido de lo que se profesa, de lo que se enseña o practica sigue siendo, por su parte, de orden teórico o constatativo. Como el acto de profesar es un acto de habla y como el acontecimiento que es o produce no depende sino de esa promesa de la lengua, pues bien, su proximidad con la fábula, la fabulación y la ficción, con el «como si», resultará inquietante.

¿Qué relación hay entre profesar y trabajar? ¿En la universidad? ¿En las Humanidades?





II

Desde mi primera frase, desde que he comenzado a hablar, he nombrado el trabajo. He dicho: «Como si el fin del trabajo estuviese en el origen del mundo».

¿Qué es el trabajo? Cuándo y dónde un trabajo tiene lugar?, ¿su lugar? Debo renunciar inmediatamente, sobre todo por falta de tiempo, a un análisis semántico riguroso. Recordemos al menos dos rasgos que interesan a la universidad. El trabajo no es sólo la acción o la práctica. Se puede actuar sin trabajar. No es seguro que una praxis, sobre todo una práctica teórica, constituya, stricto sensu, un trabajo. Y, ante todo, a cualquiera que trabaje no se le otorga forzosamente el nombre y el estatus de trabajador. Al agente o al sujeto que trabaja, al operador, no se le llama siempre trabajador (laborator). El sentido parece así modificarse al pasar del verbo al sustantivo: el trabajo de quien trabaja en general no es siempre la labor de un «trabajador». De este modo, en la universidad, entre todos los que, de una u otra forma, se supone que trabajan allí (docentes, personal de gestión o de administración, investigadores, estudiantes), algunos, especialmente los estudiantes, en cuanto tales, no se denominarán normalmente «trabajadores» hasta que un salario (merces) no venga regularmente a retribuir, como una mercancía en un mercado, la actividad de un oficio o de una profesión. Una beca no será suficiente. Por mucho que trabaje el estudiante, se le considerará un trabajador a condición de formar parte del mercado, y únicamente si se dedica, además, a una tarea cualquiera, por ejemplo, en Estados Unidos, a la de teaching assistant. Mientras estudia pura y simplemente, y por mucho que trabaje, al estudiante no se le considera un trabajador. Aun cuando -insistiré en eso dentro de un momento- no todo oficio sea una profesión, el trabajador es alguien cuyo trabajo es reconocido como oficio o como profesión dentro de un mercado. (Toda esta semántica social está arraigada, como ustedes saben, en una larga historia socio-ideológica que se remonta por lo menos a la Edad Media cristiana.) Por consiguiente, se puede trabajar mucho sin ser un trabajador reconocido como tal en la sociedad.

Otra distinción nos importará cada vez más y, por eso, le concedo desde ahora una gran atención: se puede trabajar mucho, e incluso trabajar mucho como trabajador sin que el efecto o el resultado del trabajo (el opus de la operación) sea reconocido como un «trabajo», esta vez en el sentido no de la actividad productiva sino del producto, de la obra, de lo que queda después y más allá del momento de la operación. Resultaría a menudo difícil identificar y objetivar el producto de trabajos muy duros efectuados por los trabajadores más indispensables y sacrificados, los peor tratados por la sociedad, los más invisibles también (aquellos que liberan a las ciudades de sus desechos, por ejemplo, o aquellos que regulan la circulación aérea y, de forma más general, aquellos que aseguran unas mediaciones, unas transmisiones de las que no queda sino una huella virtual -y este campo es enorme, está en pleno desarrollo-). Hay, por consiguiente, trabajadores cuyo trabajo, cuyo trabajo productivo incluso, no da lugar a productos substanciales o actuales, sólo a espectros virtuales. Pero cuando el trabajo da lugar a productos actuales o actualizables, hay que introducir una vez más otra distinción esencial en medio de la inmensa variedad de productos y de estructuras de productos, en medio de todas las formas de materialidad, de idealidad reproductible, de valores de uso y de cambio, etc. Algunos productos de esta actividad trabajadora son considerados valores de uso o de cambio objetivables sin merecer, por lo que se cree, el título de oeuvres (no puedo decir esta palabra más que en francés)*. Se cree que a otros trabajos se les puede atribuir el nombre de obras. La apropiación de éstas, su relación con el trabajo libre o asalariado, con la firma o la autoridad del autor, con el mercado son de una gran complejidad estructural e histórica que no analizaré aquí. Los primeros ejemplos de obras que se me ocurren son obras de arte (visual, musical o discursivo, un cuadro, un concierto, un poema, una novela). Pero tendríamos que ampliar este campo en el momento en que, al preguntarnos por el enigma del concepto de obra, tratásemos de discernir el estilo propio del trabajo universitario, sobre todo, en las Humanidades. En las Humanidades, sin duda alguna se trata especialmente de las obras (obras de arte, de arte discursivo o no, literario o no, obras canónicas o no). Pero, en principio, el tratamiento de las obras, dentro de la tradición académica, depende de un saber que, por su parte, no consiste en obras. Profesar o ser profesor, en esta tradición que precisamente está en proceso de mutación, es sin duda producir y enseñar un saber al tiempo que se profesa, es decir, que se promete adquirir una responsabilidad que no se agota en el acto de saber o de enseñar. Pero saber profesar o profesar un saber, saber producir un conocimiento, incluso, no es, dentro de la tradición clásico-moderna que estamos interrogando, producir unas obras. Un profesor, en cuanto tal, no firma una obra. Su autoridad de profesor no es la del autor de una obra. Es quizá esto lo que está cambiando desde hace algunos decenios, encontrándose con las resistencias y las protestas a menudo indignadas de aquellos que creen poder distinguir siempre, en la escritura y en la lengua, entre la crítica y la creación, la lectura y la escritura, el profesor y el autor, etc. La deconstruccion que está en marcha tiene sin duda algo que ver con esta mutación. Ella es incluso el fenómeno esencial de ésta, un indicio más complejo de lo que dicen sus detractores y que tendremos que tener en cuenta. En principio, si nos referimos al estado canónico de algunas distinciones conceptuales, y si nos fiamos de la distinción masiva y ampliamente establecida entre performativos y constatativos, deduciremos de ello las siguientes proposiciones:



1. Cualquier trabajo (el trabajo en general o el trabajo del trabajador) no es necesariamente performativo: no produce un acontecimiento. No hace ese acontecimiento, ni lo es por sí mismo, en sí mismo, no consiste en el acontecimiento del que habla, aunque sea productivo, aunque deje un producto detrás de sí, sea éste o no una obra.



2. Cualquier performativo produce algo, sin duda, hace advenir un acontecimiento, pero lo que hace de este modo y hace de este modo llegar no es necesariamente una obra, y siempre debe ser autorizado por un conjunto de convenciones o de ficciones convencionales, de «como si» en los que se funda y se pone de acuerdo una comunidad institucional.



3. Ahora compete a la definición tradicional de la universidad considerar a ésta como un lugar idéntico a sí mismo (una localidad no substituible, arraigada en un suelo, limitando la reemplazabilidad de los lugares en el ciberespacio), pero como un lugar, uno solo, que no da lugar sino a la producción y a la enseñanza de un saber, es decir, de conocimientos cuya forma de enunciación no es, en principio, performativa sino teórica y constatativa, aunque los objetos de este saber sean a veces de naturaleza filosófica, ética, política, normativa, prescriptiva, axiológica; y aunque, de forma todavía más rara, la estructura de estos objetos de saber sea una estructura de ficción que obedece a la extraña modalidad del «como si» (poema, novela, obra de arte en general, pero también todo lo que, dentro de la estructura de un enunciado performativo -por ejemplo de tipo jurídico o constitucional-, no pertenece a la descripción realista y constatativa de lo que es sino que produce acontecimiento a partir del «como si» calificado por una convención supuestamente establecida). En una universidad clásica, de acuerdo con la definición que ha recibido de sí misma, se practica el estudio, el saber de las posibilidades normativas, prescriptivas, performativas y de ficción que acabo de enumerar y que son más el objeto de las Humanidades. Pero ese estudio, ese saber, esa enseñanza, esa doctrina deberían pertenecer al orden teórico y constatativo. El acto de profesar una doctrina puede ser un acto performativo, pero la doctrina no lo es. Ésta es una limitación respecto de la cual diré que es preciso a la vez conservarla y cambiarla, de un modo no dialéctico:



A. Por una parte, es preciso reafirmarla puesto que cierto teoreticismo neutro es la oportunidad de la incondicionalidad crítica y más que crítica (deconstructiva) de la que hablamos y por la que, en principio, todos nosotros tenemos interés, declaramos todos tener interés, en la universidad.



B. Por otra parte, es preciso cambiarla reafirmándola, es preciso hacer que se admita, y profesar, que ese teoreticismo incondicional implicará siempre, a su vez, una profesión de fe performativa, una creencia, una decisión, un compromiso público, una responsabilidad ético-política, etc. Ahí se encuentra el principio de resistencia incondicional de la universidad. Puede decirse que, desde el punto de vista de esa autodefinición clásica de la universidad, no hay lugar en ella, ningún lugar esencial, intrínseco, propio, ni para un trabajo no teórico ni para unos discursos de tipo performativo, ni, a fortiori, para esos actos performativos singulares que engendran hoy en día, en ciertos lugares de las Humanidades de hoy, lo que se denomina unas obras. La autodefinición y la autolimitación clásica que acabo de evocar caracterizaron ayer el espacio académico reservado a las Humanidades, precisamente allí donde los contenidos, los objetos y los temas de esos saberes producidos o enseñados eran de naturaleza filosófica, moral, política, histórica, lingüística, estética, antropológica, cultural, es decir, en unos campos en donde las evaluaciones, la normatividad, la experiencia prescriptiva son de recibo y, a veces, son constitutivas. En la tradición clásica, las Humanidades definen un campo de saber, a veces de producción de saber, pero sin que se engendren obras firmadas, sean esas obras, o no, obras de arte.

Invocaré una vez más a Kant para definir esos límites clásicos atribuidos a las Humanidades tradicionales por aquellos mismos que demuestran que son necesarios. Kant ve en ellas más una «propedéutica» para las bellas artes que una práctica de las artes. Propedéutica es la palabra que utiliza. La Crítica del juicio (§ 60) subraya que esa preparación pedagógica, esa simple introducción a las artes pertenecerá hasta tal punto al orden del saber (saber de lo que es y no de lo que debe ser) que no deberá comportar «prescripciones» (Vorschriften). Las Humanidades (Humantora) deben preparar sin prescribir. Propondrán sólo unos conocimientos que, además, resultarán preliminares (Vorkenntnisse). Y, sin enredarse, en este texto, en consideraciones sobre la larga y sedimentada historia de la palabra «Humanidades», Kant descifra en ésta solamente el estudio que favorece la comunicación y la sociabilidad legal de los hombres, de donde resulta el gusto del sentido común de la humanidad (allgemeinen Menschensinn). Hay ahí pues un teoreticismo, pero también un humanismo kantiano que privilegia el discurso constatativo y la forma «saber». Las Humanidades son y deben ser unas ciencias. Intenté decir en otro lugar, en «Mochlos»[xv], mis reservas al respecto al tiempo que doy la bienvenida a esa lógica, tal y como funciona en El conflicto de las facultades. Ese teoreticismo limita o prohíbe la posibilidad para un profesor de producir obras o incluso enunciados prescriptivos o performativos en general. Pero también es lo que le permite a Kant sustraer la facultad de filosofía a cualquier poder exterior, sobre todo al poder estatal, y le asegura una libertad incondicional de decir lo verdadero, de juzgar y de sacar conclusiones respecto a la verdad, siempre y cuando lo haga en el interior de la universidad. Esta última limitación (decir públicamente todo lo que se cree verdadero y lo que se cree que se debe decir, pero sólo dentro de la universidad), creo que nunca ha sido sostenible y respetable, de hecho y de derecho. Pero la transformación en curso del ciberespacio público, y mundialmente público, más allá de las fronteras estatales-nacionales, parece tornarla más arcaica e imaginaria que nunca.

Lo mantengo, no obstante: la idea de que ese espacio de tipo académico debe estar simbólicamente protegido por una especie de inmunidad absoluta, como si su adentro fuese inviolable, creo (es, por consiguiente, como una profesión de fe lo que les dirijo y someto al juicio de ustedes) que debemos reafirmarla, declararla, profesarla constantemente, aunque la protección de esa inmunidad académica (en el sentido en que se habla también de una inmunidad biológica, diplomática o parlamentaria) no sea nunca pura, aunque siempre pueda desarrollar peligrosos procesos de auto-inmunidad, aunque -y sobre todo- no deba jamás impedir que nos dirijamos al exterior de la universidad -sin abstención utópica alguna-. Esa libertad o esa inmunidad de la Universidad, y por excelencia de sus Humanidades, debemos reivindicarlas comprometiéndonos con ellas con todas nuestras fuerzas. No sólo de forma verbal y declarativa, sino en el trabajo, en acto y en lo que hacemos advenir por medio de acontecimientos.

En el horizonte de esas observaciones preliminares y de esas definiciones clásicas vemos anunciarse algunas cuestiones. Poseen por lo menos dos formas, por el momento, pero podríamos ver cómo se modifican y se especifican a lo largo del camino.



1. En primer lugar, si esto es así, si en la tradición académica clásica y moderna (hasta el modelo del siglo XIX) la performatividad normativa y prescriptiva, y a fortiori la producción de obras, debe permanecer ajena al campo del trabajo universitario, incluso a las Humanidades, a su enseñanza, es decir, en el sentido estricto de este término, a su teoría, a sus teoremas como disciplina o doctrina (Lehre), entonces, ¿qué quiere decir «profesar»? ¿Cuál es la diferencia entre oficio y profesión? ¿Y, después, entre cualquier profesión y la profesión del profesor? ¿Entre los distintos tipos de autoridad reconocida al oficio, a la profesión, a la profesión de profesor?



2. En segundo lugar, ¿le ha ocurrido algo a esa universidad clásico-moderna y a esas Humanidades? ¿Está ocurriendo o prometiendo que va a ocurrir algo que trastorne esas definiciones, ya sea porque esa mutación transforme la esencia de la universidad y, dentro de ella, el porvenir de las Humanidades, ya sea porque consista en revelar, por medio de seísmos en marcha, que esa esencia nunca ha sido conforme a esas definiciones sin embargo tan evidentes y poco discutibles? Y una vez más, ahí, la cuestión «¿qué quiere decir “profesar” para un profesor?» sería la fault line de ese seísmo en marcha o por venir. ¿Qué ocurre en el momento en que no sólo se tiene en cuenta el valor performativo de la «profesión» sino también en que se acepta que un profesor produzca «obras» y no sólo conocimientos o pre-conocimientos?

Para encaminarnos hacia la definición de ese tipo de acción performativa particular que es el acto de profesar y, seguidamente, el acto de profesar de un profesor, y finalmente de un profesor dentro de las Humanidades, tenemos que proseguir todavía nuestro análisis de las distinciones entre actuar, hacer, producir, trabajar, el trabajo en general y el trabajo del trabajador.

Debería una vez más, pero no tendremos tiempo para ello, recordar y discutir algunas distinciones conceptuales de Kant entre el arte y la naturaleza, techné y physis, al igual que entre hacer (tun, facere) por una parte y, por la otra, actuar (handeln), efectuar (wirken) en general (agere), o entre el producto (Produkt) como obra (Werk, opus) por un lado y el efecto (Wirkung, effectus) por el otro[xvi]. En el mismo pasaje, Kant distingue entre arte y ciencia, arte y oficio (Handwerke), arte liberal (freie) y arte mercenario (Lohnkunst). Volvamos un momento sobre mi equívoca expresión: el fin del trabajo. Puede designar la parada, la muerte, el término de la actividad denominada trabajo. También puede designar la finalidad, la meta, el producto o la obra del trabajo. No toda acción, ni toda actividad, decíamos, es un trabajo. El trabajo no se reduce ni a la actividad del acto ni a la productividad de la producción, aunque con frecuencia se vinculan, por confusión, estos tres conceptos. Hoy en día sabemos mejor que nunca que una ganancia de producción puede corresponder a una disminución de trabajo. La virtualización del trabajo, desde siempre, y hoy más que nunca, puede complicar infinitamente esa desproporción entre producción y trabajo. También hay actividades, e incluso actividades productivas, que no son trabajos. La experiencia de lo que denominamos trabajo significa asimismo la pasividad de cierto afecto. A veces se trata del sufrimiento, e incluso de la tortura de un castigo. ¿Acaso el trabajo no es el tripalium, instrumento de tortura? Si subrayo aquí esta figura doliente del castigo y de la expiación no es sólo para reconocer la herencia bíblica (el pan con el sudor de la frente). Kant, otra vez él, ve en esa dimensión expiatoria del trabajo un rasgo universal que trasciende las tradiciones bíblicas[xvii]. Si subrayo esta interpretación expiatoria del trabajo es asimismo para articular o, en todo caso, interrogar conjuntamente dos fenómenos que estoy tentado hoy de reunir en la misma cuestión: ¿por qué asistimos por doquier en el mundo a la multiplicación de las escenas de arrepentimiento y de expiación (hoy en día hay una mundialización teatral de la confesión de la que podríamos recordar tantos y tantos ejemplos) y, por otra parte, a la proliferación de todo tipo de discursos sobre el fin del trabajo?

El trabajo implica, compromete y sitúa a un cuerpo vivo. Le asigna un lugar estable e identificable incluso allí donde el trabajo es denominado «no manual», «intelectual», o «virtual». El trabajo implica, por consiguiente, tanto una zona de pasividad, una pasión como una actividad productiva. Por otra parte, tenemos también que distinguir entre trabajo social en general, oficio y profesión. No todo trabajo se organiza según la unidad de un oficio o de una competencia estatutaria y reconocida. En cuanto a los «oficios», incluso allí donde instituciones legitimadas y corporaciones los reúnen bajo este nombre, éstos no se denominan todos, ni todos ellos tan fácilmente, en nuestras lenguas, profesiones, por lo menos allí donde dichas lenguas conservan cierta memoria del latín. Aunque no sea imposible, no se hablará fácilmente de la profesión de obrero agrícola temporal, de cura o de boxeador, puesto que su saber-hacer, su competencia y su actividad no implican ni la permanencia ni la responsabilidad social que le reconoce una sociedad en principio laica a alguien que ejerce una profesión comprometiéndose libremente a realizar un deber en ella. Se hablará, por lo tanto, más fácilmente, y especialmente, de la profesión de médico, de abogado, de profesor, como si la profesión, más vinculada con las artes liberales y no mercenarias, implicase el compromiso de una responsabilidad libremente declarada, casi bajo juramento: en una palabra, profesada. En el léxico del «profesar», yo no subrayaría tanto la autoridad, la supuesta competencia y la seguridad de la profesión o del profesor cuanto, una vez más, el compromiso que hay que mantener, la declaración de responsabilidad. Tengo que dejar para otra ocasión, por falta de tiempo, esa larga historia de la «profesión», de la «profesionalización» que conduce al seísmo actual. Retengamos, no obstante, un rasgo esencial de ésta. La idea de profesión implica que, más allá del saber, del saber-hacer y de la competencia, un compromiso testimonial, una libertad, una responsabilidad juramentada, una fe jurada obliga al sujeto a rendir cuentas ante una instancia que está por definir. Finalmente, todos los que ejercen una profesión no son profesores. Va a ser preciso, por consiguiente, tener en cuenta estas distinciones a veces enmarañadas: entre trabajo, actividad, producción, oficio, profesión, profesor, entre el profesor que imparte un saber o profesa una doctrina y el profesor que también puede, en cuanto tal, firmar unas obras -que quizá lo hace ya o lo haga mañana.





III

Como si, decíamos al comienzo, el fin del trabajo estuviese en el origen del mundo.

Digamos, en efecto, «como si»: como si el mundo comenzase allí donde el trabajo termina, como si la mundialización del mundo (denomino así the worldisation, the worldwidisation of the world, en suma, lo que se llama en países de cultura anglosajona, globalization, en alemán, Globalisierung, etc.) tuviese a la vez como horizonte y como origen la desaparición de lo que llamamos el trabajo. Dolorosamente cargado de tantos sentidos y de tanta historia, esta vieja palabra, el «trabajo» (work, Arbeit, Werk, labor) no tiene solamente el sentido de una actividad, ni se limita a ella; designa una actividad actual. Entendamos por ello real, efectiva, justamente (actual, wirklich), y no virtual. Esa efectividad actual parece unirla con lo que pensamos generalmente del acontecimiento. Lo que pasa o adviene en general -se piensa asimismo- no podría ser virtual. Ahí es -luego hablaremos de ello- donde las cosas no dejarán de complicarse.

Comenzando o fingiendo comenzar con un «como si», no nos encontramos ni en la ficción de un futuro posible ni en la resurrección de un pasado histórico o mítico, ni tampoco de un origen revelado. La retórica de ese «como si» no pertenece ni a la ciencia-ficción de una utopía por venir (un mundo sin trabajo, in fine sine fine, «al final sin final de un reposo sabático eterno, durante un sabbat sin noche, como en La Ciudad de Dios de Agustín) ni a la poética de una nostalgia vuelta hacia una edad de oro o un paraíso terrenal, en ese momento del Génesis en que, antes del pecado, el sudor del trabajo no habría comenzado aún a derramarse, ni por la labranza ni la labor del hombre, ni por el trabajo de alumbramiento de la mujer. En estas dos interpretaciones del «como si», ciencia-ficción o memoria de lo inmemorial, sería como si en efecto los comienzos del mundo excluyesen originariamente el trabajo: todavía no habría trabajo o ya no lo habría. Sería como si, entre el concepto de mundo y el concepto de trabajo, no hubiese ninguna armonía originaria. Ni, por consiguiente, ningún acuerdo dado o ninguna posible sincronía. El pecado original habría introducido el trabajo en el mundo. El fin del trabajo anunciaría la fase terminal de una expiación.

El esqueleto lógico de esa proposición introducida por «como si» es que el mundo y el trabajo no pueden coexistir. Habría que elegir entre el mundo o el trabajo, cuando para el sentido común resulta difícil imaginar un mundo sin trabajo o un trabajo que no sea en el mundo o no esté en el mundo. El mundo cristiano, la conversión paulina del concepto de cosmos griego introduce ahí, entre tantas otras significaciones asociadas, la asignación al trabajo expiatorio.

Recordaba hace un momento que el concepto de trabajo está cargado de sentido, de historia y de equivocidad, y que resulta difícil pensarlo más allá del bien y del mal. Pues, si bien se le asocia siempre simultáneamente a la dignidad, a la vida, a la producción, a la historia, al bien, a la libertad, no por ello deja con la misma frecuencia de implicar el mal, el sufrimiento, el pesar, el pecado, el castigo, la servidumbre. Lo laborioso es penoso, ese pesar puede ser el de un dolor pero asimismo el de una penalidad. El concepto de mundo no por ello deja de ser menos oscuro, en su historia europea, griega, judía, cristiana, islámica, entre la ciencia, la filosofía y la fe, ya se identifique abusivamente el mundo con la tierra, con la tierra humana, aquí-abajo, o con el mundo celeste allí arriba, ya se extienda el mundo al cosmos, o al universo, etc. Logrado o no, el proyecto de Heidegger, desde Ser y tiempo, habrá consistido en sustraer el concepto de mundo y de ser-en-el-mundo a esos presupuestos griegos o cristianos. Resulta difícil fiarse de la palabra «mundo» sin unos prudentes análisis previos, y sobre todo cuando se lo quiere pensar con o sin el trabajo, un trabajo cuyo concepto se ramifica del lado de la actividad, del hacer de la técnica, por una parte y, por la otra, del lado de la pasividad, del afecto, del sufrimiento, del castigo y de la pasión. De ahí la dificultad de entender el «como si» de nuestro comienzo «Como si el fin del trabajo estuviese en el origen del mundo». Una vez más, mantengamos esta frase en nuestro idioma. A diferencia de globalization o de Globalisierung, mundialización señala una referencia a ese valor de mundo cargado de una pesada historia semántica, y especialmente cristiana: el mundo, decíamos hace un momento, no es ni el universo, ni la tierra o el globo terrestre, ni el cosmos.

No, este «como si» no debería apuntar ni hacia la utopía o el futuro improbable de una ciencia-ficción ni hacia el sueño mitológico de un pasado inmemorial o mitológico in illo tempore. Este «como si» tiene en cuenta, en presente, para ponerlos a prueba, dos lugares comunes de hoy: por una parte, se habla a menudo de un fin del trabajo y, por otra parte, también se habla con idéntica frecuencia de una mundialización del mundo, de un devenir-mundial del mundo. Y siempre se asocian ambos. Tomo prestada la expresión de «fin del trabajo», como sin duda ustedes han observado, al título del libro ahora ya tan conocido de Jeremy Rifkin El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era[xviii].

Este libro reúne una especie de doxa bastante extendida respecto a los efectos de lo que Rifkin llama la «tercera revolución industrial». Dicha revolución sería «susceptible de servir tanto al bien como al mal», cuando «las nuevas tecnologías de la información y de las telecomunicaciones tengan la capacidad tanto para liberar como para desestabilizar la civilización»[xix].

No sé si es verdad, como asegura Rifkin, que entramos en una «nueva fase de la historia del mundo»: «Será necesario -dice- un número cada vez menor de trabajadores para producir los bienes y servicios requeridos por la población mundial». «El fin del trabajo -añade, nombrando así su libro- examina las innovaciones tecnológicas y las fuerzas del mercado que nos están llevando al borde de un mundo carente de trabajo para todos»[xx].

¿Cuáles serían las consecuencias de esto desde el punto de vista de la universidad? Para saber si estas proposiciones son literalmente «verdaderas», hay que ponerse de acuerdo en el sentido de cada una de estas palabras (fin, historia, mundo, trabajo, producción, bienes, etc.). No dispongo aquí ni de los medios, ni del tiempo, ni por consiguiente tengo la intención de discutir directamente sobre este libro, sobre esa grave e inmensa problemática, especialmente sobre los conceptos de mundo y de trabajo que allí se ponen en funcionamiento. Tanto si se adoptan como si no las premisas y las conclusiones de un discurso del estilo del de Rifkin, hay que reconocer al menos (es el consenso mínimo del que partiré) que algo grave en efecto le ocurre, le está ocurriendo o está a punto de ocurrirle a lo que llamamos «trabajo», «teletrabajo», «trabajo virtual», lo mismo que a lo que denominamos «mundo» -y, por consiguiente, al ser-en-el-mundo de lo que se llama asimismo el hombre-. También tenemos que admitir que esto depende, en gran parte, de una mutación tecno-científica. En el cibermundo, en el mundo de Internet, del correo electrónico y del teléfono portátil, esta mutación afecta al teletrabajo, a la virtualización del trabajo y, al mismo tiempo que a la comunicación del saber, al mismo tiempo que a cualquier puesta en común y que a cualquier «comunidad», a la experiencia del lugar, del tener lugar, del acontecimiento y de la obra: de lo que ocurre.

Esta problemática del susodicho «fin del trabajo» no estaba totalmente ausente de algunos textos de Marx o de Lenin. Este último asociaba la reducción progresiva de la jornada de trabajo con el proceso que llevaría a la completa extinción del Estado[xxi]. Rifkin, por su parte, ve la tercera revolución tecnológica que está en marcha como una mutación total. Las dos primeras revoluciones no afectaban radicalmente a la historia del trabajo. Primero fue la del vapor, del carbón, del acero y del textil (en el siglo XIX), luego la de la electricidad, del petróleo y el automóvil (en el siglo XX). Ambas ponían cada vez de relieve un sector en donde la máquina no había penetrado. Todavía quedaba disponible un trabajo humano, no mecánico, no reemplazable por la máquina.

Después de ambas revoluciones técnicas vendría la nuestra, por lo tanto, la tercera, la del ciberespacio, de la micro-informática y de la robótica. Aquí, parece que no existe una cuarta zona para dar trabajo a los parados. Una saturación por medio de las máquinas anunciaría el fin del trabajador, por consiguiente, determinado fin del trabajo. Fin de Der Arbeiter, y de su época, habría dicho Jünger. El fin del trabajo deja por lo demás, en esta mutación en curso, un lugar aparte para los docentes y, de una forma más general, para lo que Rifkin denomina el «sector del conocimiento». En el pasado, cuando las tecnologías nuevas sustituían a unos trabajadores en tal o cual sector, aparecían nuevos espacios para absorber a los obreros que perdían su trabajo. Sin embargo ahora, cuando la agricultura, la industria y los servicios llevan a millones de personas al paro con motivo del progreso tecnológico, la única categoría que se salva sería la del «saber», una «pequeña élite de empresarios, científicos, técnicos, programadores de ordenadores, profesionales, educadores y asesores»[xxii]. Pero éste no deja de ser un espacio exiguo, incapaz de absorber a la masa de los parados. Ésta sería la peligrosa singularidad de nuestra época. Rifkin no habla de los docentes o de los aspirantes a profesor que están en el paro, sobre todo dentro de las Humanidades. No concede atención alguna a la creciente marginación de tantos y tantos empleados a tiempo parcial, todos ellos infrapagados y marginados en la universidad, en nombre de lo que se denomina la flexibilidad o la competitividad.

No trataré de las objeciones que se le pueden hacer a estos discursos, en su generalidad, ni en lo que concierne al susodicho «fin del trabajo» ni tampoco a la susodicha «mundialización». En ambos casos, que por lo demás están estrechamente asociados, si tuviese que tratar de ellos frontalmente, trataría de distinguir, de forma preliminar, entre, por una parte, los fenómenos masivos y poco discutibles que se registran bajo esas nociones y, por otra parte, el uso que se hace de esas palabras sin concepto. Efectivamente, nadie lo negará, algo le ocurre en este siglo al trabajo, a la realidad y al concepto del trabajo -del trabajo activo o actual-. Lo que aquí le ocurre al trabajo es un efecto de la tecno-ciencia, con la virtualización y la deslocalización mundializadora del teletrabajo. Lo que ocurre acentúa cierta tendencia a la reducción asintótica del tiempo de trabajo, como trabajo en tiempo real y localizado en el mismo lugar que el cuerpo del trabajador. Todo esto afecta al trabajo en las formas clásicas que heredamos, en la nueva experiencia de las fronteras, de la porosidad relativa de los Estados-nación, de la comunicación virtual, de la velocidad y de la extensión de la información. Esta evolución va en el sentido de cierta mundialización. Ésta es indiscutible y bastante conocida.

Ahora bien, estos indicios fenoménicos no dejan de ser parciales, heterogéneos, desiguales en su desarrollo; exigen un análisis sutil y, sin duda, nuevos conceptos. Por otra parte, hay una distancia entre esos indicios evidentes y la utilización dóxica, otros dirían la inflación ideológica, la complacencia retórica y con frecuencia confusa con la que se accede a estas palabras, «fin del trabajo» y «mundialización». Esta distancia, no me gustaría franquearla fácilmente y creo que hay que criticar con severidad a los que la olvidan. Porque tratan entonces de hacer olvidar las zonas del mundo, las poblaciones, las naciones, los grupos, las clases, los individuos que, masivamente, son las víctimas excluidas de ese movimiento denominado «fin del trabajo» y «mundialización». Estas víctimas padecen o bien porque carecen de un trabajo que necesitarían o bien porque trabajan demasiado para el salario que reciben a cambio en un mercado mundial tan violentamente desigualitario. Esta situación de tipo capitalista (allí donde el capital juega un papel esencial entre lo actual y lo virtual) es más trágica en números absolutos de lo que lo ha sido nunca en la historia de la humanidad. Ésta jamás ha estado quizá tan lejos de la homogeneidad, mundializadora o mundializada, del «trabajo» y del «sin trabajo» a la que con frecuencia se recurre. Un amplio sector de la humanidad está «sin trabajo» allí donde querría tener trabajo, más trabajo. Otro sector de la humanidad tiene demasiado trabajo allí donde querría tener menos, incluso acabar con un trabajo tan mal pagado en el mercado.

Esta historia comenzó hace mucho tiempo. Está entremezclada con la historia real y semántica del «oficio» y de la «profesión». Rifkin tiene una viva conciencia de la tragedia que también podría desencadenar un «fin del trabajo» que no tuviese el sentido sabático o dominical que posee en La Ciudad de Dios agustiniana. Pero, en sus conclusiones morales y políticas, cuando quiere definir las responsabilidades que hay que adoptar ante las «tormentas tecnológicas que se acumulan en el horizonte», ante una «nueva era de mundialización y automatización», recupera -y creo que esto no es ni fortuito ni aceptable sin más examen- el lenguaje cristiano de la «fraternidad», «de las cualidades difícilmente automatizables», de las virtudes «inaccesibles para las máquinas», del «nuevo sentido» para la «vida», de la «resurrección» del sector terciario, del «renacimiento del espíritu humano»; considera incluso algunas nuevas formas de caridad, por ejemplo, el pago de un «salario virtual» a los voluntarios, el «impuesto sobre el valor añadido sobre productos y servicios propios de la era de la alta tecnología como forma para obtener fondos que garanticen un salario social para los pobres a cambio de un trabajo para la comunidad»[xxiii], etcétera.

Si no tuviésemos precisamente el tiempo contado, habría seguido insistiendo sin duda, inspirándome a menudo en los trabajos de Jacques Le Goff, en el tiempo del trabajo. En el capítulo «Tiempo y trabajo» de su Un autre Moyen Âge, muestra cómo, en el siglo XIV, coexistían ya las reivindicaciones para alargar y las reivindicaciones para reducir la duración del trabajo[xxiv]. Tenemos ahí las premisas de un derecho del trabajo y de un derecho al trabajo, tal y como se inscribirán más adelante en los derechos del hombre.

La figura del humanista es asimismo una respuesta a la cuestión del trabajo. El humanista responde a la cuestión que se le propone respecto del trabajo. Se propone como humanista en el ejercicio responsable de dicha respuesta. Es alguien que, dentro de la teología del trabajo que domina en esa época y que aún no está muerta, comienza a laicizar el tiempo del trabajo y el empleo del tiempo monástico. El tiempo ya no es simplemente un don de Dios, sino que puede ser calculado y vendido. En la iconografía del siglo XIV, el reloj representa a veces el atributo del humanista[xxv] -ese reloj que no tengo más remedio que vigilar y que vigila con severidad al trabajador laico que soy aquí.

Me hubiese gustado hablarles durante horas de la hora, de esa unidad contable puramente ficticia, de ese «como si» que regula, ordena, cuenta, narra y hace el tiempo (la ficción es lo que figura pero asimismo lo que hace). La hora sigue siendo el contador del tiempo de trabajo fuera y dentro de la universidad en donde todo, la clase, los seminarios, las conferencias, se calcula por medio de franjas horarias. El «cuarto de hora académico» mismo se regula con la hora.

La deconstrucción, ¿no es asimismo un poner en cuestión la hora, un poner en crisis la unidad «hora»? También habría habido que rastrear esa clasificación tripartita que, desde los siglos IX y XI, dividía a la sociedad en tres órdenes: los clérigos, los guerreros, los trabajadores (oratores, bellatores, laboratores); y, seguidamente, la jerarquía de los oficios (nobles o viles, lícitos o ilícitos, negotia illicita, opera servilia, prohibidos el domingo[xxvi]). Le Goff lo muestra muy bien: la unidad del mundo del trabajo, frente al mundo de la oración y al mundo de la guerra, «no ha durado mucho»[xxvii]. «Si es que alguna vez ha existido» esa presunta «unidad», precisa Le Goff de pasada, con una prudencia tan necesaria y que, en mi opinión, cuenta por lo menos tanto como la proposición que viene así a dejar en suspenso[xxviii].

Tras el «desprecio por los oficios», «una nueva frontera del desprecio se instala, pasando a través de las nuevas clases, a través incluso de las profesiones»[xxix]. Aunque no distingue, me parece, al menos no con insistencia, entre «oficio» y «profesión» (como creo que habría que hacerlo), aunque asocie con frecuencia «los oficios y las profesiones»[xxx] y utilice asimismo la categoría de «grupos socioprofesionales»[xxxi], Le Goff describe también el proceso que, en el siglo XII, engendra una «teología del trabajo» y la transformación del esquema tripartito (oratores, bellatores, laboratores) mediante unos esquemas «más complejos». Esto se explica por «la creciente diferenciación de las estructuras económicas y sociales bajo el efecto de la creciente división del trabajo»[xxxii]. En los siglos XII y XIII aparece el «oficio escolar» como la jerarquía de los scholares y de los magistri que será el preludio de las universidades. Abelardo tiene que elegir entre litterae y arma, y sacrifica la pompa militari gloriae al studium litterarum.

Me sentiría tentado de situar la profesión de profesor, en sentido estricto, en ese momento altamente simbólico del compromiso en que, por ejemplo, Abelardo asume la responsabilidad de responder a la inyunción o a la llamada: «tu eris magister in aeternum»[xxxiii], pese a que, como subraya Le Goff, aquél no deja de describir su carrera en términos militares: la dialéctica sigue siendo un arsenal y las disputationes unos combates. Con frecuencia, la figura y el nombre del filósofo[xxxiv], del profesor como filósofo, son los que se imponen entonces en una nueva situación. La universidad se piensa y se representa desde el lugar privilegiado de lo filosófico: dentro y fuera de las Humanidades. No resulta nada sorprendente que Kant conceda semejante privilegio a la facultad de filosofía en su arquitectura de la universidad.

Si, en cierta medida al menos, la filosofía es para la deconstrucción a la vez una referencia, un recurso y una diana privilegiados, eso es algo que se explica sin duda en parte por esta tradición dominante. En los siglos XII y XIII, la vida escolar se convierte en un oficio (negotia scholaria). Se habla entonces de pecunia et laus para definir lo que recompensa al trabajo, a la investigación de nuevos estudiantes y de sabios. El salario y la gloria articulan entre sí el funcionamiento económico y la conciencia profesional.

Lo que quiero sugerir con estas indicaciones históricas es que una de las tareas por venir de las Humanidades sería, hasta el infinito, conocer y pensar su propia historia y, por lo menos, en las direcciones que acabamos de ver abrirse: el acto de profesar, la teología y la historia del trabajo, la historia del saber y de la fe en el saber, la cuestión del hombre, del mundo, de la ficción, del performativo y del «como si», de la literatura y de la obra, etc., y, seguidamente, todos los conceptos que acabamos de articular en ellos.

Esta tarea deconstructiva de las Humanidades por venir no se dejará contener en los límites tradicionales de los departamentos que hoy en día proceden, por su estatus mismo, de las Humanidades. Estas Humanidades por venir atravesarán las fronteras entre las disciplinas sin que eso signifique disolver la especificidad de cada disciplina dentro de lo que se denomina a menudo de modo confuso la interdisciplinariedad o dentro de lo que se ahoga en otro concepto que sirve para todo, los «cultural studies». Pero me imagino muy bien que departamentos de genética, de ciencias naturales, de medicina e, incluso, de matemáticas se tomen en serio, en su propio trabajo, las cuestiones que acabamos de mencionar. Por consiguiente -y por hacer una última referencia al Kant del Conflicto de las facultades-, aparte de la medicina, esto es verdad sobre todo en lo que concierne a los departamentos de derecho, de teología o de ciencias religiosas.





IV

Tengo ahora que precipitar mi conclusión. Lo haré de forma escueta y telegráfica: en siete tesis, siete proposiciones o siete profesiones de fe.

Todas ellas siguen siendo programáticas. Seis de ellas sólo tendrán valor a título formal de recordatorio o de recopilación. Harán una recapitulación. La séptima, que no será sabática, intentará dar un paso más allá de las otras seis hacia una dimensión del acontecimiento o del tener-lugar del que todavía no he hablado.

Entre las seis primeras tesis -o profesiones de fe- y la última, tomaremos impulso para un salto que nos llevaría más allá del «como si» performativo, más allá incluso de la distinción entre constatativo y performativo en la que hasta aquí hemos fingido confiar. Fue «como si» hubiésemos apostado por un determinado «como si», éste y no otro, el «performativo» antes que otro. Las Humanidades del mañana, en todos los departamentos, deberían estudiar su historia, la historia de los conceptos que, al construirlas, instauraron las disciplinas y fueron coextensivos con ellas.

Por supuesto, este trabajo ya ha comenzado; se tienen muchos indicios de ello. Al igual que todos los actos de institución, aquellos que deberíamos analizar habrán tenido una fuerza performativa y habrán puesto en marcha un determinado «como si». Acabo de decir que hay que «estudiar» o «analizar». ¿Es necesario precisar que semejantes «estudios», semejantes «análisis», por las razones ya indicadas, no serían puramente «teóricos» ni neutros? Llevarían hacia unas transformaciones prácticas y performativas y no prohibirían la producción de obras singulares. A estos campos les daré, pues, seis, después siete títulos temáticos y programáticos sin excluir, evidentemente, las fecundaciones entrecruzadas ni las interpelaciones mutuas.



1. Estas nuevas Humanidades tratarían de la historia del hombre, de la idea del hombre, de la figura y de lo «propio del hombre». Lo harían desde una serie no finita de oposiciones mediante la cual el hombre se determina, especialmente la oposición tradicional de lo viviente así llamado humano y de lo viviente así llamado animal. Me atreveré a decir, sin poder demostrarlo aquí, que ninguno de los conceptos tradicionales de lo «propio del hombre», ni por consiguiente de lo que se le opone, resiste a un análisis científico y deconstructivo consecuente.

El hilo conductor más urgente sería aquí la pro-blematización (lo que no quiere decir la descalificación) de esos potentes performativos jurídicos que escandieron la historia moderna de esa humanidad del hombre. Pienso, por ejemplo, en la fértil historia de al menos dos de esos performativos jurídicos: por una parte, las Declaraciones de los derechos del hombre --y de la mujer (ya que la cuestión de las diferencias sexuales no es aquí secundaria ni accidental; sabemos que esas Declaraciones de los derechos del hombre se han ido transformando y enriqueciendo sin cesar desde 1789 hasta 1948 y más allá: la figura del hombre, animal que hace promesas, animal capaz de prometer, decía Nietzsche, está por venir)- y, por otra parte, el concepto de «crimen contra la humanidad» que, desde la postguerra, ha modificado el campo geopolítico del derecho internacional y lo hará cada vez más, al regir sobre todo la escena de la confesión mundial y de la relación con el pasado histórico en general. Las nuevas Humanidades tratarían pues de estas producciones performativas del derecho (derecho del hombre, concepto de crimen contra la humanidad) allí donde implican siempre la promesa y, con ella, la convencíonalidad de un «como si».



2. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la historia de la democracia y de la idea de soberanía, es decir, asimismo, por supuesto, de las condiciones o, mejor aún, de la incondicionalidad de la que se supone (de nuevo el «como si») que vive la universidad y, dentro de ella, las Humanidades. La deconstrucción de este concepto de soberanía afectaría no sólo al derecho internacional, a los límites del Estado-nación y de su presunta soberanía, sino también a la utilización que se hace del mismo en unos discursos jurídico-políticos que conciernen al sujeto o al ciudadano en general -siempre presuntamente soberanos en cuanto tales (libres, decididores, responsables, etc.)-, a las relaciones entre lo que se denomina el hombre y la mujer. Este concepto de soberanía indivisible ha sido con frecuencia el centro de debates muy mal pensados y mal llevados, respecto de la “paridad” entre hombres y mujeres para acceder a cargos electivos.



3. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la historia del «profesar», de la«profesión» y del profesorado. Esta historia se articula con la de las premisas o presupuestos (sobre todo abrahámicos, bíblicos y por encima de todo cristianos) del trabajo y de la confesión mundializa-da, precisamente allí donde aquélla va más allá de la soberanía del jefe de Estado, del Estado-nación o incluso del «pueblo» en democracia.

Inmenso problema: ¿cómo disociar la democracia de la ciudadanía, del Estado-nación y de la idea teológica de soberanía, incluso de la soberanía del pueblo? ¿Cómo disociar la soberanía y la incondicionalidad, el poder de una soberanía indivisible y el im-poder de la incondicionalidad? Una vez más ahí, tanto si se trata de profesión o de confesión, la estructura performativa del «como si» ocuparía el núcleo del trabajo por venir.



4. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la historia de la literatura. No sólo de lo que se denomina normalmente historia de las literaturas o la literatura misma, con la gran cuestión de sus cánones (objetos tradicionales e incontrovertibles de las Humanidades clásicas), sino de la historia del concepto de literatura, de la institución moderna denominada literatura, de sus relaciones con la ficción y la fuerza performativa del «como si», de su concepto de obra, de autor, de firma, de lengua nacional, de sus relaciones con el derecho a decirlo todo (o a no decirlo todo) que funda tanto la democracia como la idea de soberanía incondicional que invoca la universidad y, dentro de ella, lo que se denomina, más acá y más allá de los departamentos, las Humanidades.



5. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la historia de la profesión, de la profesión de fe, de la profesionalización y del profesorado. El hilo conductor de esto podría ser, hoy en día, lo que ocurre cuando la profesión de fe, la profesión de fe del profesor da lugar no sólo al ejercicio competente de un saber en el que se tiene fe, no sólo a esa alianza clásica del constatativo y del performativo, sino a unas obras singulares, a otras estrategias del «como si» que son acontecimientos y que afectan a los límites mismos del campo académico o de las Humanidades. Estamos asistiendo al fin de una determinada figura del profesor y de su supuesta autoridad pero -como he dicho suficientes veces-, creo en una determinada necesidad del profesorado.



6. Estas nuevas Humanidades tratarían pues finalmente, en un estilo similar, pero a lo largo de un inquietante vuelco reflexivo, a la vez crítico y deconstructivo, de la historia del «como si» y, sobre todo, de la historia de esa preciada distinción entre actos performativos y actos constatativos que parece haber sido indispensable para nosotros hasta aquí. No habrá más remedio, aunque las cosas aquí o allá ya hayan comenzado, que estudiar la historia y los límites de esa distinción tan decisiva y en la que hasta aquí, hoy, he hecho como si creyese sin reservas, como si la considerase totalmente «fiable». Estos trabajos deconstructivos no concernirían sólo a la obra original y genial de Austin sino a su rica y apasionante herencia, desde hace aproximadamente medio siglo, sobre todo en las Humanidades.



7. Al séptimo punto, que no es el séptimo día, llego por fin ahora. O, mejor aún: dejo quizá llegar al final, ahora, aquello mismo que, al llegar, al tener lugar o al ocupar un lugar, revoluciona, conmociona y arruina la autoridad misma que, en la universidad, en las Humanidades, se atribuye

a) al saber (o, por lo menos, a su modelo de lenguaje constatativo);

b) a la profesión o a la profesión de fe (o, por lo menos, a su modelo de lenguaje performativo);

c) a la puesta en marcha, por lo menos a la puesta en marcha performativa del «como si».



Lo que ocurre, lo que tiene lugar, lo que sobreviene en general, lo que se denomina el acontecimiento, ¿qué es? ¿Cabe preguntarse respecto de ello: «¿Qué es?»?

El acontecimiento debe no sólo sorprender al modo constatativo y proposicional del lenguaje del saber (S es P) sino que ni siquiera debe dejarse regir por el speech act performativo de un sujeto. Mientras yo puedo producir y determinar un acontecimiento mediante un acto performativo garantizado, como cualquier performativo, por unas convenciones, por unas ficciones legítimas y un determinado «como si», no diré, sin duda, que no pasa o no ocurre nada; pero diré que lo que tiene lugar, lo que ocurre o lo que me ocurre sigue siendo todavía controlable y programable dentro de un horizonte de anticipación o de pre-comprensión: dentro de un horizonte sin más. Forma parte del orden de lo posible controlable, es el despliegue de lo que ya es posible. Forma parte del orden del poder, del «yo puedo», del «yo estoy capacitado para» (I may, I can). No hay sorpresa alguna ni, por consiguiente, acontecimiento alguno en sentido fuerte.

Esto equivale, en esta medida al menos, a decir que eso no ocurre. Pues, el puro acontecer singular de lo que ocurre, de lo que me ocurre o de quien llega (lo que denomino el/lo arribante[xxxv]) -si lo hay, si hay algo semejante- implicaría una irrupción que hace estallar el horizonte, interrumpiendo toda organización performativa, toda convención o todo contexto convencionalmente dominable. Esto equivale a decir que dicho acontecimiento no tiene lugar sino allí donde no se deja domesticar por ningún «como si» o, al menos, por ningún «como si» ya legible, descifrable y articulable como tal. Hasta el punto de que esa palabrita, el «como» del «como si», al igual que el «como» del «como tal» -cuya autoridad funda y justifica tanto a toda ontología como también a toda fenomenología, a toda filosofía como ciencia o como conocimiento-, esa palabrita, «como», bien podría ser el nombre del verdadero problema, por no decir la diana de la deconstrucción.

Se dice demasiado a menudo que el performativo produce el acontecimiento del que habla. Ciertamente. Hay que saber también que, inversamente, allí donde hay performativo, un acontecimiento digno de ese nombre no puede ocurrir. Si lo que ocurre pertenece al horizonte de lo posible, incluso de un performativo posible, no ocurre, en el sentido pleno de la palabra.

Como con frecuencia he tratado de demostrarlo, lo imposible es lo único que puede ocurrir.

Al recordar a menudo respecto de la deconstrucción que es imposible o lo imposible, y que no era un método, ni una doctrina, ni una meta-filosofía especulativa, sino lo que ocurre, me fiaba de ese mismo pensamiento.

Los ejemplos a partir de los cuales he tratado de hacer justicia a ese pensamiento (la invención, el don, el perdón, la hospitalidad, la justicia, la amistad[xxxvi], etc.) confirmaban todos ellos este pensamiento de lo posible imposible, de lo posible como imposible, de un posible-imposible que ya no se deja determinar por la interpretación metafísica de la posibilidad o de la virtualidad.

No diré que este pensamiento de lo posible imposible, ese otro pensamiento de lo posible es un pensamiento de la necesidad sino, como también intento demostrar en otra parte, un pensamiento del «quizá», de esa peligrosa modalidad del «quizá» de la que habla Nietzsche y que la filosofía siempre ha querido domeñar. No hay porvenir ni relación con la venida del acontecimiento sin experiencia del «quizá». Lo que tiene lugar no debe anunciarse como posible o necesario, de lo contrario su irrupción de acontecimiento queda de antemano neutralizada. El acontecimiento depende de un quizá que concuerda no con lo posible sino con lo imposible. Y su fuerza es entonces irreductible a la fuerza o al poder de un performativo, aun cuando esta fuerza confiera finalmente su oportunidad y su eficacia al performativo mismo, a lo que se denomina la fuerza (locucionaria, perlocucionaria, ilocucionaria) del performativo.

La fuerza del acontecimiento es siempre más fuerte que la fuerza de un performativo. Ante lo que me ocurre, e incluso en lo que decido (y que, como he intentado mostrar en Políticas de la amistad, debería entrañar cierta pasividad, dado que mi decisión siempre es decisión del otro), ante el/lo otro que llega y me ocurre, toda fuerza performativa queda desbordada, excedida, expuesta.

Esa fuerza que se otorga a una experiencia del quizá conserva sin duda una afinidad o una connivencia con el «si» o con el «como si». Y, por lo tanto, con cierta gramática del condicional: «¿Y si eso ocurriese? Eso, que es cualquier/radicalmente otro*, bien podría ocurrir, ocurriría». Pensar quizá es pensar «si», «¿y si?». Pero, como ustedes ven, este «si», este «y sí», este «como si» ya no se puede reducir al orden de todos los «como si» de los que hemos hablado hasta aquí[xxxvii]. Y si se declina condicionalmente, es asimismo para anunciar el acontecimiento incondicional, eventual o posible de lo incondicional imposible, el/lo cualquier/radicalmente otro -que, en adelante, deberíamos (esto tampoco lo he dicho ni hecho hoy todavía) disociar de la idea teológica de soberanía. En el fondo, ésta sería quizá mi hipótesis (es extremadamente difícil y casi improbable, inaccesible a una prueba): cierta independencia incondicional del pensamiento, de la deconstrucción, de la justicia, de las Humanidades, de la Universidad, etc., debería quedar disociada de cualquier fantasma de soberanía indivisible y de dominio soberano.

Pues bien, una vez más es en las Humanidades a donde habría que hacer llegar el pensamiento de esa otra modalidad del «si», esa cosa más que difícil, imposible, el desbordamiento del performativo y de la oposición constatativo/performativo. ¿Qué se hace al pensar, dentro de las Humanidades, ese límite del dominio y de la convención performativa, ese límite de la autoridad performativa? Se alcanza ese lugar en donde el contexto siempre necesario para la operación performativa (contexto que es, como cualquier convención, un contexto institucional) ya no se deja saturar, delimitar, determinar plenamente.

En el fondo, la genial invención de la distinción constatativo/performativo habría intentado asimismo, en la universidad, tranquilizar a la universidad en lo que concierne al dominio soberano de su adentro, al poder que le es propio, el poder que es suyo. Esto afecta entonces al límite mismo, entre el afuera y el adentro, especialmente en la frontera de la universidad misma y, dentro de ella, de las Humanidades. En las Humanidades, se piensa la irreductibilidad de su afuera y de su porvenir. En las Humanidades, se piensa que no podemos ni debemos dejarnos encerrar en el adentro de las Humanidades. Pero este pensamiento, para ser fuerte y consecuente, requiere las Humanidades. Pensar eso no es una operación académica, especulativa o teórica. Ni una utopía neutra. Como tampoco el decir es una simple enunciación. Es en ese limite siempre divisible, es a ese límite al que le ocurre lo que ocurre. Él es el que queda afectado por ello y el que cambia. Él es el que, porque es divisible, tiene una historia. Este límite de lo imposible, del «quizá» y del «si»: ése es el lugar en donde la universidad divisible se expone a la realidad, a las fuerzas de fuera (ya sean culturales, ideológicas, políticas, económicas u otras). Ahí es donde la universidad está en el mundo que trata de pensar. En esa frontera ha de negociar pues, y organizar su resistencia. Y asumir sus responsabilidades. No para cerrarse ni para reconstruir ese fantasma abstracto de soberanía cuya herencia teológica o humanista habrá comenzado quizá a deconstruir, si es que ha comenzado a hacerlo. Sino para resistir efectivamente, aliándose con fuerzas extraacadémicas, para oponer una contraofensiva inventiva, con sus obras, a todos los intentos de reapropiación (política, jurídica, económica, etc.), a todas las demás figuras de la soberanía.

Otra forma de apelar a otra topología: la universidad sin condición no se sitúa necesaria ni exclusivamente en el recinto de lo que se denomina hoy la universidad. No está necesaria, exclusiva, ni ejemplarmente representada en la figura del profesor. Tiene lugar, busca su lugar en todas partes en donde esa incondicionalidad puede anunciarse. En todas partes en donde ella da, quizá, que pensar y se da, quizá, para ser pensada. A veces, más allá incluso, sin duda, de una lógica y de un léxico de la «condición».

¿Cómo justificar semejante profesión de fe? ¿Acaso podría yo hacerlo en principio, aunque tuviera tiempo para ello?

No sé si lo que estoy diciendo es inteligible, si tiene sentido. De lo que se trata, en efecto, es del sentido del sentido. Lo que no sé, sobre todo, es cuál es el estatus, el género o la legitimidad del discurso que acabo de dirigirles a ustedes. ¿Es académico? ¿Es un discurso del saber en las Humanidades o acerca de las Humanidades? ¿Es únicamente saber? ¿Únicamente una profesión de fe performativa? ¿Pertenece al adentro de la universidad? ¿Es filosofía o literatura?, ¿o teatro? ¿Es una obra o un curso, o una especie de seminario?

Tengo naturalmente algunas hipótesis al respecto pero, finalmente, ahora son ustedes, otros también, quienes han de decidir. Los firmantes son asimismo los destinatarios. No les conocemos, ni ustedes ni yo. Pues les dejo imaginar las consecuencias de ese imposible del que hablo, si llegase quizá a ocurrir un día.

Tómense su tiempo pero dénse prisa en hacerlo pues no saben ustedes lo que les espera.

Jacques Derrida





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* A invitación del profesor Patricio Peñalver Gómez, Jacques Derrida pronunció asimismo esta conferencia posteriormente, en el mes de marzo de 2001, en la Facultad de Filosofía de Murcia (N. de los T.)

[i] He abordado en otro lugar, en numerosos lugares, y sobre todo en Del espíritu. Heidegger y la pregunta (trad. cast. de M. Arranz, Pre-Textos, Valencia, 1989, pp. 151 ss.), esa «cuestión» de la autoridad de la cuestión, esa referencia a un asentimiento pre-originario que, al no ser ni crédula, ni positiva, ni dogmática, sigue presupuesta en toda interrogación, por necesaria e incondicional que sea y, en primer lugar, en el origen mismo de lo filosófico.

[ii] Asocio provisionalmente la afirmación con la performatividad. El «sí» de la afirmación no se reduce a la positividad de una posición. Pero se parece mucho, en efecto, a un acto de lenguaje performativo. No describe ni constata nada, compromete al contestar. Pero más adelante, al final del recorrido, intentaré situar el punto en donde la performatividad es ella misma desbordada por la experiencia del acontecimiento, por la exposición incondicional a lo que viene y a quien viene. La performatividad se encuentra aún, lo mismo que el poder del lenguaje en general, del lado de esa soberanía que me gustaría distinguir, por difícil que parezca, de cierta incondicionalidad en general, de una incondicionalidad sin poder.

[iii] J. Le Goff, Un autre Moyen Âge, Gallimard, Paris, 1999, p. 172.

[iv] A falta de poder explicitar o justificar esta declaración sobre la justicia, que no es el derecho, me permito remitir aquí a Espectros de Marx (trad. cast. de J. M. Alarcón y C. de Peretti. Trotta, Madrid, 3 1998) y a Fuerza de ley (trad. cast. de A. Barberá y P. Peñalver, Tecnos, Madrid, 1997).

[v] Cf., sobretodo, «Firma acontecimiento contexto», en Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid, 1988, y Limited Inc., Galilée, Paris, 1990.

[vi] Cf. M. Poster, «CyberDemocracy: Internet and the Public Sphere», en What's the Matter with the Internet?, University of Minnesota Press, 2001.

[vii] Kant, Crítica del juicio, §§ 27 y 34. Edición y traducción de M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid,71997.

[viii] Ibid.., § 60.

[ix] S. Weber, Institution and Interpretation, University of Minnesota Press/Stanford University Press, Minneapolis/Stanford, 1987, p. 143.

[x] S. Weber, «The Future of the Humanities», en C. S. de Beer (ed.), Unisa as Distinctive University for our Time, University of South Africa, Pretoria, 1998, pp. 127-154.

[xi] P. Kamuf, The Division of Literature, Or the University in Deconstruction, University of Chicago Press, 1997, p. 15.

[xii] En Mimesis des articulations, Aubier-Flammarion, Paris, 1975.

[xiii] «Mochlos - ou le conflit des facultés», en Du droit à la philosophie, Galilée, Paris, 1990. [Hay traducción castellana de una primera versión de este texto en La filosofía como institución, trad. de A. Azurmendi, Juan Granica, Barcelona, 1984 (N. de los T.).]

[xiv] El subrayado es mio: «An einem Producte der schönen Kunst muss man sich bewusst werden, dass es Kunst sei und nicht Natur; aber doch muss die Zweckmässigkeit in der Form desselben von allem Zwange willkürlicher Regeln so frei scheinen, als ob es ein Product der blossen Natur sei» (Kritik der Urtheilskraft, en Kantswerke, Akademie-Text-ausgabe, V, § 45).

* Resulta evidente que Derrida se está dirigiendo aquí a un público de habla inglesa. Sin embargo, la palabra castellana obras posee unas connotaciones muy similares a las oeuvres francesas. Por eso, utilizaremos en adelante el término castellano (N. de los T.)

[xv] En Du droit à la philosophie, Galilée, Paris, 1990.

[xvi] Crítica del juicio, § 43. Cf. asimismo «Economimesis», en Mimesis des articulations, Paris, Aubier-Flammarion, 1975, p. 59.

[xvii] Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón (Segunda Parte, Capítulo primero, c. «Dificultades contra la realidad de esta idea y solución de las mismas», nota 3), trad. cast. de F. Martínez Marzoa, Alianza, Madrid, 31991, nota 26, p. 214.

[xviii] J. Rifkin, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, trad. cast. de G. Sánchez, Paidós, Barcelona, 1997.

[xix] Ibid., final de la Introducción, pp. 19-20.

[xx] Ibid., p. 18.

[xxi] V. I. Lenin, El Estado y la Revolución, Miguel Castellote, Madrid, 1976, p. 73.

[xxii] J. Rifkin, El fin del trabajo, cit., p. 19.

[xxiii] O.c., p. 335.

[xxiv] J. Le Goff, Un autre Moyen Âge, Gallimard, Paris, 1999, pp. 69-71.

[xxv] «El tiempo es un don de Dios y, por consiguiente, no puede ser vendido. El tabú del tiempo que la Edad Media le opuso al comerciante se levanta a comienzos del Renacimiento. El tiempo que sólo pertenecía a Dios es, en adelante, la propiedad del hombre. [...] En adelante lo que cuenta es la nueva hora-medida de la vida: ... no perder jamás una hora de tiempo. La virtud cardinal es la templanza, a la que la nueva iconografía, desde el siglo XIV, concede como atributo el reloj -medida en adelante de todas las cosas» (ibid., p. 78).

[xxvi] Ibid., pp. 89-90.

[xxvii] Ibid., p. 102.

[xxviii] «Esta unidad, sin embargo, del mundo del trabajo, frente al mundo de la oración y al mundo de la guerra, si es que alguna vez ha existido, no ha durado mucho» (ibid..).

[xxix] Ibíd.

[xxx] Ibid., p. 159.

[xxxi] Ibid., p. 103, por ejemplo.

[xxxii] Ibíd., p. 165.

[xxxiii] Ibíd., p. 179

[xxxiv] Ibíd., p. 181.

[xxxv] En castellano, traducimos l’arrivant francés por «lo arribante». Cf. la justificación de dicha traducción en J. Derrida, Espectros de Marx, Trotta, Madrid, 31998, p. 42 (N. de los T.).

[xxxvi] Estos motivos están en el centro de mis publicaciones y de mis seminarios de los últimos quince años.

* Traducimos tout autre por «cualquier/radicalmente otro». Cf. al respecto nuestra nota de traducción en J. Derrida, Dar (la) muerte, Paidós, Barcelona, 2000, p. 70 nota 38 (N. de los T.).

[xxxvii] Este «como si», como se ve, no es simplemente filosófico. Ni tampoco es, por todas esas mismas razones, el de La filosofía del como si (Die Philosophie des Als ob) de Vaihinger. Ni aquel al que alude Freud cuando se refiere a esa obra en El porvenir de una ilusión (final del capítulo III).

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